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Óscar Esquivias

14 Abr 2020
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Firmas

Dios en la RAE

Quizá porque el Dios cristiano tiene algo de filólogo de altos vuelos (no hay más que leer el comienzo del evangelio de san Juan: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios»), las sesiones plenarias de la Real Academia comienzan, todavía hoy, con una antífona en la que se invoca al Espíritu Santo (Veni Sancte Spiritus) y siguen con el rezo de la oración Actiones nostras, entonadas por el académico que preside la reunión. De los últimos directores que ha tenido la Docta Casa, parece que quien pronunciaba el latín con mayor refinamiento y fluidez era Víctor García de la Concha. A mí, personalmente, esta costumbre de rezar en una institución laica me parece anacrónica, aunque simpatizo con el deseo de mantener vivo el latín. Aparte, he comprobado que esta oración tiene como defensores a académicos descreídos en lo religioso, pero amantes de esta rareza devocional que perdura desde hace más de tres siglos. Esto, si bien se mira, no tiene nada de extraño: además de una oración, es un poema de versos muy hermosos.

Hay varias conexiones entre lo sagrado y la Real Academia. Para empezar, el diccionario es una obra ontológica, en cierto modo otorgadora de existencia, ya que para mucha gente una palabra «no existe» si no figura en sus páginas, aunque esté en los labios de todos los hablantes. También hay quien utiliza el diccionario a modo de oráculo, abriéndolo al azar y leyendo lo primero que cae bajo sus ojos. Un personaje de la novela Las guerras civiles de José María Parreño prefería para este tipo de consultas el María Moliner, y es que con los diccionarios, como con los evangelios, cada uno tiene su favorito. Si yo creyera en la bibliomancia, emplearía siempre el Tesoro de Sebastián de Covarrubias, que es la más amena y sabia de las obras lexicográficas. Los canónigos de la catedral de Cuenca deben de tenerlo también en muy alta estima, puesto que, como si se tratara de la Biblia, han colocado un volumen sobre el altar de la capilla funeraria donde yace su autor.

La Real Academia se fundó en 1713, con solo ocho miembros, todos fervorosos partidarios de la nueva dinastía borbónica instaurada a principios de siglo. De ellos, la mitad eran clérigos: Juan Ferreras (quien pidió ser sepultado con las epístolas de san Pablo entre las manos), Juan Interián (mercedario y predicador en la Capilla Real) y los jesuitas Bartolomé Alcázar y José Cassani. Aparte, destacaba por su piedad Gabriel Álvarez de Toledo, quien se preciaba de no salir de casa salvo para ir a la iglesia. Fue el padre Cassani quien propuso dedicar cincuenta misas en recuerdo de cada académico fallecido, costumbre que, atemperada, también perdura hoy, ya que el reglamento vigente estipula que cada 23 de abril se celebre una misa (en realidad, dice «unas exequias» y, en otro lugar, «un funeral») en el convento de las Trinitarias Descalzas de Madrid. Se hace en recuerdo de Miguel de Cervantes, allí enterrado, pero también «de cuantos han cultivado las letras españolas y, en especial, de los señores académicos fallecidos». Esta misa tiene, además, la consideración de una sesión académica extraordinaria.

En el Diccionario de autoridades (1732), la Real Academia definió por primera vez el término «Dios». Su aparición lexicográfica fue apoteósica, me atrevería a decir que teatral. Desde el punto de vista tipográfico, se empleó un cuerpo de letra muy superior al del resto de las definiciones, como si a aquellos académicos pioneros les pareciera un desdoro que la palabra «Dios» tuviera el mismo tamaño que «cangrejo» o «chocolate». La primera acepción comienza así: «Nombre Sagrado del primer y supremo Ente necesario, eterno e infinito, cuyo Ser, como no se puede comprehender, no se puede definir» (no deja de tener su gracia reconocer en un diccionario que algo es indefinible). El texto, muy a la moda de su época, está sembrado de unas mayúsculas que hoy nos pueden parecen arbitrarias, pretenciosas o ingenuas (unos decenios más tarde, el padre Isla se burlaría de esta ortografía desbocada en su Fray Gerundio de Campazas).

Como no podía ser de otra manera, las definiciones estaban escritas desde una perspectiva católica, que fue paulatinamente matizándose hasta la neutralidad actual. Los distintos diccionarios académicos no solo nos muestran la evolución del idioma, sino también de la propia sociedad. Es apasionante y muy enriquecedor consultar el registro histórico de estas acepciones y descubrir las sutilezas que encierra cada cambio. Un caso muy llamativo es el del término «hebreo», que al principio se definía de forma neutra como «el que profesa la ley de Moisés», hasta que en 1884 se añadió un «aún» («el que aún profesa la ley de Moisés») que se mantuvo hasta 1984. Puede parecer una minucia, pero este adverbio tenía unas resonancias muy despectivas para los judíos: piénsese que el Viernes Santo se rezaba (se reza todavía) una oración suplicando su conversión. Hasta que Juan XXIII y los pontífices posteriores la dulcificaron, se tildaba a los hebreos de «pérfidos», se aseguraba que llevaban un velo en el corazón y que se obcecaban en vivir en las tinieblas. El «aún» era una acusación sutil de contumacia y una forma de reproche: han visto la luz, pero prefieren permanecer en las sombras.

La definición de «mahometano» no era tampoco un ejemplo de imparcialidad: «lo que pertenece a Mahoma y su detestable secta», decía el Diccionario de autoridades de 1734. El adjetivo «detestable» no desapareció hasta 1803 y solo en 1989 se elevó la «secta» a la categoría de «religión».

Por último, citaré un minúsculo error que aparecía en una de las definiciones de tema religioso del diccionario, al que ya aludí en un «Deslenguado» de la versión electrónica de esta misma revista. Desde 1884 y hasta hoy mismo, se asegura que la palabra «galilea» (denominación de un periodo del calendario litúrgico y de un elemento arquitectónico) procede de unas «palabras de Jesucristo»: et ecce praecedit vos in Galileam (‘y he aquí el que os precede a Galilea’) (Mateo, XXVIII, 7), pero esto no es así. Según la Vulgata, esta frase la pronunció un ángel y no Jesús (quien sí dice algo parecido unos versículos después, pero con otra formulación).

El espíritu sopla donde quiere y, quizá, ha querido que sea yo el que humildemente señale a los señores (y, desde hace no tanto, señoras) académicos este lapsus cometido hace 135 años que, como un jilguerito, ha anidado con gran discreción en las páginas del diccionario. Laus Deo.

 

Este artículo de Óscar Esquivias es uno de los contenidos del número 6 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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