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Concepción Maldonado

11 Jun 2021
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Firmas

«Contra pereza…»

No sé cuántos, al leer este título, habrán sabido acabar la frase (aunque sí me atrevería a calcular su edad y cuál ha sido su formación).

En mi entorno familiar, en cambio, todo el que conoce a mi madre sabrá añadir el sustantivo que falta. No importa si, como ella, llegamos a memorizar de pequeños el antiguo catecismo de Ripalda («Decid, niño, ¿cómo os llamáis?». «Pedro, Juan, Francisco, etc.») o si aún hoy estamos en Educación Infantil. No importa si en la escuela recibimos formación católica o si asistimos a clase en instituciones laicas. Todo el que ha tratado a mi madre sabe que, en su libro de vida, la diligencia es el motor necesario para avanzar.

Hasta en eso coincidía con mi padre. O no… Porque también a mi padre le fascinó siempre La diligencia; nunca se cansó de ella. Pero ambos hablaban de cosas distintas. Mi padre era un adicto a las películas de John Waine, en general, y a esta cinta de John Ford, en particular. Se la sabía de memoria, y nos iba anticipando sus diálogos, primero, a sus hijos, y luego, a sus nietos, en aquellas tardes en que «la echaban por la tele» después de comer. Para mi madre, en cambio, la diligencia no tenía nada que ver con aquellos carruajes que, por su puntualidad en la llegada a su destino, se llamaron en origen «coches de diligencia». La diligencia de mi madre se ubicaba en otras coordenadas: en las de intentar vivir con disciplina y con orden, con prontitud y cuidado, siempre atenta, para así conseguir una vida feliz.

¿Que su hijo salió futbolero desde pequeño, y cada lunes le hablaba de cómo iba el Madrid en la Liga para meterle así el dedo en el ojo (ella siempre fue colchonera convencida)? Pues allá que fue ella y, diligente, empezó a leer a fondo las crónicas deportivas del periódico para poder comentar con conocimiento de causa el último fichaje o la penúltima cantada del defensa de turno. ¿Que el fontanero que llega a arreglar la gotera se queja del frío que hace en la calle? Allá que va ella, diligente, y le ofrece una taza de caldo calentito recién cocinado. ¿Que su amiga se fracturó la cadera y anda en el hospital? Allá que se planta ella cada mañana, diligente, para que los hijos de la enferma puedan irse a duchar a casa y a descansar un ratito. ¿Que alguien dijo que qué bonito era el jersey que llevan sus nietos? Allá que se planta ella, diligente, a tejer a mano un jersey igual para el bebé recién nacido. ¿Que esos mismos nietos, ya más creciditos y también futboleros, como su padre, la necesitan para hacer de portera en el pasillo de casa? Allá que va la abuela, toda diligente, coloca una silla en el extremo, se sienta, y establece que solo será gol si la pelota se cuela entre las dos patas de esa silla que ella protege con sus piernas.

Eso ha sido siempre para ella la diligencia: estar al quite, como los buenos toreros; estar al quite para ayudar al otro si hay riesgo de cornada; estar al quite para evitar que el compañero sea embestido por el toro. De hecho, su diligencia en la mesa para retirar la comida y ponerla fuera del alcance del comilón de mi padre le granjeó hace ya años el sobrenombre de «Joselito Calderón», el mejor subalterno de Las Ventas en los quites, según se sigue afirmando hoy en la andanada del 9.

Mi madre es una persona buena, siempre atenta a las necesidades del otro, incluso cuando ese otro aún no es consciente de que pueda necesitar nada. Mi madre no pontifica; habla siempre desde su experiencia, y tiene un corazón en el que cabemos todos con todas nuestras imperfecciones. Mi madre no sienta cátedra, ni dogmatiza, ni diserta sobre las últimas corrientes de pensamiento. Eso sí, hay expresiones tan propias de mi madre como sus rebecas de punto.

Así, casi sin darnos cuenta, diligencia y pereza han sido palabras grabadas a fuego en nuestros corazones como los nombres de dos actitudes incompatibles entre sí, y entre las que mis hermanos y yo estaríamos obligados a optar muchas veces al día, a lo largo de todos los días de nuestra vida.

Son curiosos los recuerdos que las palabras avivan en nosotros…

Cuando éramos pequeños y queríamos sacar los cochecitos y montar en el pasillo las 24 horas de Le Mans sin haber recogido antes las construcciones que inundaban el cuarto de estar: «Mamá, lo recogemos luego, que ahora nos da pereza…». «Pues ya sabéis, contra pereza, diligencia». O cuando a los 14 años, ya federados en baloncesto, nos tocaba jugar el fin de semana a las 8.30 de la mañana en la otra punta de Madrid: «Pufff, el sábado me voy a tener que levantar a las seis y media, ¡qué pereza!». «Contra pereza…». O en época universitaria, cuando, recién comidos, el sopor nos tentaba a quedarnos pegados a la tele viendo aquel anticipo del actual fenómeno de las series que fue Falcon Crest: «¡Qué pereza irme ahora a inglés!». «Contra pereza…». O cuando, ya con hijos nosotros, ella con nietos, el ciclo de la vida volvía a repetirse: «Abuela, ¿podemos recoger luego, que ahora empiezan los dibujos animados y nos da pereza?». «Contra pereza…».

A mi madre le encanta leer y le apasiona escribir. Mi madre es mujer de palabras, y es mujer de palabra. Y, sin embargo, lleva más de noventa años sembrando el bien con lo que vive, y no con decirnos cómo deberíamos vivir.

Es curioso, pero hasta que no fui madre yo y me oí hablando a mis hijos, no caí en la cuenta de la suerte que tuvimos en casa en la forma en que nuestros padres nos hablaron. Jamás se nos impidió jugar con el frustrante «¡Que te vas a manchar!». Muy al contrario, mi madre siempre creyó que la diversión de un niño se medía en el número de manchones de su ropa (la lavadora en mi casa fue siempre el electrodoméstico más venerado, por encima de neveras, televisores, friegaplatos o batidoras). Si en el campo algún pino nos llamaba a voces para que trepáramos por él, y mirábamos entonces a nuestra madre, ella solo nos decía: «Si sabes subir, tienes que saber bajar». Y allá que nos lanzábamos, trepa que te trepa. De hecho, si alguna vez nos vimos en situación de equilibrio arriesgado, no se nos advertía con un «¡Que te vas a caer!» sino que, muy al contrario, se nos ayudaba con un «Ten cuidado, fíjate bien y así no te caerás. Puedes de sobra. Solo tienes que fijarte bien».

Las palabras de mi madre configuraron nuestra realidad de niños. Y aún hoy siguen configurando nuestra realidad de adultos. Las palabras nuestras, las de todos, configuran nuestra realidad a cada rato, siempre. Y es una lástima que no seamos más conscientes de ello, porque evitaríamos manchar la realidad con los borrones que nuestras palabras acarrean a veces.

Un proverbio oriental dice «Sé lo que he dicho, pero no puedo saber lo que has entendido». ¡Cómo cambiarían las cosas si realmente supiésemos lo que decimos…! Y, sobre todo, si intentásemos aprenderlo con diligencia.

Este artículo de Concepción Maldonado es uno de los contenidos del número 10 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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