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Concepción Maldonado

04 Ene 2021
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Firmas

¡Asómate a la ventana!

Mi padre murió hace una eternidad. No nos dejó herencias, ni fincas, ni cuadros, ni títulos. Nos dejó su saber mirar la vida con ojos de asombro y con curiosidad de la buena.

Le gustaban las ventanas. Casi todas. Si fuera no estaba helando o si no caía el diluvio, las ventanas de mi casa siempre estaban abiertas, de par en par. A mi padre solo le disgustaba que se formasen corrientes de aire y que, en verano, los inevitables portazos le despertaran de la siesta…

«Las personas vivimos en casas con ventanas», nos decía. «Y tenemos que saber aprovechar esa suerte».

Sabía bien de qué hablaba; el dormitorio de su infancia fue un cuarto interior sin un mísero ventanuco que diera a la calle, y separado del comedor solo por una raída cortina de color rojizo.

Ya casado con mi madre, en cambio, las ventanas correderas de su dormitorio le permitían disfrutar de la luz mágica tan propia de las noches de luna llena. Y cada primavera esas ventanas hacían que fuera el primero de casa en detectar la llegada de los vencejos a Madrid.

La ventana de la cocina le divertía porque hacía de comunicador entre vecinos («¿Qué tal va ese reúma, Adelita?»); y porque, con lo comilón que era, le permitía jugar dos veces al día a adivinar por el olfato qué estaba guisando cada quien en su casa.

En la casa del pueblo, las ventanas tenían rejas y antiguas persianas de cuerda, que enrollábamos y desenrollábamos varias veces al día. Amagado ahí detrás, como se amagan las liebres, supimos muchos años más tarde que nos veía jugar, reír y pelear en la calle sin que nosotros nos diésemos cuenta. Ahí estaba el misterio de por qué nunca nos premió o castigó sin justicia: no solo escuchaba lo que le contáramos; tenía ya desde antes su propio análisis de lo ocurrido.

Le gustaban mucho las troneras y saeteras de los castillos y fortalezas que nos llevaba a visitar de niños. Nos colocaba justo delante de ellas y nos pedía que imagináramos lo fácil que era defenderse desde dentro y lo difícil que era asaltar el castillo estando fuera. «Guillermo Tell sí hubiera podido acertar y meter una flecha por aquí», le decíamos. «Sí», nos decía él, «pero tener buena puntería no sirve de nada si no eres más listo que el enemigo». Aprendimos así que abrirse al exterior es dejar un flanco descubierto, pero que, si actuamos con inteligencia, el control de la situación está siempre dentro de uno mismo.

Mi padre también nos enseñó a respirar la luz que entra por los ventanales en iglesias y en catedrales. Recuerdo la primera vez que visitamos el monasterio cisterciense de Cañas, en La Rioja Alta. Primero nos hizo rodear el edificio y nos señaló que las vidrieras no eran vitrales (no tenían cristales de colores, sino piedra). Nos preparó así para entrar en un edificio sombrío y en penumbra que, muy al contrario, resultó ser un prodigio de luz y claridad, gracias a la maravillosa simplicidad del alabastro. Y recuerdo también con especial cariño el rosetón de la catedral de Cuenca y su baile vivo de colores por las paredes de la nave central y por las rejas del altar mayor. «Un mismo sitio es distinto según sea la luz con que lo vemos», nos dijo. «Valorad qué suerte hemos tenido al captar estos minutos tan especiales de luz; si hubiésemos venido una hora más tarde, nada de esto se nos habría regalado». (¿Hace falta explicar que la víspera habíamos protestado lo indecible cuando nos dijo que había que madrugar para hacer aquella visita, sin que nosotros entendiésemos entonces por qué ni para qué, si aquellas piedras no iban a moverse del sitio, llegase nuestra familia a la hora que llegase?).

Mi padre nos enseñó también el sentido de lo aparentemente inútil. Recuerdo aquel pasillo de mi casa familiar: un largo corredor en forma de ele, con los dormitorios a ambos lados. Todas las puertas tenían encima una ventana inalcanzable, que no se podía ni abrir ni cerrar, y que, en algún caso, estaba incluso pintada con el mismo color blanco usado para lacar la puerta. En aquellos años, se puso de moda entre los niños un juguete-lámpara, con forma de gusanito, y que servía para dejar en el cuarto una luz encendida (la cabeza del muñeco) y combatir así el miedo a la oscuridad. Yo quería uno, yo ¡necesitaba! uno (siempre me dio pánico la oscuridad). Pero eran muy caros. Mi padre me explicó que ese juguete era para los niños que no tenían la suerte de vivir, como vivía yo, en una casa con montantes… Dio nombre a lo hasta entonces inútil, y me convenció, porque aquellos ventanucos tenían una función: dejar pasar una luz atenuada que nos acariciase de noche.

Nunca le gustaron, en cambio, los tragaluces. «Solo las ratas pueden acostumbrase a mirar a los otros desde abajo», decía con pena. Creo, sin embargo, que no quería recordar el ruido de las bombas cayendo mientras, con dos hermanitos en cada brazo, corría hacia los refugios.

Y siempre le disgustaron también las claraboyas y los celajes. Ver solo el cielo le daba pena si no podía asomarse y sentir el aire en la cara. Ver el cielo le gustaba en su terraza del pueblo, cuando con su escopeta imaginaria marcaba el paso de las torcaces; o cuando nos avisaba de que «las alúas» (hormigas con alas) estaban anunciando lluvia antes de tres días; o cuando el petirrojo que nos visitaba cada día pasó a tener nombre (Pichirrichi) y se convirtió en su amigo delante de los nietos, que asistían embobados a los diálogos entre el abuelo y el pajarito.

Mi padre había nacido en 1925. Y, ya jubilado, aprendió a usar el ordenador. Pidió que le pusiésemos un profesor particular en casa, y se puso a ello con ahínco. Estaba convencido de que así podríamos saber los unos de los otros en tiempo real cada vez que alguno de la familia viajásemos lejos. Y así fue. Muchas veces. Mi madre escribía largas cartas a mano; mi padre «las pasaba a ordenador»; y los dos, ni cortos ni perezosos, cogían un autobús y, seis paradas más allá, aterrizaban en un cibercafé desde donde «una señorita joven, muy simpática y amable», les ayudaba a mandarnos el archivo por correo electrónico. Era maravilloso leerlos a los dos… Mi padre supo abrir las ventanas informáticas y dejó que el siglo XXI entrase por ellas en su vida.

También llegó a viajar en ave. Primero, a la Expo de Sevilla; y luego, muchas veces a Ciudad Real, su tierra, su patria chica, sus raíces. El año 2000, ¡aquel su gran año en que llegó a ser Hermano Mayor de la Ilustre Hermandad de la Virgen del Prado!, no dejó de maravillarse cada vez que se subía al ave y tardaba solo cuarenta y cinco minutos en la misma distancia en la que él invertía más de seis horas cuando viajaba a Madrid a ver a su entonces novia, mi madre. Y, en todos esos viajes, apoyada la frente en aquellas ventanillas que no se pueden abrir, recordaba las ventanillas siempre bajas de los trenes de su juventud, y la de veces que en las cuestas cercanas a los Montes de Toledo los pasajeros tenían que bajarse y andar al lado de los vagones para que la máquina no se parase. Decía que las ventanillas de antaño servían para hacer amigos, y que las de ahora eran trampantojos del diablo, con la única finalidad de hacernos creer que los coches de fuera estaban parados en las carreteras…

Mi padre aplicó en el ave el «¡Pido ventanilla!» que aplicábamos sus hijos en el coche, y fue el viajero más feliz del mundo cada vez que intentaba leer el nombre de una estación y la velocidad del tren se lo impedía.

También viajó una vez en barco. Fue el primer viaje de mis padres desde que empezamos a llegar los hijos. Fueron los dos a Palma de Mallorca, y su gran aventura fue coger aquel ferri en Valencia. Nos contaba que nunca olvidó ya la diferencia entre ver el mar desde cubierta y desde el ojo de buey del camarote: «Veías lo mismo, pero no era igual», nos decía. «Ver, solo ver, no es comparable con ver y sentir en la piel».

Sin embargo, dos fueron las ventanas favoritas de mi padre en los últimos años de su vida: el mirador, con aquel sillón pesado e imponente desde el que se divisaban kilómetros de avenida y en el que se reía a carcajadas al oír a los obreros gritándose desde el andamio («tanto móvil, tanto móvil…», decía, «pero siguen llamándose a voces»); y su balcón del cuarto de estar, siempre lleno de gorriones que acudían al bebedero que mi hermano puso en las jardineras rellenas de «tierra del campo», así, sin más, para que no requiriesen cuidados y marcasen en la ciudad el mismo ritmo que el paso de las estaciones marca en los prados.

Mi padre nos enseñó a asomarnos a la ventana. Y a mirar. Aprendimos así a apreciar que nuestro «aquí» era el «allí» de los demás; que «nuestra derecha» podía ser «su izquierda»; y que nuestro «lejos» era su «cerca». Descubrimos que nuestro «salir» equivalía a su «entrar», y que no siempre su «ir» era «venir» ni su «llevar» era «traer». Años más tarde, ya en la universidad, aprendí que aquel fenómeno se llamaba deixis y que era lingüístico, no arquitectónico. Pero, para mí, esa «alegría de los pronombres» cantada por Salinas; esa conversión de mi «yo» en «tú» cuando me hablan; ese aprender que referirnos a los demás como a «ellos» es muy distinto que hablar de «nosotros» quedó siempre fijado en mi memoria como un rasgo arquitectónico que, ejecutado con la técnica adecuada, permite elevar los muros góticos hasta el cielo, inundando de luz los interiores.

Las ventanas nos abren al mundo, sí. Las ventanas permiten que nos asomemos a la vida que pasa por delante, y nos muestran ante quienes por allí pasean y nos miran. Pero ver no es lo mismo que mirar. Y no se ven las mismas cosas desde ventanas distintas. Tomar conciencia de la diferencia nos ayudará a asumir mejor cuál es la realidad que conocemos; nos evitará desilusiones innecesarias y nos orientará en la espera. No esperaremos divisar delfines desde un tragaluz, ni creeremos ver coches pasar delante de un ojo de buey; no nos quejaremos del sol en la ventanilla si no hemos calculado antes el sentido de la marcha del tren o del coche; y, sobre todo, no construiremos en nosotros troneras ni saeteras si queremos ser personas abiertas al mundo.

Este artículo de Concepción Maldonado es uno de los contenidos del número 8 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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