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Carlos Mayoral

07 Jun 2019
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Firmas

Walt Whitman, dos siglos como espejo del infinito

«Su alma del infinito parece espejo»
Walt Whitman, Rubén Darío

Antes de que el gris de la dictadura lo cubriese todo, el páramo cultural del siglo XX español aparece plagado de figuras únicas, artistas que dejarían en la razón del arte la quemadura de su ingenio. Sobre todo confluyen dos corrientes: una busca innovar desde el pensamiento crítico y la solución intelectual, véanse noventayochistas, novecentistas o miembros del 14; y otra busca renovar el sentido estético del arte, entendida esta renovación más como una actitud vital que como un matiz puramente artístico. Serán estos últimos los que se apoyarán en otro gran renovador de las letras, estas norteamericanas; el maestro de cuyo nacimiento se cumplen ahora dos siglos, el genial Walt Whitman.

Cuentan que por las calles de aquel París de principios de siglo XX vagabundeaba un hombre ajado, alcohólico, destruido, cuyo camino solía terminar en cualquiera de los pútridos bistrots de la capital donde dejaba que sus días se apagasen junto al coqueteo cirrótico. Manejaba un poemario de Whitman escrito en francés, y jugaba a traducirlo al español con diferentes sentidos, tal era la capacidad metafórica whitmaniana. Aquel nicaragüense destruido respondía al nombre de Rubén Darío, y había sido el encargado de renovar la estética de la lengua castellana con armas similares a las que Whitman había utilizado para renovar la inglesa. Décadas atrás, Darío había sido «El Príncipe». Nadie se atrevía a dar un paso por los anchos páramos de la poesía en español sin que el fenómeno del estilo modernista lo aprobase. Hablamos de los últimos años del XIX. Las repúblicas hispanoamericanas se habían librado del yugo español décadas atrás, y buscaban su propia identidad cultural. Pero no lo hacían mirándose a sí mismas (esto no llegaría hasta bien entrado el siglo XX), sino mirando a Europa y a un gigante al norte que crecía por instantes, unos Estados Unidos que, dicho sea de paso, también intentaban extraer de su interior la esencia. Allí Whitman encontró esa alma americana, la exprimió, la hizo suya, y terminó por colocarla en un discurso poético inigualable. Esa alma ya sí es reconocible como íntegramente estadounidense, e incluye rasgos identitarios como una elegía a Lincoln («Oh, capitán, mi capitán»), versos que hoy recitan de memoria en las aulas («Recoge mis hojas de hierba, América, recógelas al Sur y recógelas al Norte») y sobre todo un lenguaje lírico particular y fresco, alejado de las herméticas normas anglosajonas. A todo ello lo tituló Hojas de hierba, introdujo su retrato en plena portada —en lo que es la primera operación de marketing literario de la historia de la literatura—, y lo colocó en las calles. Las mismas calles que incrustarían al poeta en el frontispicio de la nueva identidad americana.

Darío tomó la determinación de enredarse en las barbas de Whitman y siguiendo la misma táctica moldeó un nuevo lenguaje poético, ahora en castellano, alejado de la hermética preceptiva española. La estética resalta ahora las formas, los colores, el simbolismo. La magia de una cultura hispanoamericana que aún no era capaz de mirarse al ombligo. Su impacto en toda la poesía en lengua de Cervantes es tal que al acabar el siglo ya cualquier poeta que se precie intenta ponerse a la cola del nicaragüense. Esto incluye, claro, el peaje de adoración por Whitman. Adoración que compartieron José Martí («El lenguaje de Walt Whitman corresponde, por la extrañeza y pujanza, a la humanidad de un continente fecundo en portentos tales»), Juan Ramón Jiménez (los dos grandes poetas del yo), Armando Vasseur (publicó el tomo Poemas de Walt Whitman), León Felipe (tradujo el Canto a mí mismo) o Jorge Luis Borges (échenle un vistazo al poema Camden 1892). Todos ellos, en algún momento modernistas, se agarraban a las barbas del poeta neoyorquino.

Años más tarde, la figura de un joven Lorca contempla con admiración lo que para una mente quijotesca como la suya no dejan de ser gigantes más que tristes moles de hormigón. Calles intrincadas bajo el cielo ceniciento del Bronx, el acento español al otro lado de las tapias, la humedad del Hudson penetrando hasta lo más profundo de sus perneras. Camina solo porque solo es como uno se encuentra a sí mismo. Y es que mucho se ha hablado de la estancia del granadino en Nueva York aquellos últimos años 20: se ha dicho que flirteó con la orgía, con las drogas e incluso con la muerte. Pero lo cierto y lo que realmente le importa a este texto es que Lorca, durante aquel trayecto, buscaba lo mismo que Darío, que los modernistas o incluso que las repúblicas latinoamericanas: perseguía una identidad propia. Y como todos ellos, encontró en Whitman un faro por el que dejarse guiar. Con el agravante, además, de que aquí el poeta de Camden atacaba lo más profundo del ser lorquiano: colocaba frente a él dilemas como la homosexualidad, como el conflicto entre el aburguesamiento y la realidad, como el tratamiento de la muerte que con tanta excelencia plasmaría en su teatro ya en España. Hay un Lorca antes, y hay un Lorca después de Nueva York. Un Lorca orgulloso por fin de las armas que le había cedido la lírica, el mismo orgullo que había sentido frente al párrafo del bardo norteamericano.

Y, detrás de Lorca, ¿qué? Pues detrás de Lorca todo. La esencia del 27, por ejemplo, que recogió de Whitman su concepción de la sensualidad y del erotismo; o Neruda, de torrencialidad inabarcable, renovador indiscutible, y quizás en tonalidad y ritmo poético el más parecido a Walt; o Pablo García Baena, que también le dedicó a Whitman las líneas maestras del grupo Cántico; o Vicente Núñez, integrante también de aquel grupo, que llegó a reflejar esta influencia en sus versos: «¿Y Federico y Gabriela con bufandas de anémona; / semejantes a inmensas obsidianas de Whitman?»; o el célebre poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, quien en su Cántico Cósmico se declara, directamente, discípulo del poeta norteamericano; o la poesía chilena, con la propia Mistral o con Huidobro, que lo tomaron por un prócer; y así un largo etcétera, porque todo su estilo continúa vivo dos siglos más tarde, como decía Darío en el verso del epígrafe, ejerciendo de espejo para el infinito. Ese estilo se respira al ver cómo hoy ya todos colocamos al poeta en el centro del producto literario, o cómo el verso libre ha colonizado la métrica. Mientras, que todo siga como predijo Lorca en su celebérrima oda para el poeta americano: «Bello Walt Whitman, duerme a orillas del Hudson / con la barba hacia el polo y las manos abiertas».

 

Este artículo de Carlos Mayoral es uno de los contenidos del número 3 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras, disponible en quioscos y librerías.
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