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Carlos Mayoral

15 Abr 2019
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Firmas

Filosofía y semántica

Entre el ruido y de las nueces, una noticia camina de puntillas por la actualidad política sin que la actualidad política recaiga demasiado en ella: la asignatura de Filosofía vuelve a ser obligatoria en todas las aulas. Y como siempre que se abre el debate al respecto, aparece la eterna pregunta: ¿Para qué sirve la filosofía? Aunque ya de por sí el hecho de plantearla habla del fracaso humanístico de nuestra educación, habrá quien con paciencia infinita aluda al espíritu crítico que despierta en el alumno, habrá quien afirme que nos ofrece una visión de la realidad mucho más nítida, quien crea que el discurso de los grandes filósofos es una descripción veraz del lugar del que venimos y del lugar al que vamos… y ninguno andará desencaminado. Pero a mí me gusta resumir todas estas mercedes y aun todas las que se nos ocurran en una sola: la filosofía le pone palabras a aquello que cruza por nuestra mente; es decir, la filosofía glosa nuestro pensamiento. Solo por eso, por la riqueza léxica que puede ofrecernos, incluir su temario en la enseñanza de un adolescente ya me parece una noticia maravillosa.

Permitan que intente ilustrar esta afirmación con algunos términos que en su origen nacieron o en su desarrollo se potenciaron gracias a esta indagación filosófica. Fíjese el lector, por ejemplo, en la palabra «ética», que se forma por la necesidad de ponerle una etiqueta semántica al movimiento filosófico que indaga en la conducta humana (ethos: costumbre, -ico: relativo a). Desde su origen griego hasta nuestros días, el término se ha ido asimilando, se ha moldeado al gusto del hablante, y hoy le da nombre a uno de los conceptos que rigen nuestra cultura. Es un ejemplo de hasta qué punto la palabra le debe matices racionales a la filosofía. Y no solo racionales, pues en el ámbito de la teología, por ejemplo, nos topamos con el término «fe», en cierto modo contrapuesto al saber, cuyo origen latino «fides»
intentó dar respuesta a la acción de creer en algo ciegamente, sin una base veraz que lo sustente. Hoy el término está completamente asentado, y como siempre su significado se ramifica hasta llegar a interpretarse como «intención» (mala fe) e incluso, en locución, como «certificar» (dar fe).

El dicho que asegura que toda la filosofía occidental son apuntes a pie de página de Platón también se ve reflejado a la hora de buscar esta conexión entre la filosofía y la semántica. Y es que fue el seguidor de Sócrates quien con más ahínco escarbó en los rincones del alma humana para ponerles nombre a aquellos dilemas aún ocultos. De él nos llega la popularización de términos como por ejemplo «academia», que así fue identificada su escuela por estar ubicada junto a unos jardines dedicados a Academo, héroe legendario de la mitología griega, o incluso ya coqueteando con el epónimo nos encontramos con «platónico», un término que el DRAE define como «honesto, desinteresado», y que se forma semantizando el célebre idealismo de Platón. E incluso la palabra «idea», que en sus múltiples derivaciones ha cruzado y cruzará varias veces por este texto, tiene mucho que ver con el padre de la filosofía occidental. Viene del griego ειδέα (apariencia, forma), y tiene relación con el verbo «ver». Es el deber de un filósofo, más aún en la antigua Grecia: corporeizar lingüísticamente conceptos. Con «idea», y a través del verbo «ver», Platón le da cuerpo a la intuición, a la visión intelectual.

Algunas tendencias filosóficas han calado tanto en el imaginario del pueblo que aún hoy se mantienen con la misma etiqueta lingüística como conducta vital del hombre. Es el caso del estoicismo griego, la escuela fundada por Zenón de Citio que predica la aceptación del destino por muy negro que este sea. Su adjetivo, «estoico», sigue tan vivo hoy como entonces. Ocurre algo parecido, ya en la Edad Moderna, con el positivismo. El término «positivo» (participio de ponere + tivus, es decir, «poner explícitamente») se potencia en el siglo XIX en contraposición al exceso de idealismo hegeliano. Este antiidealismo, basado por ejemplo en las teorías científicas de Newton, centra toda su corriente en lo «positivo», es decir, en lo «puesto explícitamente» contra lo puramente metafísico e imaginativo. Desde entonces, hay un ramillete de ciencias llamadas ciencias positivas por esta influencia filosófica.

No abandonemos la Modernidad, pues si bien es cierto que en la Antigüedad se produce una especie de explosión léxica por razones obvias, no lo es menos que los últimos siglos siguen necesitando las distintas corrientes filosóficas para potenciar términos. Pongamos el foco ahora en la palabra «progreso». Cuenta con una de esas etimologías curiosas: del latín progressus, se puede descomponer en «pro» (hacia adelante) y el verbo «gressus» (avanzar), y lo curioso es que «gressus» deriva del nombre «gradus» (peldaño). Pero, más allá de su nacimiento, hay que apuntar que no es hasta el siglo XVIII, en pleno Siglo de las Luces, cuando se establece la idea de progreso que hoy manejamos, como un desarrollo basado en la ciencia y en la razón. Los ilustrados blandían este término como contraposición al oscuro feudalismo medieval.

Otro ejemplo de giro semántico se produce con el término «estética», cuya raíz griega podría traducirse como «percepción». Sin embargo, en el siglo XVIII, ese mismo término es manejado por la filosofía alemana con el sentido que hoy le damos, es decir, con una estrecha relación con la belleza. Y podemos cerrar el círculo con el término «método», del latín methodus, que podría traducirse como «camino al más allá». Sin embargo, en el siglo XVII, el término se ramifica y pasa a utilizarse con otra noción: como el procedimiento que el filósofo necesita para alcanzar el conocimiento. Hoy, a partir de esta indagación filosófica, por etimología popular el significado se ha extendido a cualquier otro escenario, sin que el contexto sea necesariamente filosófico.

En definitiva, la vuelta de la asignatura de Filosofía es una buena noticia para la formación humanística de nuestros jóvenes. Porque precisamente ese humanismo, como su propia raíz indica, habla de formar al humano, de dotarle de esa cultura general que, en palabras de Unamuno, «dignifica y afina el espíritu». Y para ello necesitamos la mayor precisión a la hora de definir lingüísticamente aquello que nos dicta la razón. Así que, a la pregunta: ¿Para qué sirve la asignatura de Filosofía?, la respuesta es clara: resulta necesaria para clasificar semánticamente toda idea que conviva con nosotros.

 

Este artículo de Carlos Mayoral, escritor y columnista, es uno de los contenidos del número 2 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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