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Daniel Díaz

30 Jun 2020
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Por el amor de dos

Las fases del lenguaje del amor son como anillos de árbol. Bastaría seccionar el diálogo troncal entre dos enamorados para saber, con poco margen de error, cuánto tiempo llevan juntos. Llevo años estudiando el tema, no tanto en calidad de enamorado —lo estuve, lo estoy—, ni siquiera en calidad de escritor, sino gracias a mi oficio de taxista en una gran ciudad, con centenares de parejas de toda clase, edad y condición a mis espaldas. Quiero decir, que no es posible analizar los vericuetos del lenguaje del amor en carne propia, del mismo modo que un cirujano no puede operarse a sí mismo. En mi taxi, sin embargo, soy todo oídos. Y las parejas que paseo a diario o bien hablan mucho, o dicen lo justo, o apenas se dirigen la palabra (los silencios también ofrecen jugosas pistas). A veces solo basta un par de calles para saber, sin género de dudas, a qué anillo de árbol pertenecen. Las más sencillas de adivinar, por motivos obvios, son las parejas recientes con visos de continuidad. Cuando el amor aún presenta la consistencia de una masa viscosa y caliente que se escurre entre los dedos, el lenguaje se reduce a un partido de tenis de preguntas cortas, respuestas largas y ansiedad a raudales. Buscan agradar, venderse y querer comprar al otro al mismo tiempo: gustos, preferencias, ilusiones. Cualquier dato en común se celebra y sirve de excusa para acelerar el proceso («¿De veras? Guau… ¡A mí también me encanta Melendi! Precisamente tengo entradas para el concierto del jueves, y mi amiga no podrá venir… ¿Te apuntas?»). La táctica del tanteo, además, ayuda a configurar sendos mapas mentales que serán de gran utilidad en un futuro. Yo los llamo «enamorandos».

Luego están los arrasados por la bicha del amor que se distinguen del resto porque hablan raro. Sucede cuando ya creen «saberse» lo suficiente como para abrir su pecho en canal y llamar a Cupido. El flechazo resultante es figurado, pero provoca efectos similares a los de cualquier sustancia estupefaciente al uso: pérdida de apetito, falta de contacto con la realidad, sensación de hermetismo (el mundo en derredor se difumina; también el taxista), escasa o nula percepción del sentido del ridículo y un empleo del lenguaje, digamos, peculiar. Mientras las drogas hacen que se trabe el habla, el amor produce el efecto de soltar palabras casi al azar en su forma diminutiva. Pichoncito. Bomboncito. Caramelito. Si el pichón es una cría de paloma doméstica, pichoncito debería evocar un pichón recién nacido, famélico y sin plumas (imagen cualquier cosa menos romántica, pero así de enrevesado es el lenguaje del amor). O el bombón, en su calidad de dulce, debería resultar aún más apetecible aumentando de tamaño y no al contrario. La lógica pituitaria invitaría a llamar a la pareja «bombonazo», o incluso «adoquín» (caramelo típico de la ciudad de Zaragoza que se caracteriza por su gran tamaño), pero nada más lejos. Un bombón pequeño, o un «caramelito» no solo no sacia; además, objetivamente, suena cutre. De modo que el diminutivo, dicho en boca de un legionario cuarentón, o de un bombero ronco, no incide tanto en su significado literal, sino en la estética fonética que sugiere empequeñecerlo todo. Usar diminutivos por sistema resulta infantil, entendiéndose infantil como inocente. Y no hay conducta más inocente que el acto de abandonarse a los designios sentimentales de otro adulto.

Pero una vez asentado el poso del amor, llega el momento de calmar el ansia y plasmar la relación en lo tangible. El tercer anillo del árbol, o tercera fase, gira en torno a los planes. Para ello viene bien el mapa mental que ya empezó a configurarse al inicio, y que resulta una guía sumamente práctica. El diminutivo deja de usarse porque le resta empaque a la toma de decisiones. Ese «amorcito» se convierte en «amor», o ese «cielín» ahora es simplemente «cielo». Los apelativos cariñosos pasan de cumplir la función de agradar a la de ablandar al contrario hasta llevarlo al terreno oportuno. Decrecen en número palabras como «cariño» y crecen exponencialmente otras tales como «funda nórdica» o «Ikea». Se enfrascan en batallas dialécticas que a menudo resultan deliciosas por la sutileza que destilan. «¿Cortinas verdes y pared azul? Si quieres vivir dentro de una peli de Almodóvar, por mí estupendo, amor». La ironía no pretende ser dañina, sino dar a entender un desacuerdo sin llevar directamente la contraria.

La siguiente y cuarta fase está dedicada a los padres con niños menores de nueve años, cuyos temas de conversación giran en torno a los niños menores de nueve años. Incluso si consiguen aparcarlos una noche con los yayos para darse un frugal homenaje y acaban tomando mi taxi de camino a un proyecto de cena romántica, el tema sigue siendo el mismo. Los tiempos verbales futuros de la fase Ikea ahora son presentes continuos. Hablan del hoy con un horizonte de apenas dos días. Niños, trabajo, gestiones, y solo en ocasiones especiales se permiten el lujo de soltar comentarios fugaces de su pasado en común (tan nítido como irreversible). Son meros recuerdos de cuando sus días iniciáticos transcurrían a un ritmo normal y tenían algo llamado vida. Esta fase se mantiene, como digo, nueve años. Y los años siguientes, los previos a la emancipación de los menores, pertenecen a otra nueva fase en la que se tiende a hablar bastante menos, y a pensar bastante más. Las palabras clave que indican el inicio de esta fase son estas: «plan de pensiones». Aunque el hecho de seguir formando parte de la población activa les anima a contar anécdotas nuevas para el otro. Ya no buscan tanto seducir o ser seducidos como mantener a duras penas lo que sea que hayan construido juntos.

Por último, cabe destacar la fase de las bodas de plata, de oro, de platino, etcétera. En este grupo predominan dos principales variantes: los que hablan por los codos y los que guardan un silencio cómodo. No hay mucha diferencia entre ambos, ya que los primeros tienden a decir todo aquello que los segundos ya intuyen. En cualquiera de los casos, se conocen tan al dedillo que saben perfectamente qué comentario exacto hará el contrario y sin embargo lo escuchan con paciencia. A veces parecen competir en un concurso de obviedades, pero en el fondo les reconforta contar con la existencia de otra voz que, a golpe de tiempo, se acabó fundiendo con sus propios pensamientos. Y aunque parezca tedioso, el motivo ulterior de sus diálogos resulta de un romanticismo tan profundo, que ya quisiera el resto de las fases.

 

Este artículo de Daniel Díaz es uno de los contenidos del número 6 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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