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Daniel Díaz

18 Ene 2022
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Bla, bla, bla

En las grandes ciudades, el silencio es uno de los bienes más preciados. No duermes por culpa del ruido de la calle y, cuando duermes, te cuesta descansar debido al eco que reverbera en tu cabeza. Las paredes limpias, recién encaladas, necesitan de grafitis porque la ausencia de voces ya no es una opción. Todo son estímulos, matices, planes, pagos, horarios, atascos, colores, preocupaciones y peligros que no suelen ser tales ni mucho menos tantos, pero la televisión y el boca a boca los fomentan. Vivimos amenazados por circunstancias que probablemente no sucederán jamás. Caen macetas de balcones y matan transeúntes, pero nunca somos esos transeúntes. La constante amenaza del tiesto, sin embargo, nos sirve de motor para vivir siempre alerta y estresados; conscientes del enemigo a temer (ya sea un virus, la agencia tributaria o la ley de la gravedad). Y así es como la inercia se abre paso, hasta convertirse en el camino más plausible para la supervivencia. Y paralelamente a esto, entendemos la sociabilidad en términos comparativos: buscamos quién tiene más que nosotros para preguntarnos cómo lo ha conseguido. Nos hemos convertido en anuncios parlantes de nosotros mismos (las citas a ciegas son un buen ejemplo). El habla ya no es tanto un medio de expresión, como una forma de protegernos.

En mi taxi no todos los usuarios hablan, pero el que habla lo hace sin mesura. No hay término medio: o van distraídos manejando el móvil, o llevan auriculares para aislarse del cosmos, o se manejan con soltura en el silencio, o hablan por los codos. Respecto a estos últimos, y con independencia de quién inicie la charla (que versará sobre el tiempo meteorológico: el único tema aséptico e irrefutable), ambos nos sabremos abocados a evitar estar callados en lo que dure el trayecto. Es una especie de juego lingüístico, como aquel de las palabras encadenadas. O como la fase de calentamiento en un partido de tenis, lanzando bolas fáciles para asegurarte la recepción mientras estudias los movimientos del contrario. Hablas para llenar el habitáculo del taxi de algo más que aire. Hablas para romper un silencio susceptible de agravarse si es que la radio está apagada (no hay música o noticias que amortigüen), y el motor apenas suena nada o casi nunca (los taxis híbridos o eléctricos hacen hoy más denso e insoportable el silencio compartido).

Y aunque la conversación se inicie hablando del tiempo o del tráfico, ambos sabemos que el tema no suele dar para mucho: apenas para un par de calles o alguna más si uno de los dos conoce la previsión meteorológica de los próximos días. Por eso tendemos a buscar derivadas que se ajusten a la duración del trayecto. Nadie, por ejemplo, profundiza cuando el trayecto es corto. Y a la contra, si el trayecto se supone prolongado, buscamos adrede pasar de un tema a otro hasta encontrar aquel que incite un debate más profundo. Hoy, las vacunas y el covid-19 suelen copar las charlas prolongadas. Es común también pasar de lo genérico a lo propio, aunque esto dependa del grado de extroversión del usuario. Lo más difícil del proceso es encontrar el momento exacto para hablar sin «pisar» al contrario. Los silencios no suelen durar más de dos segundos, y el cruce de miradas (espejo retrovisor mediante) ayuda a establecer el sistema de turnos. Le miras, te mira y tragas saliva al tiempo que tu cerebro actúa rápido para salir de semejante atolladero. Pero a menudo en esas charlas no se aporta nada nuevo. Acaban del mismo modo que empezaron. Se trata de hablar por hablar porque ninguno de los dos suele incluir datos nuevos o susceptibles de impresionar al contrario.

Hablamos de lugares comunes y no puedo evitar preguntarme en secreto a qué se deben todas esas charlas vacías. Qué las motivan. Cuál es su objetivo, más allá de matar el tiempo (y, en tal caso, ¿por qué hay que matarlo y no dejarlo fluir?).

La respuesta podría estar relacionada con los códigos de conducta entre iguales inherentes al ser humano como animal sociable, pero también con la necesidad de llenar espacios sensoriales cuando son compartidos con perfectos desconocidos. En muchos casos, cuando el usuario de mi taxi no pretende ser gracioso, ni aportar nada nuevo, ni hacerse el interesante o alardear de sus logros, lo que busca es evitar formar parte de un mismo silencio. Un silencio interpretado como algo íntimo, privado y destinado solamente a ti y a los «tuyos». El propenso a las charlas vacías se siente intimidado por la simple presencia del otro en un habitáculo pequeño, y no es capaz de abstraerse de eso. Es un ejercicio de empatía no tanto hacia el contrario como hacia uno mismo: le surge la necesidad de hablar por hablar porque no es capaz de ensimismarse o de centrarse en sus asuntos cuando un desconocido comparte su mismo espacio. Sucede algo similar, por supuesto, en los ascensores, con el agravante de encontrarte frente a frente y en un espacio opaco y asfixiante.

En ocasiones pienso, también, que hablamos muchas veces por inercia para no escuchar, o para llevar el curso de la situación, o para evitar mantener un contacto más íntimo con uno mismo. Ahí fuera hay gente que no se soporta, o que no se conoce (o no quiere conocerse), y emplea su verborrea en modo automático y a modo de muro infranqueable. O también para escuchar el timbre de su propia voz, en una suerte de bucle infinito que, a la postre, tranquiliza porque el circuito cerrado te hace compacto. Hermético. Te sientes más presente y anclado a la vida cuando hablas con otro porque finges tener la situación bajo control. Un control que no es tal; es imposible adecuarse al ruido de una gran ciudad sin perder el control sobre ti mismo (y quien diga lo contrario, miente). He probado, por ejemplo, a hablar nervioso en mi taxi, como atropellado, trabándome, y aunque conduzca despacio y seguro, el usuario tiende en esos casos a agarrarse a la manilla de la puerta. La falta de seguridad en el habla se interpreta además como una falta de firmeza en todos los demás aspectos (la conducción incluida). Y al contrario: si conduzco rápido pero hablo lento, pausado y con empaque, el usuario tiende a viajar tranquilo. Aunque hable sin decir apenas nada y el usuario responda jugando a esa misma nada. El tono y la apariencia es importante en estos casos porque nadie hace uso de un taxi para ser más sabio, sino para desplazarse de un lugar a otro. El trayecto es un espacio hueco que precisa ser llenado. Y las palabras, cualesquiera, con o sin contenido, pesan más que el aire.

 

Este artículo de Daniel Díaz es uno de los contenidos del número 12 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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