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Daniel Díaz

25 Abr 2022
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Firmas

No mires a los ojos de la gente

Los ojos son el espejo del habla. Reflejan los destellos inconscientes del lenguaje, dotándolo de un sentido más humano. Cuando hablas, por ejemplo, con los ojos entornados, tus palabras suenan más acogedoras. Y un rictus hierático en la mirada del hablante proyecta frialdad. Pero también hay ojos de ironía, o de sarcasmo, o de ira. Y ojos que desmienten lo que uno mismo está diciendo. U ojos capaces de añadirle gravedad al drama implícito en la charla. Hablas, y apenas una ceja levantada puede cambiar por completo el marco contextual de tus palabras. La ceja actúa igual que el timón de un barco, cuando vira contra la corriente del lenguaje. Paradójicamente, a menudo el timonel actúa solo, desoyendo al capitán de las palabras. Medimos bien lo que decimos, pero los ojos se escapan al control de aquello que realmente intentamos transmitir. Tienden a volar libres y, en consecuencia, son interpretados por el otro con la misma libertad. Hay ojos creíbles, ojos increíbles y también miradas sucias. Y formas de mirar que, de tediosas, chafan el mejor de los discursos.

Vayamos por partes. Los que somos de natural introvertidos tendemos a evitar mirar fijamente a los ojos de nuestro interlocutor. Y cuando nos esforzamos en mirarlos, lo hacemos forzando métodos que enmascaren nuestro miedo irracional a un cruce directo de miradas. En mi caso, cuando soy yo el que habla, tiendo a fijar los ojos en el arco de su nariz (o más arriba, en su entrecejo); y ese esfuerzo adicional me impide prestar atención a lo que estoy diciendo. Y a la contra: cuando es el otro el que habla, desciendo la vista a su boca porque es la segunda mejor de las opciones: puede interpretarse en clave de lectura de labios, como dando a entender que no quiero perder ni el más mínimo detalle de su juego silábico. Pero en secreto, mirar su boca me confiere un descanso mental mayor que el de hablar fijando la vista en el arco de su nariz. Por eso prefiero que me hable cualquiera antes que hacerlo yo: no es tanto por escuchar lo que me dice, sino por evitar esforzarme en atinar mis ojos en un punto exacto allende su entrecejo. Mi método, sin embargo, cambió radicalmente y a peor por culpa de la covid y el uso obligado de mascarillas: ya no hay excusa para fijar la vista en la boca de nadie. Ya no hay boca ni labios que leer, y fijar la mirada en un trozo de tela sería tan absurdo como acudir a una discoteca y quedarte, copa en mano, mirando fijamente un altavoz. De modo que, en estos tiempos víricos y raros, cuando alguien me habla, he de continuar mirando el arco de su nariz o su entrecejo, y toda mi atención se centra prácticamente en eso. Y en consecuencia, por culpa de la pandemia, apenas presto atención a lo que me dicen.

El extrovertido, sin embargo, actúa con infinita ventaja. Se diferencia del introvertido en que el timonel es fiel al capitán de sus palabras, hasta el punto de no saber quién dirige a quién. Los más duchos en la extroversión son capaces de hablar primero con los ojos y usar después la boca como complemento. Manejan mejor los ojos que el verbo, y son perfectos conocedores del poder hipnótico que proyecta su mirada. De ahí que se me antojen peligrosos: su poder de convicción sobrepasa los límites propios del lenguaje. Algunos de ellos, incluso, manejan sus ojos igual que ventosas, y me miran tan fijamente que me hacen sentir profundamente intimidado. Y es por ello que me cuesta tanto prestarles toda mi atención. No es problema suyo sino mío, porque tiendo más a luchar internamente contra ese preciso escrutinio que a entender lo que sea que me estén diciendo. Y si esos ojos son de un color intenso, o excesivamente claros, directamente no me entero de nada. Asiento con la cabeza y poco más. Pueden estar vendiéndome un seguro de vida, o una suscripción a Caza y Pesca, que acabaré firmando con tal de evitar tremendo calvario. Supongo que el efecto que provoca el color de los ojos responde a la frase inicial de este texto: si los ojos son el espejo del habla, unos ojos oscuros presuponen un cristal tintado que no intimida en absoluto. Mientras que los ojos claros intuyen un espejo tan traslúcido, que invita a desnudarnos a los dos. Y esto, si eres tímido, acongoja harto más. Aunque si los dos contertulios son extrovertidos y de ojos claros, la imagen resultante bien merece un bol de palomitas. Lucharán a muerte por ganarle al otro en desnudo integral. Y de ese cruce de miradas (o de sables), saldrán chispas del color del ego.

Volviendo a la boca, a los tiempos prepandemia y a un mundo sin mascarillas, permíteme un consejo: procura no bajar la vista a la boca de tu interlocutor justo cuando termine de hablar y se inicie un silencio. Si lo haces, el otro creerá que pretendes besarle. Aquí los ojos son el cabo que lanza a tierra el marinero (para amarrar el barco de tus labios al puerto de los suyos). Pero al igual que sucede con el timonel de la ceja, el deseo de ese marinero no tiene por qué cumplir las órdenes del capitán de las palabras (ni las expectativas del capitán del otro barco). A este respecto, el lenguaje de los ojos y los besos bien merecería un texto aparte, pero puede resumirse en lo siguiente: el polo opuesto que sirve de imán para unos labios no se encuentra en los labios del contrario, sino en sus ojos. Describe un campo magnético en forma de X: de los ojos de uno a los labios del otro (y viceversa). Para los introvertidos como yo, solo en este caso nos tragamos la introversión y usamos la mirada para un propósito loable. Para todo lo demás, cualquier función de los ojos en el contexto de una charla es un auténtico engorro. Siempre será mejor hablar por teléfono, escribir whatsapps o hacer uso de unas gafas de sol tremendamente oscuras. De ahí que no esté conforme con el dicho «Ojos que no ven, corazón que no siente». Porque justo cuando no veo, o cuando los ojos no son parte esencial del curso de cualquier conversación, puedo permitirme el lujo de sentir los influjos de la palabra y navegar sin timonel. Los ojos, por lo tanto, pueden ser no tanto un arma poderosa como el talón de Aquiles del rostro. Pueden demostrar carencias, debilidades, traumas incluso (y a la contra, descaro). Por mucho que el discurso parezca sólido y bien conjugado, unos ojos tímidos, como los míos, pueden convertirlo en esa bragueta abierta sin querer. Pero es un tema mío, no hagas caso. Es mi bragueta y lo asumo. Por algo una de mis canciones favoritas es aquella de Golpes Bajos, «No mires a los ojos de la gente».

 

Este artículo de Daniel Díaz es uno de los contenidos del número 13 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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