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Marta Robles

22 Jun 2022
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Firmas

Palabras rotas

Decía el filósofo y escritor francés, además de grandísimo científico, Blaise Pascal que «los que poseen el espíritu del discernimiento saben cuánta diferencia puede mediar entre dos palabras parecidas, según los lugares y las circunstancias que las acompañen».

Hablar es un ejercicio social. Una puesta en común del pensamiento de las personas que las comunica entre ellas. El lenguaje nació con esa vocación: unirnos y darnos la posibilidad de intercambiar pensamientos y sentimientos. Gracias al lenguaje y a la interacción, los individuos, que biológicamente son seres humanos que no pueden ser divididos, nos transformamos culturalmente en personas. No se puede ser persona si no se vive en sociedad y no existe el intercambio. La sofisticación del alma humana en esas relaciones con otras se traduce, finalmente, en sus palabras. El problema es que no todos los hombres y mujeres gozan del acceso a su conocimiento y uso correctos. Dependiendo de la educación y también de la observación, sensibilidad y talento, las personas pueden manejar más o menos palabras, usarlas con la precisión debida o desvirtuarlas por completo e incluso volverlas armas arrojadizas contra otros o bumeranes contra sí mismas. Sobre todo, porque con el paso de los siglos han ido apareciendo infinidad de motivos para que muchas palabras se corrompan y pierdan su significado. ¿Cuáles son? ¿Por qué se pervierten las palabras?

En una entrevista del periodista y escritor Miguel Munárriz para Zenda, Luis García Montero, autor del libro Palabras rotas, asegura que «las palabras se corrompen de diversas maneras; primero utilizadas para mentir, y después utilizadas en una dinámica social donde se desprestigien algunas que son fundamentales para el vocabulario democrático». Y añade que le preocupa que «en el cubo de la basura estén palabras como verdad, como bondad, como amor, como política». El poeta se detiene -y es necesario hacerlo- en esta última palabra, ‘política’, con especial interés. «Fíjense -dice- que hay desprestigio en esta palabra que siempre se usa para mal. Y es verdad que la política está desprestigiada porque ha habido escándalos de corrupción, sectarismo, mentira…, pero es muy temerario desprestigiar la política como si los problemas de la política pudieran solucionarse desprendiéndonos de ella». Termina García Montero recomendándonos revisar el más sabio de los consejos a sus alumnos de Juan de Mairena (ese profesor ficticio creado por Machado): «Desconfiad de quien os diga ‘no os metáis en política’, porque eso es que quiere hacer la política, sin vosotros o contra vosotros». Gran sugerencia del director del Instituto Cervantes, de cuyas palabras se desprende que el riesgo de desvestir a la política de su significado, y de alinearla con la mentira y la farsa, es tan peligroso como convencer al pueblo de su inutilidad e incluso de su nocividad, sin alertarlo de lo imprescindible que es para el desarrollo de las civilizaciones su propia participación.

Más allá de las manipulaciones severas de palabras básicas para las relaciones humanas y la democracia (a veces intencionadas y otras, inconscientes), está el deterioro de las palabras cotidianas, por su uso perpetuo en frases hechas y lugares comunes, que van haciendo que pierdan su sentido cada vez que se pronuncian.

Contaba el ingenioso escritor estadounidense Mark Twain que «la diferencia entre la palabra adecuada y la casi correcta es la misma que entre el rayo y la luciérnaga». El primero te parte en dos, la segunda te ilumina y te llena de magia, añado yo. Colocar la palabra justa en el contexto debido no solo proporciona el inmenso placer de sentirse comprendido con exactitud, sino que embellece cualquier pensamiento e incluso la propia relación establecida con quien se comparte. Por desgracia, parece que el tiempo no nos ha curado de obviedades y perogrulladas, y cada vez somos más proclives a «esas grandes palabras que nos hacen tan infelices», que decía el grandísimo escritor dublinés James Joyce. Por ejemplo, la tan manoseada palabra ‘verdad’ o la no menos gastada palabra ‘autenticidad’. Tan enormes y pesadas como mortales en ocasiones. Y tan frecuentes en el siglo XXI. La verdad, siempre asociada a lo bueno, a lo justo, a lo proporcionado, a la virtud, puede ser, sin embargo, esa arma blanca, peligrosamente afilada, que se blande sin compasión y se hunde hasta el fondo del ánimo de quien no ha pedido conocerla.

Nada es bueno ni malo, incluidas las palabras, si se extirpa del contexto adecuado, que es lo que ha de proporcionarle su sentido. Los que presumen de ‘auténticos’ son demasiadas veces terroristas de la verdad, que la utilizan como una bomba destructiva contra cualquier semejante desprotegido. Pero ¿como resguardarse de esa lluvia de palabras que han quedado vacías de contenido? En un mundo donde todo son ‘maravillas’, ¿qué espacio queda para lo simplemente ‘bonito’ o ‘grato’, que tanto facilita la vida y la convivencia?

El amor es otra de esas palabras enormes que se han convertido en pequeños simulacros de sí mismas. Ya no hay diferencia entre amar, querer o tener cariño, todo rueda en la misma pelota de unas emociones inexistentes, que aparecen en mensajes comunes para toda una comunidad, en la que solo se varía el nombre y cuyos textos son puro engaño. «Mi muy amada, venerada y admirada fulanita…» ¿Se puede encabezar así un wasap que se va a enviar a las ochocientas ‘amigas’, a las que se quiere endosar un trabajo propio para publicitarlo y sacarle rendimiento? ¿Es lícito engañar tanto con palabras tan importantes, que dirigidas a tantos no quieren decir nada? Bajemos un escalón y coloquémonos en el día a día, donde el marido llama ‘cariño’ a su mujer, a la camarera que le sirve el primer café de la mañana o a su perro, y donde la mujer hacer lo propio con su hijo, su compañera de colegio, la asistenta y la gata de la vecina… O donde aparecen cientos de mensajes de teléfono instantáneos de unos y otras acabados con un grandilocuente ‘te quiero’. ¿Hay peor engaño que el de pretender un vínculo emocional a través de una declaración tan importante?

«Hay palabras que solo deberían servir una vez», concluía el diplomático, político y también escritor René de Chateubriand. O quizás alguna más. Pero no tantas. Ni para tantos. A veces, el hechizo del lenguaje está en decir las mismas cosas con palabras distintas. Palabras dedicadas a cada momento, a cada persona, a cada discurso, a cada sentimiento.

 

Este artículo de Marta Robles es uno de los contenidos del número 14 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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