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Lola Pons

18 Feb 2019
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Malamente (tra, tra) no es tan malo

Es el estribillo de la canción de Rosalía. Suena en primer plano su voz flamenca mandando con fuerza al son de palmas: Malamente, ¡mira!, ¡tra, tra! mientras que de fondo la misma cantante musita como quien repite un tantra: mu’ mal, mu’ mal, mu’ mal. Aunque no salen en el vídeo, podemos imaginar muchas caras de hispanohablantes pasmados ante la frescura de un malamente que suelen condenar los libros sobre buena escritura en español. ¿Es una forma andaluza, usada por esta cantante catalana para recrear más propiamente un imaginario flamenco en su música? ¿De verdad está muy mal lo de decir malamente?

Ponte la canción de Rosalía de fondo y transforma el tra-tra en tres, tres: los argumentos que necesitamos para entender por qué, al menos dentro de la gramática y la historia del español, malamente no es tan malo como nos lo pintan.

El primer argumento es el propio esqueleto de malamente. Todos los adverbios que acaban así se refieren al modo o manera con que hacemos algo (hablamos pausadamente, nos quejamos amargamente). En todos los casos, combinamos la palabra mente (la misma que usamos en español cuando decimos que alguien tiene una mente maravillosa) con un adjetivo que concuerda con ese sustantivo femenino. Metemos a la mente en el cuerpo de un adjetivo para crear un adverbio, y hacemos esa estupenda combinación desde la época latina. Lo que empezó siendo un conjunto de palabras cuyo significado se percibía de manera separada (hazlo con buena mente) empezó a soldarse hasta que mente quedó como una terminación capaz de adjuntarse a cualquier adjetivo para convertirlo en adverbio.

Malamente no esconde ninguna desviación con respecto a la formación normal de cualquier adverbio que termine en –mente: parte de un adjetivo en femenino (mala, el mismo que se emplea en una frase como lo has hecho de mala manera) y adhiere a ese adjetivo una mente detrás.

¿Qué problema hay? Ninguno. Es verdad que ya hay un adverbio mal y que podríamos decir lo has hecho mal en lugar de
malamente, pero que exista una forma adverbial sin -mente no impide que usemos la forma con esa terminación. Por ejemplo, alguien podrá decir de mí que hablo rápido (donde rápido es un adverbio, no varía en género) o que hablo rápidamente. Y nadie le tiraría piedras a ese rápidamente porque exista un rápido adverbial. ¿Por qué se las tiramos a malamente? Vayamos al segundo argumento.

El segundo argumento es histórico: ¿desde cuándo hay malamentes en nuestra lengua? Pues prácticamente desde el principio; si damos al castellano por nacido en el siglo IX y asumimos que por puro azar no todas las palabras se documentan desde el minuto uno, podemos colegir que nuestros antepasados decían malamente, ya que lo encontramos desde los primeros textos tanto en la escritura notarial como en la literaria. Un texto legislativo del siglo XIII, el Fuero de Viguera, castigaba con una multa de dinero a «Todo omne que feriere su mujer et sus parientes lo segudaren malamente», o sea, a todo hombre maltratador seguido en su maldad por sus parientes para pegar a la esposa. Ya en esa época había malamentes (y, qué pena, también maltratadores). Por su parte, las obras que tratan sobre lengua incluían malamente como parte del repertorio léxico del español sin marcarlo como rústico o vulgar. Por ejemplo, el sevillano Antonio de Nebrija incluyó mal y malamente en su diccionario español-latín de 1495 y en el siglo XVIII la Real Academia también metió a malamente en su primer diccionario. Si está bien formado y hay ejemplos que acreditan antigüedad y extensión, ¿por qué hoy restringimos el uso de malamente y lo consideramos malo? Pasemos al tercer argumento, que es el social.

No es la gramática ni la historia sino nosotros, los hablantes, los que decidimos prestigiar o condenar las palabras. No pasa nada si dices malamente; de hecho, atrévete y prueba a decirlo ahora que estás leyendo esto a solas: musítalo y te aseguro que no se te aparecerá la chica de la curva para castigarte. Sí, nada impide gramaticalmente ni históricamente usar ese adverbio, pero el hecho es que yo misma me cuidaría de decirlo en una situación en la que mi forma de hablar fuese un componente relevante de mi imagen social. Sé que si en una conferencia aviso que las fotocopias han salido malamente, muchos de los asistentes se sorprenderían y desconfiarían de mi capacidad.

Si una lengua es un edificio de variedades (la formal, la informal…), somos los hablantes los que decidimos que unas formas se incorporan a ese vehículo no marcado de comunicación que es el estándar y otras formas no. Podemos incluso, como hemos hecho con malamente, sacarlo del grupo de formas prestigiadas y hacerlo descender al infierno de las palabras castigadas por el azote del buen estilo, junto con otros dos adverbios de su misma familia: mismamente y mayormente.

Aunque los hablantes eviten usarlo en contextos académicos o formales, malamente sigue vivo en español y no solo en Andalucía, aunque en esta comunidad se encuentre con una frecuencia mayor. Si estudiamos las fuentes que nos sirven para reconstruir el comportamiento de las distintas variedades geográficas del español (atlas lingüísticos como los dirigidos por Manuel Alvar, colecciones dialectales como el Corpus Sonoro del Español Rural dirigido por Inés Fernández-Ordóñez), encontramos malamentes en provincias como Burgos o Cáceres, así como en zonas catalanohablantes (recordemos que en catalán también se da malament) y, por supuesto, en provincias andaluzas como Sevilla, Huelva, Granada o Cádiz. Fuera del español peninsular se documenta igualmente; en el Atlas lingüístico y etnográfico de las Islas Canarias, la respuesta a la pregunta «Lo que no está bien hecho, ¿cómo está?» fue mal en todas las islas salvo en El Hierro, donde dijeron malamente.

Ni está mal formado gramaticalmente ni restringido territorialmente; el límite para malamente es social y de valoración. Somos los hablantes los que modernamente hemos conceptuado mu’mal, mu’mal, mu’mal, mu’mal a malamente, hasta convertirlo en el cristalito roto con el que se abre la canción de Rosalía.

 

Este artículo de Lola Pons es uno de los contenidos del número 2 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras, disponible en quioscos y librerías.
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