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Lola Pons

09 Sep 2019
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Firmas

La traducción de una catedral incendiada

El edificio que tristemente se incendió el 15 de abril de 2019 fue la catedral de Notre Dame de París, pero ese mismo lugar se ha llamado en español, según las épocas, Nuestra Dama de París, Nuestra Señora de París o incluso… Catedral de Sevilla.

Como sabemos, era costumbre habitual de otro tiempo traducir cuantos nombres propios venían desde otros idiomas. Los nombres de persona o antropónimos conocieron tempranas traducciones al latín desde sus respectivas lenguas europeas: Erasmus van Rotterdam, por ejemplo, fue vertido al latín como Desiderius Erasmus Roterodamus. En general, se pasaban al latín los nombres que se extendían por vía libresca como forma de introducirse en una tradición de nombres latinizados. Elio Antonio Martínez de Cala y Jarava, gramático nacido en Lebrija (Sevilla), latinizó su apellido hacia Nebrissa, Nebrija o nebrisense mirando hacia el nombre latino de su tierra natal.

Junto con la traducción al latín, funcionó también en otro tiempo la traducción a la propia lengua, hábito que se ha mantenido hasta el siglo XX. Erasmo fue pasado al castellano como Desiderio Erasmo de Róterdam, Johan Sebastian Bach fue Juan Sebastián Bach, a Stalin le pusieron de nombre José… Y ello se trasladó también a la ficción: Charlie Brown, el dueño de Snoopy, fue Carlitos para buena parte de la comunidad hispanohablante; Scarlet juró que no pasaría hambre como Escarlata; Piolín se nos quedó para siempre como el nombre español de Tweety y, en México, Homer Simpson es Homero (pobre aedo griego…). En general, hoy no se traducen ya los nombres propios de persona al español. No hablamos de los escritores Estéfano Zweig y Alicia Munro sino de Stefan y Alice, aunque sí, siguiendo la normativa académica, escribimos con las reglas ortográficas del español esos nombres adaptados que mantenemos: por ejemplo, le ponemos tilde a Víctor Hugo o a Martín Lutero.

Con la toponimia la situación es más variable. Nos referimos al reino de Tolosa para nombrar el importante territorio que funcionó como federado de Roma en el siglo V, pero hoy no llamamos a su capital otra cosa que Toulouse, igual que hemos dejado de denominar como Angulema a Angoulême. En cambio, mantenemos traducciones como Londres, Múnich o Ginebra para London, München y Genève. La discusión moderna entre topónimos de España como Lleida y Lérida o entre Hondarribia y Fuenterrabía muestra la existencia de versiones al español de los nombres de lugar que se mencionan y citan mucho en nuestra lengua. Si de New York tenemos una versión traducida Nueva York pero de la New Haven de Connecticut no hemos hecho un ‘Nuevo Refugio’ es porque la primera ciudad ha aparecido con profusión en los libros y relaciones comerciales españolas y la segunda no.

Con este panorama de tendencia a la traducción del nombre propio, no cabe sorpresa: la novela de Víctor Hugo Notre Dame de Paris (1831) fue traducida al español en el siglo XIX como Nuestra Señora de París y las películas de animación que se rodaron a fines del siglo XX inspiradas en ese mismo libro fueron, en cambio, tituladas El jorobado de Notre Dame (y no El jorobado de Nuestra Señora).

La dama de la catedral se hizo, pues, señora y habitó en nuestros textos con notable profusión. En el mismo siglo XIX, hablando de Toledo, dice Pedro Antonio de Alarcón (Mi primer viaje a Toledo, 1858) con rivalidad patriótica: «Allí hay portadas más bellas que las de Nuestra Señora de París y que las elegantísimas de las catedrales de Burgos y Sevilla». En el XX, Baroja dice que «Nuestra Señora de París» le contagió «el sarampión gótico» (Desde la última vuelta del camino).
Y en el ámbito del español americano, Cortázar hace que Horacio le aconseje a La Maga de Rayuela toda una lista de entretenimientos entre los que está leer la célebre novela de Víctor Hugo u otra decimonónica, Las lobas, de Dumas padre: «Basta. Andate. Andá al hotel, date un baño, leé Nuestra Señora de París o Las lobas de Machecoul, sacate la borrachera».

Con todo, esta no fue la única traducción que tuvo la catedral parisina. Además de señora, la catedral también fue conocida como dama. Si la obra literaria se consagró traducida al español con tal nombre, muchas de las menciones a la propia construcción religiosa se hicieron en español con aún mayor fidelidad, apostando por el nombre ‘Nuestra Dama’. Así, el historiador madrileño del Siglo de Oro Luis Cabrera de Córdoba en su famosa Historia de Felipe II narra el juramento que hizo el rey Enrique «en la iglesia de Nuestra Dama».

Pero la traducción más curiosa y libre de Notre Dame la hallamos en una novelita obra del escritor romántico catalán Ramón López Soler (1806-1836) llamada La catedral de Sevilla. Tres años después de que apareciese la novela de Hugo, López Soler se inspiró en la obra del francés, la acortó a ratos, la plagió en otros y en general la adaptó a la realidad española para publicarla con el título La catedral de Sevilla bajo el seudónimo autorial de Gregorio Pérez de Miranda. En esa novela de 1834, López mantuvo los argumentos y el estilo de Hugo, pero modificó los personajes para traducirlos lingüística y culturalmente a la realidad española. Lo que originalmente en la novela francesa era una trama desarrollada en 1482 con la historia desdichada de la gitana Esmeralda, el archidiácono Claude Frollo, el jorobado sordo Quasimodo y el poeta Pierre Gringoire, se tradujo en la versión española de López Soler como Sevilla en el siglo XIV, con la gitana Esmeralda (aunque en la época de Pedro I el Cruel aún no hubieran llegado gitanos a España) y unos anacronismos tiernos y descacharrantes: Claude Frollo es traducido como Claudio de Molendino (posiblemente se inspiró López Soler en el adjetivo italiano frollo ‘débil, suave’ que se traduce en latín mollis ‘blando’), el poeta Pierre Gringoire se convierte en Pedro… ¡de Nebrija! y Notre Dame es… la catedral de Sevilla. Es la traducción llevada al extremo, la traducción que adapta y versiona hasta cambiar la autoría, un tipo de práctica muy alejada del concepto que tenemos hoy, cuando concebimos la traducción como un ejercicio aséptico y poco intervencionista. Ha cambiado nuestra forma de traducir.

No cambia, con todo, la impresión que nos produce la destrucción de algo bello. Alfiler de París se llamaba en español al clavo hecho con alambre de hierro que tenía cabeza plana y la punta en forma picuda. El particular alfiler parisino que se desplomó en abril de 2019 ha quedado clavado en nuestra memoria. Aunque la conocíamos solo como Notre Dame, resultó que la iglesia parisina seguía siendo en nuestros afectos… nuestra señora.

 

Este artículo de Lola Pons es uno de los contenidos del número 4 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras, disponible en quioscos y librerías.
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