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Lola Pons

27 Oct 2022
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Aquí está Andalucía

Todos los edificios tienen una historia en papel como huella de su construcción (la tiene, por ejemplo, este teatro: permisos, licencias, registros en notarios…). Aquí en Valladolid, a 400 metros de donde yo les hablo ahora, la catedral como construcción atesora el registro de su historia en papeles: los planos previos, los pagos a los alarifes, pero también… una cartilla.

En 1583, el cabildo de esta ciudad le pidió al rey Felipe II que le concediese la exclusividad de venta de las cartillas de lectura en España y América; se buscaba así que los ingresos logrados por la venta de esos libritos para aprender a leer sirvieran para sufragar la construcción de la nueva catedral. Durante siglos, cada ejemplar de la cartilla de la doctrina cristiana que alguien compraba para aprender a leer le daba un dinero a la hucha de los cimientos de esta catedral de Valladolid.

Las cartillas de la doctrina cristiana, impresas hasta mediados del XIX, fueron seguramente millones de cartillas, quizá más de 70 millones de ejemplares. Cuantos más ejemplares se imprimían, distribuían y compraban, más se avanzaba en la construcción; si había una bajada de ventas, había un parón en los andamios. La ecuación es tan clara como extraordinaria: a más españoles alfabetizados, más alta y ancha era la catedral. Que la alfabetización social haya construido esta catedral de Valladolid es un digno mérito para el edificio y para esta ciudad, que puede decir que tiene piedras hechas de letras, piedras letradas.

A todos nos impresiona la grandeza y el lustre de una catedral: construcciones que se levantan en fases, en varios siglos, que muestran la mejor cantería de su tiempo. Yo vengo de Sevilla, donde estudié Filología Hispánica y donde enseño e investigo en la Universidad de Sevilla, un edificio precioso que paradójicamente fue en otro tiempo una fábrica, la de tabacos; la Facultad de Filología está sita a muy pocos metros de una catedral imponente, de locura, la Magna hispalense. Les digo esto porque conozco el privilegio de trabajar en un edificio monumental, localizado en un entorno histórico de excepción y, pese a ello, para mí la mayor construcción no es ninguno de estos edificios: ni las catedrales ni los otros grandes monumentos que la mente humana ha concebido y los brazos han cimentado. La mayor construcción humana que yo concibo es la lengua con que, por ejemplo, describimos los monumentos y las catedrales. La sintaxis forma los contrafuertes, los cristales y la azulejería forman el vocabulario, la pronunciación es el paramento y la techumbre la dan en su altura las lecturas, porque solo la literatura da altura y nivel a la lengua. Por eso, siendo menor, no hay libro más importante que una cartilla, porque ese es el primer libro.

No hay arquitecto que supere la grandeza de quien se sienta al lado de un crío y lo ayuda a aprender a escribir con esos palotes que son pilares de un proceso de alfabetización. La de la lengua es una catedral que se construye sin planimetría, sin cronograma de ejecución; se construye sola, no conoce otra tensión en los materiales que la que externamente le producimos nosotros, los hablantes, si intentamos meterle el pie forzado de politizarla.

La lengua es la catedral en la que yo oro y ante la que me postro. Y cualquier lengua es buena para orar: las de España, por ejemplo, todas las de España, en cualquiera de sus acentos. El mío es este que oyen. Y aquí no hay hereje, pero sí camino. Les hablo en la misma lengua que pasó por Valladolid para llegar en su camino al valle del Guadalquivir, que en la Edad Media sobrepasó Sierra Morena hasta Andalucía. Yo he hecho hoy el camino inverso hacia el norte para decirles «aquí está Andalucía». Para narrarles que en 1583, cuando se empezaban a distribuir esas cartillas que tanto ayudaron a esta ciudad, ya en Sevilla estaba asentada una nueva forma de pronunciar el castellano, que legitima un nuevo nombre para el idioma, el de español. Era la época en que se estaban embarcando libros para América que desde el puerto de Sevilla llevaban desde Andalucía ficciones europeas al otro lado del mar y que, de vuelta, alimentaban historias, músicas y crónicas renovadas felizmente con la impronta americana.

Aquí está Andalucía, con una oración a esa catedral que es la lengua, que, si se formula, suena con mis compases: con eses aspiradas, con la velocidad y el ritmo con que se habla en Andalucía; sonidos y acento que no son de herejía y que han aprendido a leer con la cartilla de ustedes, esa cartilla que construía la hermosa catedral de esta ciudad.

Si en esa catedral que es la lengua pudiéramos elegir patronos y retablos, yo tendría en mi altar a Antonio de Nebrija, del pueblo sevillano de Lebrija, por sus proezas lingüísticas: escribir una gramática para el español y dos diccionarios que merecen un templo, pero lo tendría también por sus grandes pequeñeces: incluir en su diccionario el verbo aljofifar, o sea, fregar el suelo de rodillas con el trapo o aljofifa, una palabra que hoy siguen usando en Andalucía quienes ya no hincan la rodilla en tierra para limpiar; tendría a Juan de Mena; a las mujeres que cantaban romances todavía en el siglo XX.

Tendría a otros patronos tutelares: mi profesor de lengua del colegio, mi maestro Manuel Ariza, la suma de mis libros, las novelas de don Miguel Delibes, las palabras que aprendí viviendo fuera de España, las piedras con que se ha construido mi variedad, hija de mi entorno y de mis circunstancias, de las mías propias: Sevilla y Ronda antes que yo, la universidad de Sevilla conmigo, las otras universidades en las que he trabajado, los medios de comunicación que hace un lustro empecé a frecuentar y que me han regalado tantas experiencias bonitas.

Estas son mis piedras letradas. Y hoy yo invoco esta oración, la rezo, santifico a la lengua que está en los libros y en la calle, bendigo las piedras letradas que la construyeron, las piedras de Valladolid por las que paseó don Miguel Delibes y por donde habrán paseado tantos lectores que llevaban en su cabeza o en los paquetes de las librerías a El hereje, El camino, la Señora de rojo sobre fondo gris, Los santos inocentes… las novelas que nos enseñaron a entender desde la ciudad la lengua del campo o a reconocer desde el campo el paisaje de animales, de hierbas, de voces que sonaban en la España del siglo XX; las piedras letradas de tantas crónicas periodísticas de Delibes que alimentaron el feliz encuentro entre literatura y periodismo.

Mi oración no pide nada, yo me dirijo a la catedral de la lengua con una oración de gratitud. En primer lugar, expreso mi gratitud al jurado de estos premios Miguel Delibes de Periodismo que ha puesto mi nombre en un listado abrumador de nombres previos de ganadores. Doy las gracias a la Asociación de la Prensa de Valladolid, a la Fundación Miguel Delibes, a Unicaja Banco y a todos los patrocinadores de este premio en reconocimiento a los textos en prensa sobre la lengua española. Y por último, expreso mis gracias infinitas a quienes me abrieron sus casas de papel y de aire, compañeros de periódicos y radios.

–Gracias a los lectores de mi añorado Verne-El País que me acompañaron en textos donde hablé de dónde está Barataria, la ínsula de Sancho, o por qué hay una guerra en el subjuntivo.
–Gracias a El País, en cuya sección de Opinión he podido explicar que no solo hay una España vaciada, sino también una lengua vaciada, o que Alfonso X llegó a la Luna antes que Estados Unidos en el nombre de un cráter.
–Gracias al director de la revista Archiletras por su confianza en el encargo de un monográfico especial de Archiletras sobre la variedad andaluza. Gracias, Arsenio.
–Gracias a los que me abren semanalmente los micrófonos de la radio para hablar de cosas de la lengua, de comunicación y discapacidad, del día a día lingüístico, las letras, las lenguas: el programa Hoy por hoy en Cadena Ser (gracias, Àngels); Días D Andalucía en Canal Sur Radio donde hablo del andaluz (muchas gracias, Domi).

El aire de la radio me reactiva cada semana, el compromiso de la columna semanal en prensa me vincula a la escritura, me pone la pluma en la mano. Y esa pluma para mí es una manera de volar por encima de este panorama triste pandémico.

Gracias a quienes habéis venido hoy a acompañarme: rector y vicerrector de la Universidad de Sevilla, mis amigos, mi familia… Ustedes pueden decir que a su catedral la construyeron las cartillas; yo puedo decir que mi sitio en el mundo me lo ha dado la lengua, explicarla en las clases y en los medios, investigarla en publicaciones científicas. Y eso es una suerte tan grande como una catedral. Muchas gracias.

 

Este artículo de Lola Pons es uno de los contenidos del número 15 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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