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María del Carmen Horno

07 Oct 2020
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¿La intención es lo que cuenta?

Durante décadas, los filósofos del lenguaje pensaron que el objetivo de los hablantes cuando conversaban era la transmisión de información. Sin embargo, como advirtió Austin a mediados del siglo XX, la verdad es que en la interacción, lejos de limitarnos a describir el mundo que nos rodea, queremos hacer muchas otras cosas: queremos entretener, seducir, complacer, crear un vínculo; ansiamos expresar un deseo, sincerarnos, ser comprendidos, enamorar; deseamos guardar distancia, mostrar enfado, recriminar, abochornar, herir, provocar. Queremos cambiar nuestra vida y la de los que nos rodean. O queremos mantenerla tal y como está, libre de cambios.

De hecho, un asunto crucial en la interacción es, precisamente, reconocer la intención de nuestro interlocutor para poder ajustar de forma adecuada nuestra respuesta. Si no fuéramos capaces de descubrir las intenciones de los demás, las conversaciones serían un fracaso. Pongamos un ejemplo: si alguien nos dice: «Me gustaría que vinieras mañana a ayudarme», es importante reconocer que no se trata de la simple expresión de un deseo íntimo y sin consecuencias del hablante, sino que, al menos en la mayor parte de las ocasiones, se trata de una petición de ayuda.

Pero ¿es realmente suficiente con reconocer esto? ¿Me basta con saber que no es la expresión de un deseo, sino una petición, para que mi respuesta sea adecuada? Tal y como nos cuenta López de Lizaga (2015), el filósofo alemán Jürgen Habermas difiere de la propuesta clásica de Searle y considera que captar la intención del hablante no es suficiente para comprender sus palabras. Para él, es importante también conocer qué razones tiene. Así, en el ejemplo anterior, más allá de reconocer que se trata de una petición, es importante saber los motivos que la legitiman: tener en cuenta si el hablante se basa en una fuente de autoridad o reglamento (por lo que será una orden) o si por el contrario se basa en la compasión (y es un ruego) o en la pretensión de poder (y será una amenaza). Toda esta información es, como vemos, sumamente pertinente para comprender realmente las palabras de nuestro interlocutor y poder escoger mejor la respuesta.

La pregunta interesante aquí es, en cualquier caso, cómo hacemos los seres humanos para calcular esto. Porque a pesar de que en ocasiones nos podemos equivocar en nuestro juicio, lo sorprendente es, precisamente, que otras muchas veces acertamos. ¿Cómo lo hacemos?

Para Searle, el hablante accede al contenido literal (proposicional) del enunciado y, en el caso de que esta interpretación no sea adecuada para el contexto, debe inferir que la intención del emisor es otra. Sin embargo, esta explicación no se ajusta a los datos empíricos. Los psicolingüistas han descubierto en el laboratorio que la interpretación de la intención de los demás es extraordinariamente temprana. Que se produce, de hecho, en los primeros milisegundos de la interacción. Por tanto, la hipótesis serial clásica no es correcta, pues no esperamos a que el interlocutor acabe de hablar para considerar si está siendo literal o no. Por el contrario, parece que desde que comenzamos a escuchar un enunciado ya estamos haciendo una hipótesis sobre su intención.

Tal y como contamos en Igoa y Horno (2020), para entender cómo lo hacemos tenemos que partir, en primer lugar, de que el lenguaje es sumamente ritual y que, por tanto, en la mayoría de las ocasiones repetimos secuencias de interacciones bien conocidas. De este modo, el misterio se reduce a reconocer en qué contexto estamos. Una vez hecho esto, todo aquello que sea coherente con el rito se va a interpretar de forma adecuada. Si yo estoy hablando con mi jefe, el rito lingüístico que media en la interlocución hace que todo lo que él pida yo lo interprete como una orden. Si en algún momento su intención es ajena a este rito (me habla como amigo, en vez de como jefe), tendrá que hacer mención explícita a que las reglas del juego han cambiado: «Te lo digo en confianza, como amigo, no te sientas obligado en absoluto a ayudarme».

Además de eso, se ve que las ‹pistas› que combinamos en el cerebro (en pocos milisegundos) son muy variadas. Algunos ejemplos son la entonación, el lenguaje corporal del hablante o las microexpresiones faciales. Estas últimas son, en realidad, un modo altamente inconsciente de expresar las emociones; pequeñas marcas que reflejan en el rostro lo que pensamos y sentimos. Algunos las recordaréis porque han sido muy utilizadas en la ficción. Como ejemplo, la serie estadounidense Lie to Me (miénteme), en la que los miembros de un equipo de especialistas son capaces de detectar mentiras a través del análisis detallado de estas pequeñas marcas faciales. Lo extraordinario es que ese trabajo tan especializado es, precisamente, el que realizamos de forma automática cuando participamos en una conversación para poder calcular el propósito de nuestro interlocutor.

Investigar cómo se comporta nuestro cerebro para reconocer la intención de los demás tiene aplicaciones prácticas. Así, por ejemplo, si entendemos y formalizamos el comportamiento inconsciente del cerebro neurotípico podemos convertirlo en una serie de instrucciones que mejorarán la vida de los neurodivergentes, a los que les cuesta mucho entender la intención de los demás. En otro ámbito, este conocimiento se puede utilizar para implementar los sistemas de procesamiento de lenguaje natural y conseguir que la interacción de la inteligencia artificial con los humanos sea más exitosa.

Cuando charlamos, sin duda alguna, nos interesa la intención y las razones de nuestro interlocutor. Nuestro cerebro biológico realiza de forma automática predicciones altamente satisfactorias para el desarrollo de la conversación cotidiana. No obstante, no hemos de olvidar que, para hacerlo, recurre a sesgos cognitivos e ideas felices. Si nos jugamos algo más que el peligro de una conversación fracasada y tenemos tiempo, lo mejor es recabar toda la información accesible y recurrir al conocimiento racional: Querido hablante, ¿cuál es tu intención y cuáles son tus razones?

 

Para saber más

Austin, J. L. (1975). How to do things with words (Vol. 88). Oxford University Press.
José Manuel Igoa González y María del Carmen Horno Chéliz (2020). Psicolingüística y Pragmática, en Escandell-Vidal, Amenós y Ahern (eds). Pragmática, enfoques y perspectivas. Madrid, Akal.
J. L. López de Lizaga (2015). Pedir, exigir, ordenar, coaccionar. Searle y Habermas sobre la fuerza ilocucionaria de los actos de habla. Estudios de Lingüística del Español, 36: 411-430.

 

Este artículo de María del Carmen Horno es uno de los contenidos del número 7 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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