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María del Carmen Horno

07 Ene 2021
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El verdadero aislamiento social: humanos sin lengua materna

Vivimos tiempos extraños. La situación de confinamiento y pandemia de carácter mundial ha cambiado de manera sustancial nuestra vida y, como consecuencia, nos hemos visto obligados a crear nuevas expresiones (con mayor o menor acierto) para nombrar la realidad de una nueva normalidad. De todas las novedades que hemos tenido que asimilar y bautizar en las últimas semanas, quizá una de las más traumáticas ha sido la necesidad de guardar distancia física de al menos un metro y medio entre las personas no convivientes. En nuestra cultura de acercamiento, donde la pertenencia a un grupo es el valor máximo y se mide en abrazos y proximidad, no poder acercarse a propios y extraños se siente como un ataque frontal a nuestra forma de ser y entender el mundo. Es posible que esta sea la razón por la que a una simple distancia física la hemos denominado distancia social; como si no poder tocarse, abrazarse o hablarse al oído fuera el inicio de la destrucción misma de nuestra relación con los otros. No obstante, son muchas las voces que se han alzado para decir que mantenerse físicamente alejados no provoca, en modo alguno, distanciamiento social. Al contrario, nuestras relaciones son más intensas que nunca. Prueba clara de ello es la proliferación de videollamadas, el uso continuado de las redes sociales o los minutos de aplausos desde los balcones y las ventanas. No podemos tocarnos, es cierto, pero no hemos dejado de sentirnos y compartir lo que pensamos.

Y menos mal. Porque los seres humanos, como primates que somos, tenemos una necesidad vital de relacionarnos con los otros. El castigo más terrible que se puede imponer, como bien sabían los griegos, es el ostracismo social. No sentirte parte del grupo, ser víctima de acoso a cualquier edad (lo llamemos bullying o mobbing) te lleva a la desesperación y a la enfermedad mental. Por eso, vivir un verdadero aislamiento social, sentir que hay una distancia entre los demás y uno mismo, es una de las experiencias más traumáticas que se puede tener. Y de ahí llegamos al aislamiento social extremo: el que sienten las personas privadas de lengua materna. Humanos sin lenguaje que observan la vida de los otros, los que se relacionan lingüísticamente, sin encontrar la llave que les permita entenderles.

Cuando uno habla de seres humanos sin lenguaje lo primero que nos viene a la mente son los denominados niños salvajes que carecieron de lengua materna porque vivieron bien en condiciones de confinamiento (encerrados en una habitación, sin contacto social, como Kaspar Hauser o Genie), bien en la naturaleza, entre animales (como los niños salvajes de Aveyron o de Burundi). Cuando estos muchachos fueron descubiertos, carecían de lenguaje articulado, pero también de cualquier otro conocimiento acerca de la sociedad o el mundo de los humanos. Presentaban, quizá por ello, distintos tipos de retraso y discapacidad y el aislamiento que sentían entre los extraños que les habían rescatado no solo se debía a su incapacidad para hablar, sino a la ausencia total de referentes culturales y experiencias básicas con otras personas. La distancia en estos casos era tan grande que tal vez no llegaran a ser siquiera conscientes de su magnitud.

Otro caso distinto representan algunos sordos que, viviendo en sociedad, han llegado a adultos sin aprender una lengua materna. Ajenos al mundo oral de los oyentes y sin que nadie les ponga en contacto con la comunidad sorda y las lenguas de signos, estos seres humanos llegan a adultos entre el resto de sus congéneres con un muro sólido de incomprensión e incomunicación. A pesar de tener una inteligencia normal o superior a la media, la ausencia de lenguaje les hace ser vistos como personas poco inteligentes o incluso como enfermos mentales incapaces de acceder al conocimiento más básico.

Pero ¿son capaces de pensar los humanos sin lenguaje? ¿Existe el pensamiento prelingüístico? Parece claro que sí, puesto que estos humanos sin lengua a los que me refiero son capaces de mantener una vida independiente, trabajar, tener descendencia y mantener ciertas relaciones con los otros. La cuestión es qué tipo de pensamiento es y en qué medida se diferencia del que tendrían si hubieran aprendido una lengua. Como muy bien entendió Wittgenstein, pensar sin hablar es muy distinto a pensar con lenguaje. Hay determinados conceptos que difícilmente pueden llegar a existir sin una lengua como mediador del pensamiento. Y carecer de ellos es, precisamente, el verdadero motor de aislamiento social. La palabra latina infante (‘niño’) significa literalmente ‘persona sin habla’. Pero ¿qué ocurre si un ser humano llega a la edad adulta sin habla? ¿No lo seguiremos viendo, de algún modo, como un infante?

De este asunto trata un libro delicioso que, a pesar de tener ya casi treinta años, sigue siendo imprescindible leer. En él, Susan Shaller relata de manera detallada cómo enseñó lengua de signos americana a un sordo prelingüístico de 27 años llamado Ildefonso. La distancia aparentemente insalvable que les separaba consistía no solo en la falta de herramientas para comunicar lo que estaban pensando, sino en la naturaleza misma de sus pensamientos. Un ejemplo claro de esto es el concepto de tiempo. «Estábamos estancados en el presente», dice la autora recordando las primeras lecciones a Ildefonso.

¿Cómo compartir las experiencias pasadas o los deseos de futuro con alguien que no sabe medir el tiempo? ¿Cómo explicar conceptos como cumpleaños, Navidad, porvenir? ¿Cómo hablar de lo que nunca pasó? Necesitamos el lenguaje para pensar lo que vamos a compartir con los demás, pero también necesitamos la conversación social para poder adquirir determinadas ideas. Es un camino de ida y vuelta. Así, por ejemplo, si nadie te ha preguntado nunca qué te gusta, ¿eres consciente de que tienes preferencias? ¿Puedes pensar sobre ello?

Leer la historia de Ildefonso es adentrarse en el relato de la construcción de un puente o de la demolición de un muro. Los primeros días de clase, este joven aprendiz ni siquiera entendía el concepto de lenguaje. Si se le enseñaba un nombre, intentaba entender qué hacer con el objeto que le señalaban. Si se le enseñaba un verbo, lo interpretaba siempre como un imperativo. Compartir con él ese segundo mágico en el que comprendió el placer de conversar, de usar símbolos sin actuar es cruzar de algún modo a su lado la puerta hacia el mundo del lenguaje. Y romper, por fin, el más terrorífico aislamiento social.

Para saber más
Susan Shaller, Un hombre sin palabras. Madrid, Anaya y Mario Muchnik, 1993.
Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, Amenós y Ahern (eds). Barcelona, Ediciones Altaya, 1999.

 

Este artículo de María del Carmen Horno es uno de los contenidos del número 8 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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