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Daniel Díaz

25 Nov 2019
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Firmas

La década prodigiosa

El 15 de mayo de 2009, viernes, llevé en mi taxi al portador de un inquietante tatuaje. Era un hombre de aspecto normal tirando a aburrido, pero todo cambió justo al final del trayecto, cuando el tipo estiró su brazo para pagarme. Ahí pude verle un tatuaje en tinta azul y trazos gruesos, desde la muñeca a la flexura del codo, que decía, literal: «¿Chateas conmigo?». Recuerdo que le dije «¿He de contestar?» y el hombre se echó a reír y contestó que no, que el tatuaje era un recuerdo del día en que conoció a su mujer. Una historia muy buena, por cierto. Resulta que «¿Chateas conmigo?» fue la frase que él mismo escribió a una chica en una servilleta de papel (no podía hablar; estaba recién operado de las cuerdas vocales). Sucedió en un bar de copas y aquel gesto, sorprendentemente, surtió el efecto deseado: al rato ella le entregó la servilleta de vuelta con su nick de Internet escrito a pintalabios, y el «Gracias» de la impresión «Gracias por su visita» doblemente subrayado. De modo que esa misma madrugada la chica y el usuario de mi taxi chatearon vía Terra o IRC (eran los chats que se estilaban por aquel entonces) y al día siguiente también, y al otro, y al otro, y de ahí surgió un amor en mayúsculas, con su boda, su par de hijos, su hipoteca y esas cosas. Una década después recuerdo nítida aquella anécdota por dos motivos. El primero, porque sucedió en la misma mañana de mi estreno como taxista en Madrid. Y el segundo, porque la palabra «chatear» fue cayendo en desuso y es posible que algún día desaparezca mientras el brazo tatuado de aquel tipo seguirá vagando por ahí en una suerte de anacronismo dérmico.

Sin querer, esta anécdota me llevó a seguir la pista de aquellas palabras que súbitamente nacían o morían en el asiento trasero de mi taxi. Palabras capaces de correr de boca en boca a un ritmo endiablado, pero que luego perdían fuelle hasta casi desaparecer. El término «chatear» representa buen ejemplo: Que yo recuerde, nunca —al menos en mi taxi— llegó a usarse en su acepción original (beber chatos de vino), pero hace unos años se empleaba con frecuencia en referencia al acto de mantener conversaciones en chats de Internet. Sin embargo, la irrupción masiva de las redes sociales diversificó el término hasta tal punto, que hoy en lugar de «chatear», «whatsapeamos», o «tuiteamos», o «facebookeamos», o incluso «stalkeamos», adaptación al castellano del término «stalker» que significa «acosador»; palabra, por cierto, con muy mala prensa que, pronunciada en otro idioma, parece diluir tu percepción de culpa. (No es la única: quien hace el mal por diversión ahora es un «troll» que «trolea», y el perdedor un «loser»). Sobrevolando tal maraña de neologismos, uno se da cuenta de que la gran mayoría proviene de marcas comerciales. Hace un par de lustros, por ejemplo, aún no se empleaba «googlear» para las búsquedas en Internet (todavía existían distintos buscadores más allá del todopoderoso Google). Hoy, sin embargo, se ha convertido en uno de los términos más usados (o dicho de otro modo: la palabra «googlear» ahora es trending topic en mi taxi). Algo similar ha sucedido con el uso cotidiano de «iPhone» en referencia al teléfono móvil, «Nesspresso» en relación con las cafeteras de cápsulas o «Thermomix» para el robot de cocina. Todas ellas, a la postre, han sido asumidas como palabras comunes que evocan objetos, y es habitual escucharlas sin que chirríen en cualquier conversación casual.

Paralelamente a esto, hoy existe una brecha notable entre el nativo digital y las demás generaciones. Los más jóvenes son capaces de absorber y difundir nuevos términos a un ritmo difícil de seguir para el resto. Escuchando a parejas o a grupos de adolescentes en mi taxi, he llegado a recoger tal avalancha de anglicismos, adaptaciones y acrónimos raros, que a menudo resulta imposible saber de qué demonios están hablando. Un ejemplo real: «Lo del Whatsapp de Fran fue mazo lolable; y súper top el emoji de Pablo y el gif de Claudia». Tardé horrores en descifrar que «lolable» viene de «LOL», que a su vez es un acrónimo en inglés que significa «Laugh out loud», es decir, «reírse a carcajadas». Otro: «Mira qué atardecer más instagrameable» (dícese de una imagen digna de figurar en la red social de fotos Instagram). Pero hay más. El «brunch» es un almuerzo más selecto, los batidos de frutas son «smoothies», las magdalenas «cupcakes» y al repartidor en bicicleta ahora se le llama «rider». Súmenle a esto ese otro perfil de profesionales con másteres y posgrados, que en lugar de reunirse hacen «meetings», en lugar de videoconferencias realizan «calls», y usan términos como «engagement» (compromiso), «partner» (socio), «coaching» (entrenamiento), «cash flow» (flujo de caja) «brief» (resumen de proyecto) o «stock» (existencias). Llama la atención que, aunque existan sus correspondientes en castellano, insistan en traducir su jerga laboral al inglés. Pareciera que en un momento dado el ejército lingüista americano hubiera tomado al asalto la RAE, pero nada más lejos. Según parece, ha sido un proceso rápido, indoloro y asumido tanto por el emisor como por el receptor con pasmosa naturalidad.

Pero no todo son malas noticias. Si algo ha llamado mi atención en positivo durante los últimos diez años ha sido la progresiva desaparición de comentarios machistas. Hace una década era parte esencial de mi taxi cierto perfil de usuarios varones que soltaban adjetivos soeces a la mínima de cambio, cuando alguna pobre mujer se cruzaba en nuestro camino o incluso sin mujeres a la vista. Daban por hecho que mi simple condición de varón simpatizaba automáticamente con sus bajos instintos verbales. Hoy, sin embargo, ese tipo de comentarios ya apenas se estilan. Como mucho, el usuario de impulsos machistas primero me sondea mediante frases sutiles del tipo «Llegó el verano, ¿eh?» cuando cruza una mujer con falda ajustada o poca ropa. Antes, como digo, y ante esa misma tesitura, el comentario habría sido otro (no creo necesario reproducirlo aquí). Y seguramente, en pocos años, no hará falta que nadie me recuerde los efectos del calor en las mujeres. Aunque, eso sí, el rumbo de los ojos son otro lenguaje que daría para otro artículo aún más extenso que el presente. En cualquier caso y resumiendo, permítanme un par de consejos. El primero, si aspiran a vivir largos años y quieren comprender a sus congéneres, aprendan inglés. Y el segundo, nunca, bajo ningún concepto, se tatúen frases en lugares visibles que contengan neologismos. De nada.

 

Este artículo de Daniel Díaz es uno de los contenidos del número 5 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras, disponible en kioscos y librerías.
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