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Ángel J. Gallego

27 Jul 2020
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Firmas

El legado de Chomsky –o cómo (aprender a) sorprenderse de lo cotidiano

La primera vez que oí el nombre de Noam Chomsky estaba en Bachillerato. Un nuevo profesor había llegado a mi instituto y decidió cambiar la manera de enseñar gramática. Se hizo famoso rápidamente: primero, porque casi todos suspendíamos y, segundo, porque con él vimos que la gramática no era solo dibujar árboles y aprenderse las preposiciones, cosas que no nos interesaban demasiado —hasta el punto que algo así puede interesar a chavales de 16 años, claro—. Los cambios nos asustaron, pero vimos que había algo serio en todo aquello: la clase de lengua se hizo participativa (comparábamos datos, juicios, etc.) y los análisis planteaban un juego matemático, un rompecabezas científico. Empecé a hablar con mi profesor, quien me recomendó lecturas sobre un tal Chomsky y la gramática generativa. Acabé haciendo Filología. Vi a Chomsky diez años más tarde. Yo estaba de estancia doctoral en Maryland para trabajar con Juan Uriagereka, quien me había dicho que fuese a Boston a hablar con «el abuelo». Allí me encontré a un tipo con vaqueros, zapatillas y unas greñas importantes. En la reunión hablamos de mi tesis, cuyas ideas no le convencían. Tanto aquel día como otros, siempre hemos discutido con respeto y me ha tratado como a un igual, animándome a desarrollar mis intuiciones, aunque a él no le convenciesen. Cuando llevábamos cuarenta minutos reunidos, nos interrumpió su secretaria, Bev Stohl, para avisar de que la siguiente visita esperaba. Cuando me iba, Bev me dijo que intentaba que Chomsky tuviera reuniones cortas y caminase algunos minutos entre una y otra, pues por él no pararía en todo el día, ni para comer.

Chomsky ha hecho contribuciones a muchas disciplinas. En el campo de la lingüística, fue el primero en defender el lenguaje como una capacidad cognitiva exclusiva del ser humano. Tal planteamiento desafiaba la idea predominante —todavía hoy, sospecho—de que poseer lenguaje equivale a memorizar oraciones y repetirlas. Chomsky demostró las profundas limitaciones de esa visión y presentó el lenguaje como un objeto interno al individuo: un software de nuestro cerebro que nos permite generar un número infinito de estructuras a partir de medios finitos. La mayoría de la gente desconoce las aportaciones científicas de Chomsky —solo conocen sus ideas sociopolíticas—. El ideario chomskyano parte del hecho de que sabemos más de lo que nos enseñan: esa es la llamada pobreza del estímulo, clave para explicar la adquisición del lenguaje por parte de lo/as niño/as. Hay un componente innato en nosotros que no se potencia lo suficiente. Por tanto, si creemos que es necesario desarrollar las capacidades de todo el mundo, nos acercamos a un modelo anarquista, contrario a uno creado por una élite y a las limitaciones e injusticias de este. No sé si Chomsky defendería esta conexión, pero creo que sí.

En su trabajo, Chomsky siempre ha destacado que la ciencia (la actitud científica, mejor dicho) empieza cuando uno está dispuesto a sorprenderse de lo que ocurre a su alrededor. Eso no suele suceder cuando estudiamos (una) lengua. ¿Alguien ha tenido una clase donde se preguntase, por ejemplo, por qué solo el CD de una oración activa (y no el CI, digamos) pasa a ser el sujeto de la pasiva? Yo no. En mi colegio (hasta que llegó aquel profesor destroyer) había un libro de texto con ejercicios sobre la pasiva: llegábamos, los hacíamos y para casa. No había preguntas que hacer, ni problemas que resolver, ni cosas de las que sorprenderse. No había actitud científica. Una excepción a ese escenario se ve en la película La llegada, donde una lingüista (Amy Adams) trabaja con un físico para descifrar el lenguaje de unos alienígenas. Es un tanto desafortunado que la visión del lenguaje de esa película sea la que es: hacia el final, se nos explica que la lengua de los extraterrestres se puede proyectar, toda ella, en una pantalla; ese es el gran final, el gran regalo, que reduce el lenguaje a un conjunto de expresiones almacenadas en nuestra cabeza, en vez de un software interno a la mente. Imaginad cómo sería proyectar el inglés que llevaba Shakespeare en la cabeza o el español que llevaba Cervantes en la suya. ¿Tendríamos entonces EL inglés o EL español? Es una chorrada que confunde la capacidad lingüística interna con lo que esta puede producir.

Acabo ya. No querría hacerlo sin decir que, junto al chomskyano, existen otros enfoques sobre el lenguaje —y demasiadas controversias, lamentablemente—. La situación me recuerda la parábola en la que unos científicos ciegos estudian un elefante y se dan cuenta de que no coinciden al decidir qué es, puesto que cada uno piensa que la parte que está tocando corresponde a todo el objeto: el que toca la trompa piensa que es una serpiente; el que toca un colmillo, que es una lanza, etc. Eso lleva a una discusión sin fin sobre quién tiene razón. Existen versiones optimistas de la historia en las que los científicos se dan cuenta de su equivocación y empiezan a integrar sus perspectivas, lo que da lugar a una descripción más completa y unificada de una criatura que parece un elefante. La moraleja es simple: creer que solo hay una manera de aproximarse a las cosas suele llevar a una visión parcial (o distorsionada) de la realidad. Tampoco sé si Chomsky defendería una unificación de las teorías que hay sobre el lenguaje (quizá no), pero sí sé que sus ideas han sido clave para replantearse las propiedades fundamentales de esa capacidad cognitiva única y, por tanto, para reconsiderar la naturaleza misma del ser humano. Son esas ideas las que han hecho posible que el lenguaje sea un objeto de investigación sobre el que hay muchas preguntas que hacer, muchos problemas que resolver y muchas cosas de las que sorprenderse.

 

Este artículo de Ángel J. Gallego es uno de los contenidos del número 7 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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