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Daniel Díaz

14 Oct 2019
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Firmas

El arte de conversar con perfectos desconocidos

Imagínate viajando en el asiento trasero de un taxi. Imagina que el taxista es un tipo de unos cuarenta años, trato afable y poco más. Digo poco más porque no encuentras pistas capaces de ayudarte a acotar tus prejuicios. Por una parte, la radio está apagada. Desconoces cuáles son sus gustos musicales, o qué emisora de noticias sintoniza (cuyo sesgo podría llevarte a intuir su ideología tal vez coincidente con la tuya). Por otra parte, no hay rastro de símbolos religiosos, ni escudos de equipos de fútbol, ni fotos de niños, ni alianza en su dedo anular, etcétera. Estamos, por tanto, ante un taxi aséptico manejado por un perfecto desconocido. En casos como el presente, si en lugar de viajar en silencio o atento a tu teléfono móvil optaras por hablar con él, sería en base a un listado estándar de obviedades. Hablarías del tiempo, del tráfico. Hablarías por hablar. O hablarías, quizás, en deferencia al responsable de llevarte a tu destino. O hablarías solo por no cosificar este trayecto. O hablarías, sencillamente, para no sentirte solo.

Digamos ahora que ese preciso taxista de unos cuarenta años y trato afable soy yo. Y que ese preciso taxi completamente aséptico, sin pistas que pudieran definirme, es el taxi que manejo a diario. Quien suscribe estas líneas lleva más de dos lustros al volante de un taxi, solapando trayectos a lo largo y ancho de Madrid. En todo este tiempo podría contar por millares las charlas mantenidas con usuarios de toda clase y condición; charlas que a menudo se producen, como bien dije antes, por cortesía. Si bien es cierto que el uso recurrente del teléfono móvil ha relegado la charla a un discreto segundo plano, aún encuentro rostros reflejados en mi espejo retrovisor que asocian el taxi a la charla. Y en algunos de estos casos, también, al desahogo.

Son muchas las cuestiones que llaman mi atención a este respecto. Me sorprende, por ejemplo, la principal diferencia entre el turista latinoamericano y el usuario español. El latino, por defecto, tiende a preguntar tu nombre a modo de carta de presentación. Busca saber con quién tendrá el gusto de iniciar un diálogo, y no dudará en mentarte a cada rato para dar a entender que mantiene muy presente quién se encuentra al otro lado. El usuario español, sin embargo, raras veces se interesa por el nombre del taxista. Y si lo hace, nunca será al inicio, sino después de haber interpretado cierta química más allá de lo verbal. Mostrar interés por tu nombre se interpreta como un acuerdo tácito para romper las barreras del decoro por motivos, digamos, meramente sexuales.

Flechazos aparte, el diálogo entre dos desconocidos que se cruzan en un taxi podría ser considerado un pulso a ciegas. El usuario habitual primero te tantea con cuidado, midiendo sus palabras para no incomodarte. Los temas más usados son, por este orden, el tiempo meteorológico y la situación del tráfico. En esta primera fase de la charla, abundan las frases cortas y la función fática del lenguaje en ambas direcciones. Parece, si me permites el símil, un concurso de obviedades, o el precalentamiento de un partido de tenis: voleas a ambos lados de la red al tiempo que tanteas cómo jugará el contrario. Si uno de los dos responde con monosílabos, o abusa de las interjecciones, la charla estará abocada al fracaso. Acabarás, seguramente, hundido en un silencio realmente incómodo. Un silencio que se hace aún más denso cuando el usuario te lanza miradas a través del espejo retrovisor, y tú a él también, y en esto las miradas se cruzan por un instante.

Al contrario, también hay ciertos indicativos que me ayudan a intuir las ganas de hablar de ciertos usuarios. Por ejemplo, el tono enfático. O el lenguaje gestual de su espalda separada del respaldo. O el uso inicial de frases muy cortas que se alargan a medida que voy entrando en su juego. De hecho, hablar del tiempo a veces no es más que un gancho premeditado para ahondar en otros temas de mayor calado. La transición más típica se produce mediante el uso indiscriminado de metáforas: del clima meteorológico al clima político. O de la congestión de vehículos a la congestión nasal y, de ahí, al fascinante mundo de las enfermedades. Hay ejemplos más extremos, como aquellos que pasan de lo genérico al ámbito privado en una transición casi inmediata. Esta es una práctica arriesgada, tramposa incluso, aunque ciertamente admirable y, como verás, conmovedora. Concretando, hay viudos y viudas o usuarios de forzada soledad cuyo tema angular es la ausencia de su Carmen o su Paco, y emplean estrategias de transición temática con increíble maestría. Enlazan la lluvia con anécdotas concretas de su Paco empapado en medio de un chaparrón, y de ahí pasan a hablar de su Paco, y de ahí al sentimiento de soledad propiamente dicho. Monopolizan el diálogo con tal sutileza y se abren tanto, que no puedo más que escuchar y asentir con la cabeza.

Pero las conversaciones más interesantes, a mi juicio, son aquellas que comienzan como cualquier charla de ascensor al uso y acaban derivando en auténticos diálogos shakesperianos. Resulta curioso, en estos casos, el proceso de transición en la construcción del habla: del lenguaje protocolario inicial a un lenguaje mucho menos refinado. A medida que la confianza avanza, también se relaja la dicción, e incluso acaban aflorando localismos y jergas propias de su entorno. Otro indicativo de esta deriva se demuestra en el uso de los pronombres personales. Al inicio, solemos tratarnos de usted. Es una práctica habitual en los taxis, no importa la edad del taxista. De hecho, en mis jóvenes comienzos, fue el primer detalle que llamó profusamente mi atención. Nadie, en mi vida ordinaria, me trataba de usted excepto en mi taxi. Pero este detalle, como digo, es un buen indicativo del rumbo que puede tomar la charla, cuando el usuario pasa del usted al tuteo sin apenas darse cuenta. La transición protocolaria es rápida y a veces contradictoria, llegando a usar el tú y el usted en una misma frase, alternando ambos hasta que ese usted, cuando la confianza alcanza su máximo esplendor, desaparece. Solo aquellos que caen en la cuenta de tamaña dualidad, preguntan abiertamente si pueden tutearte. Y justo cuando apruebas el tuteo, en ese instante, el tono de la charla ya es otro bien distinto: entienden que has dado tu permiso para saltar a otro nivel de confianza mutua. Un nivel que a veces alcanza cotas inimaginables. Cotas que me hacen creer que, a la postre, lo importante no es el destino, sino el trayecto.

 

Este artículo de Daniel Díaz es uno de los contenidos del número 4 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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