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Daniel Díaz

08 Ene 2021
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Firmas

Confesiones de un escritor fantasma

Hace unos años, y durante un largo periodo de tiempo, me sentí inmortal igual que Burroughs, igual que Henry Miller, igual que el cretino de Bukowski. Por aquel entonces escribía a diario uno de los blogs más exitosos del panorama nacional, normalmente en bares y a menudo borracho. Mi rutina consistía en salir cada mañana con mi taxi en busca de historias y escribirlas en crudo por las noches. Los textos rezumaban soltería militante, egoísmo a ratos, ternura a veces, contradicciones casi siempre, y todo ello envuelto en tramas realmente innovadoras, giros imposibles y un tono rotundo y desnudo forjado a base de cerveza, desamores y el azar de las calles de Madrid. La aventura, como digo, duró ocho exhaustos años que dieron cabida a más de mil ochocientos relatos en total. Pero en uno de tantos flirteos con el azar, jugando como de costumbre a la ruleta rusa del romance furtivo, se me coló el amor. Conocí a una lectora, me enamoré hasta las córneas, nos casamos, tuvimos una hija y, de golpe y porrazo, aquella voz canalla e indomable que cerraba bares y abría alcobas quedó sepultada por el yugo de eso que llaman felicidad doméstica.

Cerré aquella etapa dorada y su blog adjunto a finales de 2014 con la excusa de saltar del relato a la novela, pero lo cierto es que no pasé de reescribir mil veces la primera frase. Paralelamente a esto, a mi nueva vida como padre primerizo y marido fiel (también primerizo), el taxi comenzó a generarme más dolores de cabeza que alegrías: la entrada abrupta de Uber mermó seriamente mi concepto idílico y vocacional del que siempre había sido para mí el oficio más libre y literario de este mundo. Con todo y con eso, el nombre que había conseguido forjarme en la escena literaria, ese indisoluble tándem taxista/escritor bon vivant, se convirtió de repente en una auténtica tortura para mí. Mis lectores seguían pidiéndome más de lo mismo, pero mi nueva realidad estaba a años luz de ofrecerles nada que mereciera realmente la pena. No me sentía capaz de hacerlo mejor, pero seguía empeñado en intentar hacerlo distinto. El lastre, en consecuencia, no era tanto yo como mi nombre: no se trataba de una crisis creativa al uso (las ideas y las ganas de escribir seguían intactas), sino de una crisis de identidad literaria en toda regla. Continué leyendo y estudiando nuevas fórmulas hasta que un buen día, jugando como de costumbre a iniciar primeras páginas, me dio por cambiarme el género y escribí del tirón una comedia romántica adolescente cuya protagonista era una chica diametralmente opuesta a mí. Sin quererlo, y casi por azar, había descubierto que la forma más eficaz de esquivar mis demonios era creando nuevos yoes desde el más estricto anonimato, como si de un autor fantasma de sí mismo se tratara. Olvidé las presiones, olvidé las expectativas, olvidé las críticas, el estilo y la calidad literaria. A fin de cuentas, había conseguido escribir una novela firmada por nadie.

Me decidí a publicarla en Internet ocultando mi autoría tras un nombre inventado de mujer. Optar por el femenino tampoco fue aleatorio: estudiando el campo, comprobé que ese género preciso de novelas protagonizadas por mujeres estaba copado casi en exclusiva por autoras. Además, era una buena forma de alejarme lo máximo posible de mí, una especie de reto con doble tirabuzón: ¿sería capaz de hacerme pasar por la voz de una mujer en primera persona sin que nadie cayera en la cuenta del engaño? Para afianzar el rastro de mi nuevo nombre ficticio, creé una cuenta en Gmail, un perfil en Twitter, otro en Facebook, otro en Instagram y seguí a autoras y lectoras del mismo género, interactuando incluso. Llegué a comprar fotos reales de una mujer extranjera (hay derechos de imágenes a la venta en Internet) y retoqué sus rasgos para no dejar huella. El caso es que el libro comenzó a venderse razonablemente bien, e incluso llegué a conceder entrevistas vía mail para portales y blogs especializados haciéndome pasar por «ella».

Escribí mi siguiente novela en apenas tres meses, de temática erótica y para un público más adulto. El anonimato te permite escribir sin la obligación de mantener un mismo estilo ni encorsetarte en un solo género. Por el contrario, una de las trabas a las que ha de enfrentarse cualquier escritor con visos de continuidad, es su obligación contractual de mejorar con cada título sin dejar de seguir siendo fiel a su propio estilo. Cualquiera que lea las obras completas de autores consagrados, se dará cuenta que su estilo personal apenas varía, motivo por el cual el lector fidelizado comprará a ciegas cada nueva entrega y sentirá una profunda decepción si cambia de género o si prueba nuevas y arriesgadas fórmulas. Pero esto no sucede cuando eres libre de ser alguien distinto en cada libro. Con la novela erótica creé un nuevo nombre de escritora distinto al anterior, y sorprendentemente las ventas se dispararon respecto a la primera, gracias, tal vez, al género elegido. A raíz del fenómeno Cincuenta Sombras de Grey, existe un nicho enorme de lectoras ávidas de sexo sin complejos y fantasías varias entremezcladas con vidas en apariencia anodinas. Un boom que, sin embargo, no es extensible al público masculino más propenso al consumo de sexo explícito en formato audiovisual.

Hubo dos más. Un thriller de corte político, para el cual empleé un nombre masculino, y una segunda novela de temática romántica adolescente y firmada con mi primer nombre de mujer. En total, cuatro novelas con tres sobrenombres en poco más de dos años. Nunca he sido tan prolijo, ni siquiera en aquellos tiempos dorados de taxi y bares y chicas y alcohol. Y nunca he tenido tantas ideas dispares, impensables en aquellos tiempos. Además, ahora sé que escribo a cambio de apenas nada: divertirme, sorprenderme a mí mismo y ganar algo de dinero. No busco reconocimiento, no me afectan las críticas porque no soy yo, y sueño por las noches con el próximo género al que hincarle el diente. Terror, quizás. O ciencia ficción. Ahora he vuelto a escribir con mi verdadero nombre. Es una especie de ajuste de cuentas personal contra esa época canalla. Es una novela en la que cuento en distopía qué habría sido de mí si en lugar de formar una familia, hubiera continuado aquella senda nihilista y sin frenos. Lo cierto es que he conseguido volver al estilo de antes, pero en calidad de turista de mi propio pasado y por un tiempo. No es importante saber quién soy o quién fui. Me he desdoblado tantas veces que aún dudo si Daniel Díaz es mi verdadero nombre.

 

Este artículo de Daniel Díaz es uno de los contenidos del número 8 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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