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Rafael del Moral

29 Jun 2021
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Firmas

El nombre de las lenguas. ¿Español o castellano?

La mayoría de las lenguas no están bautizadas. Son tantas y tan diversas, tan desconocidas y efímeras, tan silenciosas y desprovistas de identidad y luego olvidadas, tan aisladas en sus ámbitos, que darles nombre se convierte en una laboriosa o malograda tarea.

Quienes vivían en Atenas, Esparta, Corinto y otras ciudades de aquel archipiélago eran llamados griegos por los romanos. Ellos se llamaban a sí mismos, y se siguen llamando, helenos, y ελληνικά (elenica) a su lengua. El resto del mundo no les da el nombre que ellos se dieron, sino el que le adjudicaron sus vecinos romanos. El cambio no parece molestar a nadie. Hay hablantes que prefieren llamar español a la lengua en la que escribo, y otros, castellano. Ambos tienen el mismo derecho, pero ni los unos ni los otros disponen de potestad para imponerlo. Cierto recelo se ha creado también, por no alejarnos mucho, con la denominación de esa lengua antigua y sin familia a caballo en la frontera franco-española más occidental. Sus hablantes la llaman hoy eusquera o euskara, pero los romanos la llamaron lengua vasconice o vascuence, que abreviado pasó a ser basque para franceses, ingleses y otros europeos, y vasco para los castellanos. Si quienes me oyen o leen prefieren que la llame y escriba euskera no dudaría en complacerlos porque el respeto debe inspirar el comportamiento.

Las lenguas de Italia son numerosas, la mayoría identificadas por el nombre de la región por la que se extienden. El lombardo, el napolitano-calabrés, el siciliano, el piamontés, el veneciano, el ligur, el sardo y el friulano son variedades o dialectos del latín allí hablado, es decir, Lombardía, Nápoles, Calabria, Sicilia, Piamonte, Venecia, Liguria, Cerdeña y Friul, resultado de la fragmentación político-social en que quedó la península itálica tras la caída del Imperio romano. Pero uno de aquellos dialectos, el desarrollado en Toscana, tuvo más fortuna que los otros y se alzó como lengua literaria primero, y lengua común y generalizada después. Y sin que nadie lo pidiera, ni lo insinuara, ni tampoco lo impusiera, la lengua de Florencia, el florentino, pasó a llamarse toscano; y el toscano, una vez aceptado como lengua de desarrollo cultural por toda la península itálica, pasó a llamarse italiano sin que nadie se ofendiera. Algo parecido sucedió con la lengua de Castilla. Sus tímidos hablantes la llamaron romance, que era el nombre que recibía cualquier modo de hablar distanciado del latín. Pronto se apropió de la designación del reino que la vio nacer y se nombró, con inocencia lógica, castellano. Y en cuanto abandonó su territorio social para trasladarse al nacional impulsada por los Reyes Católicos empezó a ser llamada, también con la naturalidad exigida por las costumbres, español.

Nos gusta que nos llamen por nuestro nombre, pero los nombres de los seres y las cosas no dependen de la voluntad del hablante, aunque sí del grupo social. Nos unimos a un nombre gracias a un proceso de generalización e individualización ajeno a nuestros deseos, aunque acabemos ajustándolo a nuestros gustos. Si un amigo quiere que lo llame Paco, y no Francisco, no dudaré en agradarle. Y lo mismo pasaría si una chica me dice que se llama Sonia, aunque sus padres la llamen Genoveva. El conflicto nace, en el caso de que se produzca, cuando un gobierno, un grupo social, una de esas asociaciones que se autodefinen como misericordiosas y clementes, inteligentes y democráticas se empeña en que llamemos a las cosas como ellos quieren.

Los nombres de las lenguas, como los nombres de las cosas, siguen, en la medida de lo posible, un proceso al servicio del hablante. Y al mismo tiempo, porque no lo podemos evitar, se salpican de intencionalidad práctica. Aunque Rus fue antiguamente el nombre que recibía el principado de Kiev, hoy Ucrania, el centro político y cultural se trasladó a Moscú, y ya por entonces empezó a llamarse ruso, ajustando el termino al nombre de los territorios habitados por los hablantes de aquella lengua.

Cada pueblo tiene la facultad de llamar a la lengua vecina de la manera que le parezca apropiada, y todas las denominaciones están cargadas tanto de lógica como de evidencia. Los alemanes llaman deutch a su lengua. Uno de aquellos grupos tribales del siglo IV fueron los alemani, de donde procede alemán, término que sirve para hispanófonos y francófonos. Los hablantes de lenguas eslavas los llaman nemec, que significa no hablantes de nuestra lengua, por eso recibe en ruso el nombre de nenienski. Sus vecinos anglosajones la llaman german, y los italianos, tedesco. Cinco nombres para la misma lengua. Y aquí paz y después gloria. Y nadie se molesta. Soluciones parecidas se dan por todos los continentes. Que los hablantes de una misma lengua la llamen de manera distinta es habitual en Pakistán e India (urdu, hindi), en Serbia y Croacia (serbio, croata, también llamados serbocroata) y en la comunidad autónoma de Cataluña y Valencia (catalán y valenciano), y en muchos más enclaves.

Los etíopes no necesitan nombrar a las doscientas lenguas de la India, y mucho menos a las seis mil del mundo, por eso no les reservan nombre, y por la misma razón nunca hemos necesitado en España nombrar las lenguas de Camerún. Fue el inglés la lengua que se enriqueció con nombres de lenguas o glotónimos. Aquellos neologismos nacieron al servicio de los sociolingüistas. En inglés está redactada una de las páginas de Internet más ambiciosas, Ethnologue, profundamente interesada en describir, con discutibles aciertos y crasos errores, pero con enorme voluntad, la situación actual de las lenguas del mundo. Su intención es más etnológica que lingüística, más de política social que de códigos de habla.

La segunda lengua de la humanidad no ha sentido la necesidad de nombrar a todas las del mundo. Apenas ha bautizado a unos cuantos cientos, entre ellas el romanche, el acerí, el balinés… Surgen dudas para nombrar a la lengua más generalizada en Afganistán, en Turkmenistán o en Uzbekistán, y llamarlas pasto, turcomano o uzbeko; y cuesta reconocer que el uigur es una lengua altaica de la familia túrcica tan hablada como el catalán en España. Si los nombres de las cosas aparecen de manera espontánea y natural ¿cómo podríamos normalizar, de manera repentina, el nombre de una lengua?

Entre las diez más habladas aparecen dos nombres, bengalí y punyabí, que no son precisamente glotónimos de uso familiar. El primero se inspira en el antiguo estado de Bengala, y no en el nombre actual, Bangladés, que es como ha pasado a denominarse. El segundo en el territorio indio y paquistaní de Punyab. Y si avanzamos hasta las cien lenguas más habladas, encontraremos casos como el telugú, lengua drávida que ocupa la decimocuarta posición, hablada en la India por más de ochenta millones de personas. Y qué decir del ñi o lolo que, con sus siete millones de hablantes, ocupa el octogésimo noveno; o del sucuma, lengua de Tanzania que ocupaba el nonagésimo quinto lugar hace unos años según publiqué después de una investigación personal. ¿Cómo han recibido nombre estas lenguas? Casi siempre van unidos a la tradición que en algún momento ha relacionado a sus hablantes con los nuestros, bien en la colonización, o en la evangelización. No importa que se introduzcan a través del francés o del inglés. Algunas están pendientes de recibir la aceptación. No parece muy castellano llamar wolof y afrikáans a lo que podría llamarse volofo y africano. La influencia inglesa para el primero y holandesa para el segundo impide aún su esperada castellanización. En mi Diccionario Espasa de las lenguas del mundo escribí suajili y no swahili. Años después el Diccionario panhispánico de dudas aceptó la escritura y citó mi propuesta.

Podríamos enumerar una serie de principios que inspiren los modos de llamar a las lenguas, pero no servirían. Las palabras se introducen, como lo han hecho siempre, con incontrolable naturalidad y ajenas al capricho del hablante. La noción de pureza de una lengua es tan delicada como la pretensión de aislar la homogeneidad de la raza. La voluntad por conseguir una lengua pura condujo a la Alemania nazi a eliminar algunas palabras internacionales de raíz griega como teléfono, geografía y televisión en beneficio de neologismos puramente alemanes como Fernsprecher, Erdkunde y Fernsehen. La imposición no tuvo continuidad.

Es infrecuente que un grupo humano se instale en un lugar totalmente desértico y aislado del resto del mundo. Las migraciones producen mezclas y mestizajes, y también las invasiones o las ocupaciones. Las influencias entre unos y otros modos de hablar son recíprocas. Rara vez encontramos lenguas que no vivan en contacto con otras. El préstamo léxico es la marca más significativa, aunque no la única. La lengua actual más influyente, el inglés, cuenta con más de un sesenta por ciento de vocabulario de origen latino, directamente o a través del francés, y su patrimonio tradicional germánico está igualmente tiznado por otras lenguas vecinas con las que convivió. No hay lenguas puras. Todas, y esto es un principio universal, son, porque la evolución así lo ha exigido, deudoras de otras. Y eso debe complacernos.

Próxima entrega
Lenguas y necrológicas: ¿desaparecerá la lengua española?
Decenas de miles de lenguas han muerto. Muchas han abortado su trayectoria, otras han desaparecido pronto y ninguna ha superado los tres mil años. Cuesta pensar que lenguas como el español o el francés, incluso el inglés, van a desaparecer.

Este artículo de Rafael del Moral es uno de los contenidos del número 10 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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