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Elena Álvarez Mellado

Lingüista computacional. Estudiante de postgrado en la Universidad Brandeis (Massachussets). Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes 2018. Ha trabajado en proyectos de tecnología lingüística en la UNED, para Fundéu y en Molino de Ideas.

04 Oct 2019
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La falacia etimológica

Cuando se habla de lengua, no es raro encontrar personas que creen que las palabras tienen un significado verdadero, original y legítimo, y que cualquier nuevo uso que se aparte de ese significado primigenio es necesariamente una forma de degeneración lingüística. Es la falacia etimológica: la creencia de que las palabras significan (o deberían significar) lo que significaban según su origen etimológico.

Pero, ¿de dónde emana ese significado primigenio? ¿Existe acaso una fuente de la que brotan los significados auténticos que deben ser preservados? Nada más lejos de la realidad: lo que dota de significado a las palabras no es su etimología, ni lo que significaron en el pasado, ni siquiera su definición en un diccionario; lo que dota de significado a una palabra es el uso que los hablantes hagan de ella. Las palabras no tienen un significado natural inherente porque el significado de las palabras es pura convención entre hablantes. La creencia de que el significado etimológico es el legítimo mientras que los significados producidos por el cambio lingüístico son desviaciones aberrantes es simplemente un mito.

Expresarse sería francamente difícil si llevásemos el argumento etimológico hasta sus últimas consecuencias. Basta un paseo por un diccionario etimológico para descubrir que prácticamente ninguna de las palabras que hoy empleamos conserva el significado con el que fueron acuñadas: una ‘hecatombe’ no es literalmente un sacrificio de bueyes (como significaba originalmente en griego), los periódicos ya no se imprimen necesariamente en una ‘prensa’ y los salarios no se pagan en sal. Algunas palabras, de hecho, han acabado significando lo contrario a lo que significaban en origen, como la palabra ‘nimio’, que en un ejercicio de contorsionismo semántico empezó significando ‘excesivo’ y hoy significa curiosamente ‘insignificante’. El sentido de las palabras se ve constantemente expuesto al uso creativo de los hablantes y a los avatares históricos y lo raro es encontrar términos que no hayan sufrido en sus propias carnes el cambio semántico.

A pesar de ser falaz y lingüísticamente desinformado, no es difícil oír este argumento también en debates que en principio poco tienen que ver con la lingüística: el argumento etimológico fue al que se agarron en su momento quienes se oponían a la legalización del matrimonio igualitario, y que, vergonzosamente, hemos visto resurgir en los últimos tiempos. Lo que los detractores del matrimonio igualitario argüían era que no era posible llamar ‘matrimonio’ (derivada del latín mater) a una unión en la que (según ellos) no había madre posible. Dejando al margen las limitaciones evidentes de este razonamiento, cabe preguntarse si quienes argumentaban así habrán dejado de ‘subir el fuego’ con la llegada de la vitrocerámica o cómo llamarán al acto de interrumpir una comunicación telefónica cuando no hay un auricular que colgar.

Que las palabras cambien de significado y pierdan el sentido que tenían en el pasado o con el que fueron acuñadas no es motivo de alarma. No hay, pues, nada que afear a aquellos usos semánticamente novedosos. A fin de cuentas, el cambio no es solo un fenómeno lingüístico perfectamente natural; es, además, uno de los pilares fundamentales sobre los que se asienta el funcionamiento de un idioma.

 

Este artículo de Elena Álvarez Mellado es uno de los contenidos del número 4 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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