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Mercedes de la Torre García

25 Oct 2021
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Firmas

Eufemismo de antes y tabúes de ahora: dos maneras de decir lo mismo

Niño. /Deja ya de joder con la pelota. / Niño, que eso no se dice, / que eso no se hace, / que eso no se toca…» Me gusta mucho Serrat, pero recuerdo que la letra de Esos locos bajitos me molestaba sobremanera y martilleaba mi espíritu infantil en los largos viajes en coche de camino a casa de mis abuelos durante las vacaciones. Esa letra sonaba a regañina de papi y a mí lo que me apetecía era repetir la canción Caca, culo, pedo, pis que, por las mismas fechas, Los Punkitos popularizaron en Las aventuras de Enrique y Ana. Sí, sí, sí… me encantaba aquello que «no se dice», que, por cierto, no entendía a mis pocos años por qué no se podía mencionar cuando era divertido. «Lo prohibido» no se trae de cuna, se va imponiendo familiar, cultural y socialmente. Nos hace sonrojarnos, avergonzarnos, cohibirnos y, finalmente, entender, aunque nos pese, que «eso no se dice», como cantaba Serrat.

¿Hay alguna razón para no pronunciar ciertas palabras? Vayámonos a los orígenes. Para denominar a «lo prohibido» en español adoptamos la palabra polinesa tabú, que a su vez nos llega desde el inglés, ya que fue el afamado capitán Cook quien lo escuchó por primera vez en 1777 en la isla de Tonga. En La Polinesia, lo prohibido rodea a todo lo sacro, lo religioso y a la superstición. Esta prohibición se extiende a los usos lingüísticos: «no pronunciarás el nombre de Dios en vano», de Dios, de los dioses, del demonio… y de los todopoderosos que hagan caer una maldición sobre quien lo pronuncie. Esta naturaleza misteriosa constituye la base del tabú lingüístico. Que se lo digan a ciertos habitantes de un pueblo de Almería de nombre impronunciable, pero de una gran hermosura. Ellos saben a qué pueblo me refiero, pero no lo traigo a estas páginas por si las moscas.

En todas las sociedades, por muy liberales que parezcan, hay interdicciones lingüísticas que escapan a la naturaleza misma de las palabras, esto es, responden a cuestiones simplemente extralingüísticas. Además, parece ser que a medida que la sociedad se instruye culturalmente, tienden a extinguirse los tabúes motivados por el temor supersticioso o simplemente religioso, aunque aumentan de forma considerable los de decencia, pudor o delicadeza en numerosas facetas de la vida social. ¿Cómo somos más correctos y delicados desde un punto de vista lingüístico? Bien queda representado en esta estrofa de un soneto anónimo de contenido sexual del Siglo de Oro: «—¿Qué me quiere, señor? — Niña, hoderte. / —Dígalo más rodado. Cabalgarte. / —Dígalo a lo cortés. —Quiero gozarte. / —Dígamelo a lo bobo. —Merecerte». El contexto y el paso del tiempo obligan a una continua sustitución, por ejemplo, los místicos usaron en sus obras el giro «retrete de amor», donde retrete tiene el significado de ‘cuarto pequeño en la casa o habitación destinada para retirarse’(a orar), y a la postre se resemantiza para referirse al ‘lugar donde vamos a hacer aguas menores y aguas mayores’(otro eufemismo) que sustituye, a su vez, a letrina, y así sucesivamente (urinario, aseos, servicios, W.C., etc.). Es curioso que en lo coloquial sí se recupera el valor inicial de retrete en expresiones como «voy al cuartito» o «me retiro a orar»: siempre ha tenido algo de íntimo el hacer sus necesidades (anda, otro eufemismo). Todo es como un juego de fichas de dominó que caen cuando la palabra pierde su valor atenuador. Solo es cuestión de algo de tiempo y de observar cómo las expresiones se cargan de connotaciones no tan amables.

La enfermedad es otra de las parcelas temidas y, por tanto, tabú. No es extraño oír decir a nuestros mayores «ha muerto de una cosa mala», cuando quieren referirse al cáncer o, de más actualidad, «a ver si se va ya el bicho», que alude a nuestro pandémico coronavirus. Resulta interesante que el eufemismo bicho, en este caso, tiene un origen verdaderamente descriptivo del momento que vivimos, porque deviene de la forma del latín vulgar BĒSTIUS ‘animal’, que a su vez se origina en la forma del latín clásico BĒSTIA. Sin quererlo, con el eufemismo, hemos invocado a su espíritu originario más dañino, cual bestia de la pandemia.

Este bicho ha dado lugar a un confinamiento que también tiene un eufemismo, confitado, con el que se endulza el encierro, no sé si surge como juego de palabras por una semejanza fonética o guarda relación con el afán repostero de los meses que hemos pasado en casa y que nos ha convertido, en cierto modo, en frutas confitadas (con unos kilos de más). Luego llegó la fatiga pandémica o «no puedo más con estas restricciones», y las esperanzadoras desescalada o «bajar siempre es más fácil que subir», desconfinamiento o «al fin salgo de la prisión hogareña» y nueva normalidad, pero «¿si es nuevo, cómo es normal?». En este último caso, se observa lo asombroso de los términos de nuevo cuño donde «lo normal» deja de serlo porque es nuevo, donde abrazar y besar a nuestros seres queridos ya no es «normal», el compartir nuestro tiempo en casa con los amigos ya no es «normal»… lo nuevo es lo aceptable, pero en este caso prefiero lo viejuno, sinceramente.

Muy a la última hay que estar para ser políticamente correcto (otra manera de denominar al eufemismo), porque todo es cuestión de moda y varía tan rápido como la ropa de temporada en las tiendas. Lo que hoy me vale para expresarme y no ser hiriente, mañana tal vez no y, como dice una amiga: «Al final no sabré ni cómo hablar con mi hijo porque me juzga a través de mis palabras y me tacha de machista, racista… o cualquier otro –ista, que, a veces, ni siquiera sé qué significan».

Si el suavizar es la función del eufemismo y lo políticamente correcto, el disfemismo juega con la intensificación que provoca el término interdicto. Es agresivo, dañino, insultante, pero no siempre, sobre todo en el lenguaje coloquial. En más de una ocasión, he escuchado por las calles de la costa gaditana: «¿Qué pasa, pichita mía?», cuando se encuentran dos amigos de toda la vida y ahí no hay ofensa que valga, sino cariño mutuo y ningún componente sexual. A veces, la presunta falta de respeto a los mayores y «sus pérdidas de memoria» (qué eufemístico me ha quedado) se ha reflejado en expresiones como «el abuelo está gagá», «el abuelo chochea», sin embargo, hace poco las vi sustituidas en un tuit por«ya ha perdido otra vez el abuelo el wifi». El autor (un niño de 10 años), lejos de parecerme ofensivo, me resultó de lo más tierno y actual.

En definitiva, a mí, todo lo anterior me suena a operación de estética, porque por muchos estiramientos, inyecciones de ácido hialurónico y bótox que un cuerpo serrano tenga, al final, la edad es la edad y los años, señoras y señores, no se borran de nuestra partida de nacimiento; de igual manera, se conservan las ideas que guardan las palabras aunque usemos otras voces sustitutas que las encubran… ¡Ups!, pero aquí lo dejo porque no sé si esto es «políticamente correcto» ;).

 

Este artículo de Mercedes de la Torre es uno de los contenidos del número 11 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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