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Ángel Gómez Moreno

07 Oct 2019
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‘Et in Arcadia ego’: el edenismo imposible del ‘Quijote’

La monomanía de don Quijote le nubla la razón cuando se le menciona algún libro de caballerías o alguna otra forma o derivado del antiguo roman courtois; sin embargo, sabe que Arcadia no tiene correspondencia en la geografía real y, por ello mismo, es inalcanzable. Don Quijote demuestra estar al tanto de que ni los nacidos ni los residentes en Arcadia están libres de la maldición que el hombre arrastra tras su expulsión del Paraíso: el trabajo, la enfermedad y el dolor, que anticipan la ineludible visita de la muerte.

Por eso, la Edad de Oro es una ensoñación absolutamente distante y etérea en su discurso a los cabreros (Quijote I, 11). A pesar de lo inusual del público y de que el caballero andante no ha experimentado evolución alguna, la escena no resulta cómica o paródica. El anhelo de una Aurea Aetas se ve frustrado por lo frágil y breve de la vida humana, de la que ni tan siquiera escapan las figuras mesiánicas. Valga como ejemplo la muerte del príncipe don Juan, heredero de los Reyes Católicos.

El suceso supuso una conmoción para toda la sociedad española; por eso, nos sobrecoge la soledad en que se halla el sepulcro de alabastro tallado por Domenico Fancelli y ubicado en el convento dominico de Santo Tomás, a las afueras de Ávila.

No, Arcadia no supone blindaje alguno contra los grandes males de la humanidad. Don Quijote desearía integrarse en ella, pero lo impide el hecho de tratarse de un sueño inalcanzable. Y es que Arcadia solo cabe en las actividades lúdicras de una juventud cortesana que se divierte con fiestas y momos, que don Quijote conoce bien, como vemos en Quijote, II, 67, de vuelta a casa tras su derrota. No queda sino aceptarlo: de tejas para abajo, no hay paraíso que merezca tal nombre, ni forma humana de implantar unos ideales edénicos que sirvan para hacer un mundo mejor, con independencia del lugar y las circunstancias. Arcadia, a lo sumo, tamiza el dolor y aporta belleza al momento de la muerte. Pero esto no es nuevo: Hesíodo lo hace en los orígenes del género, al incidir en nuestras fibras más sensibles por medio de la melancolía. Más adelante, Teócrito y Virgilio potenciarán ese mismo ingrediente.

Demos un salto y situémonos al final del Quattrocento, con Sannazaro bebiendo de la tradición que acabo de describir. La bucólica consiste en un tema, una panoplia de motivos y un lenguaje; sin embargo, tanto o más importa su tono característico: esa melancolía heredada que alcanza su máxima expresión en su Arcadia (1504). El prosímetro (mezcla de prosa y verso) de Sannazaro triunfó en toda Europa, incluida España; sin embargo, los escritores españoles pronto mostraron su preferencia por arcadias que no son tales, pues tienen correspondencia en la geografía real. De ese modo, Garcilaso no precisa salir de Toledo y su Tajo, en una recreación que confiere apariencia mitológica al escenario. Lo único que no puede faltar —de sobra lo sabemos— es la melancolía, que invade cada recoveco de los versos en que narra la muerte de Elisa.

La fórmula de Sannazaro se revela eficaz como pocas, ya que ejerce un control absoluto sobre el paisaje, que no es un mero decorado, sino el ingrediente primordial, el auténtico protagonista. En estampas de marcada plasticidad, que dejan huella en la literatura y las artes visuales de toda Europa, la mítica Arcadia se ofrece como el non plus ultra de la armonía y la quietud. Se diría que, en ella, el tiempo se ha detenido o, al menos, transcurre con una calma que tiene mucho de prodigio. Es, si bien se repara, el envés del tempus fugit irreparabile de la literatura moral. En consonancia, Sannazaro se demora en descripciones sin acción, en que los sustantivos viajan en compañía de uno o varios adjetivos. Gracias a Rafael Lapesa, sabemos que Garcilaso heredó de Sannazaro ese gusto por la adjetivación; sin embargo, Garcilaso rechazó la inflación nominal del italiano, se desentendió de la diversidad vegetal de Arcadia y se quedó con el monótono bosque de galería del Tajo, formado por sauces y hiedra. De ese modo, Garcilaso potenció el realismo paisajístico de la Égloga III, que actúa como contrapeso de las tres escenas previas.

La vega toledana, en su amable soledad y con el sonido de la naturaleza, se antoja simplemente perfecta: la presencia del hombre es, por ello, innecesaria. De que anda por allí nos da cuenta la rauda alusión a las labores que han transformado la silva en ager y hacen posible que el Tajo vaya «regando los campos y arboledas // con artificio de las altas ruedas» (vv. 215-216). En consonancia con la pintura de la época, Garcilaso incorpora un hic et nunc en que importa más la huella que la figura humana. Ahí están la campiña amable, la tierra roturada y los árboles alineados; ahí, las ciudades opulentas o alguna humilde alquería que los artistas coevos añaden lo mismo a una adoración navideña que a una escena mitológica.

La leve narratividad de la composición apenas cuenta: lo que tenemos en esencia es una estampa que, en razón de la difícil orografía del lugar, habría que situar a la entrada o salida de la hoz del Tajo. Las grandes huertas y los prados de la vega toledana (en un prado, precisamente, recalan las ninfas garcilasianas) se situaban en la llanura que termina en el puente de Alcántara o en la que se abre apenas pasamos el puente de San Martín. Allí las deleitosas arboledas de sauces y álamos mitigan el calor de las horas centrales del día (la siesta, hora sexta o mediodía, a que alude expresamente el poema), mientras el Tajo refresca la tierra y —nuevo Midas— la enriquece gracias al oro que arrastra.

No nos excedamos: buscar un escenario preciso para la Égloga III es una operación que carece de sentido. Garcilaso acota un microcosmos irreal dentro de un espacio perfectamente real: es el hábitat de las ninfas, impenetrable para el común de los mortales. El término espesura, más allá de la eufónica aliteración, define el bosque ripícola, con agrupaciones de sauces, esto es, salgueras o saucedas. La hiedra, espontánea en el lugar, encierra el conjunto a modo de dosel hiperbólico, como si estuviésemos ante el decorado de un momo o una fiesta cortesana, de esas que amenizaban la vida palaciega en aquellos tiempos y que, a menudo, fueron recreadas por la ficción narrativa cuatrocentista y quinientista. La hiedra delimita la escena y la aparta de la vista de los mortales; al mismo tiempo, aporta una nota clásica ya que, con ramas de hiedra ocultaron las ninfas la cuna del niño Baco cuando Hera, su enfurecida madre, lo buscaba para darle muerte (lo cuenta Ovidio en Fasti, III, 767-770).

La única leyenda aludida es la del Tajo aurífero; sin embargo, ese tramo del río estaba ligado a otra más, que las crónicas y el romancero se habían encargado de difundir: la pérdida de España. Al pasar el puente de San Martín, el torreón conocido como el Baño de la Cava recordaba la felonía del rey don Rodrigo, que
forzó a la hija del conde don Julián y desembocó en la venganza de este último y la consiguiente invasión musulmana. De lo que no estoy tan seguro es de que, en el siglo XVI, importasen otras leyendas potenciadas por los artistas románticos, como las que se ocupaban de los moros y judíos que allí vivieron, de nigromantes como don Illán (el de El Conde Lucanor de don Juan Manuel) y de tesoros escondidos.

Para el lector contemporáneo, es imposible disociarlas del Toledo de Garcilaso, por lo que la lectura de la Égloga III se enriquece hoy de un modo que su autor jamás habría imaginado. Además, estaba el Toledo histórico: el Toletum visigótico, seguido por la ciudad conquistada por Alfonso VI, Imperator totius Hispaniae (en castellano es «el que ganó a Toledo»). Añádase el Toledo que vio nacer y acogió a Alfonso X, el mismo que potenció Carlos I tras recuperar el estatus de capital que tuvo en el pasado. Juiciosamente, en la Égloga III, Garcilaso desestimó incorporar toda una serie de microrrelatos potenciales, que a veces apunta someramente y las más se limita a silenciar. En mi opinión, si hubiese engastado algunas alusiones al Toledo histórico y legendario, no habría dicho nada que no se supiese ya y —creo yo— habría lastrado innecesariamente el poema.

De la ciudad, se dice solo que está «d’antiguos edificios adornada» (v. 212); con ello, no creo que Garcilaso, a la manera de los viajeros románticos, se refiera a las construcciones medievales, sino a los inexcusables vetera vestigia, a las ruinas romanas propias de una laus urbis. Lo más antiguo que había en la ciudad eran unos restos sin otro interés que la leyenda asociada: la casa-cueva de Hércules. En ese sentido, la Égloga III ennoblece a Toledo echándole más años de los que representa. Por medio de una escena pseudo-mitológica, damos en un Toledo precristiano del que apenas nada quedaba y del que menos se sabía. En fin, dado que las ninfas eran privativas de cada río y lugar, a Garcilaso solo le faltó dar un nombre a las del río Tajo.

Lo mismo ocurre en Jorge de Montemayor, pues la geografía de Los siete libros de la Diana tiene correspondencias en la toponimia real. Cuando llegue su turno, Cervantes reforzará ese realismo geográfico: lo vemos en La Galatea, como lo vemos también —ahora como clave poética— en el Quijote. Además, al optar por una novela en clave, en La Galatea Cervantes recurre tanto o más a la vida que a la literatura; de hecho, en un punto de su recorrido, se ve en la obligación de confesar que sus pastores lo son «sólo en el hábito». El paisaje no es el de Arcadia, sino un espacio conocido y familiar: Toledo y el Tajo o bien Alcalá y el Henares, que al final vierte aguas en el Tajo. Esa geografía real y cercana anticipa el Quijote (La Mancha, Aragón y Cataluña, frente al paisaje lejano o irreal de los libros de caballerías) y el Persiles (con la geografía concreta de la segunda parte, que transcurre en Portugal y España, camino de Italia).

Si algo arcádico queda en el Quijote es la atmósfera recreada en los interludios narrativos de tipo idealizante. No obstante, la pastoral cervantina es mucho más que un paisaje, ya que afecta el diseño de la obra y se corresponde con su ideología y con su estética, en que tanto puede el neoplatonismo quinientista. Por lo que a la urdimbre se refiere, la tradición caballeresca implica la itinerancia, pero solo los modelos bizantino y pastoril se sirven del viaje para ir incorporando personajes y entretejer nuevas historias con el relato principal. Así, como si se tratase de un on the road plot, el lector acompaña a los personajes al lugar en que podrán remediar sus males, ya sea el palacio de Felicia, en la Diana, o la venta de Juan Palomeque, en el Quijote.

Cervantes se mueve libremente entre los libros de pastores, desde su ópera prima al póstumo Persiles, que diseñó con arreglo al patrón de la novela bizantina, género hermanado a su vez con el pastoril. Claro está que ni siquiera precisamos movernos del Quijote, donde el universo de que me ocupo —al fin y al cabo, uno de tantos ejemplos de literatura dentro de la literatura— se cuela como cita directa (I, 51): «A imitación nuestra, otros muchos de los pretendientes de Leandra se han venido a estos ásperos montes, usando el mismo ejercicio nuestro; y son tantos, que parece que este sitio se ha convertido en la pastoral Arcadia, según está colmo de pastores y de apriscos, y no hay parte en él donde no se oiga el nombre de la hermosa Leandra». Por fin, en Quijote, I, 58, Arcadia adquiere su plenitud literaria, entre la narratividad lírica de las Églogas garcilasianas y una teatralidad que casa a la perfección con la evolución de la bucólica.

Al alborear el siglo XVII, el arte europeo dio forma, más plástica que literaria, a un sentir que se recoge en una oración nominal pura que, si atendemos a lo dicho por la crítica, tiene mucho de abracadabrante (aunque yo no creo preciso llegar a tanto): Et in Arcadia ego. Si reparan en los cuadros de Guercino y Poussin, recogen el momento en que unos caminantes, circunspectos, leen la inscripción en un túmulo funerario (sobre uno, reposa la calavera de quien así se dirige a cuantos por allí pasan). Aunque Cervantes no escribió nada que se parezca, la idea subyacente, impregnada en melancolía pura, se adivina en La Galatea y en alguna de sus Novelas ejemplares y se revela diáfana en el Quijote. A estas alturas, de más está decirlo, nadie debe buscar refugio en Arcadia, que ni siquiera libra a sus naturales del trabajo, la enfermedad, el dolor y la muerte. Tal es el mensaje de las tres tablas.

El sueño de Arcadia se reactiva en un capítulo en que Sancho se muestra más complacido que su amo con la propuesta de tomar hábito de pastores. Ahora, es el escudero quien enriquece el pasaje entrecruzando la ensoñación arcádica con las referencias a un mundo, el de los pastores de verdad, en que tanto él como su familia encajan a la perfección. Como sabemos, Sancho no echará la invitación en saco roto y, con don Quijote en las últimas, le dirá aquello de «Mire no sea perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores como tenemos concertado» (Quijote, II, 74). No hace falta darle más vueltas: el ingrediente pastoril es una constante cervantina de orden primario, como en La Galatea, o secundario, como en el Quijote y el Coloquio de los perros.

Et in Arcadia ego suena a lo que es en realidad: puro desengaño barroco. Sin embargo, aunque el enunciado nazca y se difunda en el temprano siglo XVII, fuerza la retrospectiva. De ese modo, en una primera cala, hemos bajado al arte renacentista; luego, hemos buscado en los orígenes del mito de Arcadia. No es raro por ello que, en atención a la materia, coincidan los estudiosos del Early Modern Period y la Antigüedad clásica. Así se explica que la latinista Teresa Jiménez Calvente me acompañe en «Arcadia», en Carlos Alvar et al., eds., Gran Enciclopedia Cervantina (Madrid: Centro de Estudios Cervantinos-Editorial Castalia, 2005), vol. I, 683-689. Por eso, si logran dar con el librito en que se incluye —y aviso de que es una rareza—, invito a leer a la televisiva Mary Beard (aquí, con John Henderson como coautor), en Introducción a los clásicos, Madrid: Acento, 1998 (orig. 1995). Remito al lector al capítulo que titula, precisamente, Et in Arcadia ego.

Este trabajo forma una tríada con los anteriormente publicados en Archiletras (concretamente, en los números 2 y 3). Quien desee profundizar en esta línea de investigación sobre Cervantes y Garcilaso, que atiende a su vida, su obra y sus ideas estéticas, puede acudir a Academia.edu, donde encontrará digitalizado mi libro Homenaje a Cervantes y a cinco cervantistas, Madrid: Sial / Prosa Barroca, 2016, y verá mi trabajo «La ventura de la Égloga III de Garcilaso: un planto en una bucólica», eHumanista, 26 (2014), pp. 667-679.

 

Este artículo de Ángel Gómez Moreno es uno de los contenidos del número 4 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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