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Ángel Gómez Moreno

26 Jun 2019
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El haya en la bucólica: de Virgilio a Cervantes

Basta una palabra para sugerir un universo de referencia distinto del discurso que la enmarca. La simple mención del haya (Fagus sylvatica) en títulos de nuestro Siglo de Oro activa la imaginación y nos conduce a la bucólica clásica o renacentista. Se ve en dos precursores de la novela pastoril: Feliciano de Silva, cuya Segunda Celestina (1534) cita cinco veces el haya en el episodio del pastor Filínides; y Antonio de Torquemada, que, en Los colloquios satíricos con un colloquio pastoril y gracioso al cabo dellos (1553) y por boca del pastor Torcato, se refiere a «las hayas y los robles altos». Aunque este análisis es eminentemente filológico, informo de que me apoyaré en la Botánica y la Geografía Física.

El haya no es como el olmo siberiano (Ulmus pumila), el ailanto (Ailanthus altissima) o la acacia de tres espinas (Gleditsia triacanthos), que crecen en cualquier medio. El nivel de exigencia del haya —edafológico, geográfico y climático— es tal que limita su presencia a zonas concretas de la península ibérica. Dado que la especie no tolera la luz fuerte, el calor intenso y la sequía estival, el haya solo abunda en los Pirineos y en áreas montañosas de la Meseta Norte; sin embargo, en la cornisa cantábrica, el hayedo de la Biescona, situado en la sierra de Sueve (Colunga, Asturias), ocupa cotas cercanas a los 200 metros sobre el nivel del mar. Al sur, el haya habita en las estribaciones del Sistema Central y baja hasta la localidad madrileña de Montejo de la Sierra.

Respecto de la bucólica clásica, se ha dicho que el haya es un símbolo o emblema. Lo que importa es que su sola presencia estiliza el paisaje y lo aleja de la realidad. El haya de Virgilio (70 a. C. – 19 a. C.) forma parte de sus recuerdos de infancia, que el poeta pasó en el norte de Italia, donde los hayedos abundan. En cambio, en Roma no hay hayas, aunque no queden tan lejos. Cuando algún romano, movido por la lectura de las Bucólicas, ha querido ver hayas o pasear por un hayedo, le ha bastado visitar los lagos Bracciano y Martignano, a cincuenta kilómetros de Roma.

La imagen de Títiro resguardado del sol bajo un haya ha sido recreada por una legión de artistas plásticos y literarios. Virgilio y también Platón (que acomoda a Fedro y Sócrates bajo un plátano de sombra) se cuelan en la Canción de la vida solitaria de Fray Luis de León. Este inspirado poeta se autorretrata de parecida manera («tendido yo a la sombra esté cantando») mientras contempla el orden estelar y se deleita con la música divina. El motivo dio en tópico, como en cierto romance de Pedro Padilla que mezcla lo tradicional con lo cancioneril, lo pastoril y lo carolingio. Como en el episodio de la cueva de Montesinos (Quijote II, c. xxii-xxiv), Durandarte, nombre de la espada de Roldán, es aquí un caballero enamorado:

Vaya o venga,
que siempre seré de Menga.
Venga o vaya,
que mi fe nunca desmaya.
A la sombra de una haya
Durandarte está apeado,
harto más enamorado.

En el hayedo, las ramas se cruzan en lo alto para formar un majestuoso dosel, que tamiza la luz y refresca el ambiente. A mantener tan grata sensación ayudan las micropartículas de agua que, al mismo tiempo, aportan una luminosidad feérica a este tipo de bosque. En ese escenario, con un paisaje tan ordenado que revela que no todo es obra de natura, departen Títiro y Melibeo. En el futuro, Garcilaso de la Vega hará lo mismo en su Égloga III (escrita poco después de 1530), aunque en lugar de un hayedo pondrá una salceda o sauceda, como dice por medio de una aliteración (v. 57): «de verdes sauces hay una espesura».

La botánica garcilasiana es realista, ya que los sauces (Salix esp.), particularmente el sauce blanco, Salix alba (nunca el sauce llorón, Salix babylonica, que llegó a Europa en el s. xviii), forman la masa arbórea predominante en la vega del Tajo. El espacio acotado para las ninfas (a decir verdad, tenemos un escenario perfecto) lo cierra por arriba la hiedra trepadora (Hedera helix), que se entreteje con las ramas de los sauces y consigue que (v. 62) «el sol no haya paso a la verdura». A poco que uno esté familiarizado con la flora peninsular, comprueba que la écfrasis garcilasiana no solo es realista sino muy precisa.

Virgilio hace del haya la marca inexcusable de la bucólica. No busquemos hayas en cuantos lo preceden, particularmente en Teócrito de Siracusa (310 a. C. – 260 a. C.), padre del género. Los pastores de Teócrito son sicilianos como él, y en Sicilia no hay hayas. En sus Idilios, tenemos cipreses, robles, pinos…, pero hayas no. Los valles que se abren a lo largo de los Apeninos, en los que la especie está presente, y los inmensos hayedos del norte de Italia nada tienen que ver con las forestas de Teócrito, cuyo influjo sobre Virgilio se percibe en detalles concretos, como el zumbido de las abejas en su ir y venir para libar flores (Idilio XI).

Ese motivo cuajó en la más famosa aliteración de toda la literatura latina (Bucólica I, vv. 54-55: «uicino ab limite saepes // Hyblaeis apibus florem depasta salicti // saepe levi somnum suadebit inire susurro», ‘el seto de la linde vecina, libadas sus flores de sauce por las abejas de Hibla, te ayudará a conciliar el sueño con su suave susurro’). Estimulado por el clásico, Garcilaso se despacha con una nueva aliteración (vv. 79-80): «en el silencio solo se escuchaba // un susurro de abejas que sonaba». En estos detalles se percibe el modo en que Virgilio revoluciona la pastoral y Garcilaso la recrea.

A los comentaristas de Virgilio (desde Servio y Donato, en el s. IV) no se les escapó el detalle. En su repaso de especies, la lista es extensa: laurel, pino, sauce, olmo, manzano, castaño, avellano, roble, encina, aliso, peral, ciruelo, olivo, álamo, madroño, majuelo, serbal, enebro, abeto, fresno, nogal y tejo. Ninguno de esos árboles importa tanto como el haya, que, durante todo el Medievo, gozó de especial estima gracias a la teoría de los tres estilos o niveles de escritura, manifiestos en Virgilio: el estilo alto corresponde a la Eneida, el medio a las Geórgicas y el bajo a las Bucólicas. Así lo recoge la Rota Vergilii (‘Rueda de Virgilio’), que relaciona cada obra con un personaje determinado, un nombre, un espacio, un animal y un árbol. En las Bucólicas, ese árbol es el haya.

Virgilio sitúa la escena inicial bajo un haya solitaria, en un claro del bosque; con ello, da cuenta de la acción del hombre sobre la naturaleza salvaje. Ciertamente, el paisaje bucólico corresponde al ager de los antiguos romanos (campo transformado, con labrantíos y alineaciones arbóreas) y el hortus (según el caso, huerto o jardín). La silva (‘bosque en su estado primigenio’) es el paisaje de fondo; en ella, no ha habido sacas de árboles, que permiten usar el arado, ni han entrado vacas, ovejas o cabras, que desbrozan el terreno y van trazando sendas. El hayedo, en su estado prístino, representa el bosque diáfano, ordenado y transitable, deleite del artista y su público.

En ocasiones, en la bucólica, el roble sustituye al haya; lo normal, no obstante, es que esta otra especie ocupe un espacio irrelevante. En cualquier caso, estos robles son los enormes carvallos, carballos o carbajos, como llaman en Castilla y León a dos especies parecidas (Quercus robur y Q. petraea). Aparte, están los quejigos (faginea, canariensis), el roble enano (pubescens) y, sobre todo, el melojo o rebollo (pyrenaica), árbol característico de zonas frías y secas y suelo pobre, común en las cercanías del Sistema Central y el interior de Castilla y León. A simple vista, la delgadez de esta especie contrasta con el porte señorial de los carvallos; ahora bien, la diferencia principal está en sus bosques.

A ese respecto, conviene precisar que el robledal de Corpes de la leyenda cidiana —situado en el suroeste de Soria, cerca de Aranda de Duero— es un melojar o rebollar, bosque cerrado en que buscan refugio las alimañas (Cantar de mio Cid [v. 2699]: «e las bestias fieras que andan aderredor»). En la misma zona, hay enebrales o sabinares (Juniperus esp.), que ocupan las lomas y pendientes con ejemplares distantes entre sí. El melojo tiene troncos finos o simples varetas cubiertas de liquen; además, en su ramaje hay agallas o agallones, con que antaño se hacía la tinta oscura. Como brota de raíz, por el suelo hay ejemplares de todo tamaño, que convierten el melojar en un espacio prácticamente impenetrable. Queda claro que, en la bucólica, solo tienen cabida los carvallos, verdaderos jayanes que, como la copuda haya virgiliana, ocupan espacios amplios.

Si la recepción medieval de Virgilio merece un párrafo en la historia cultural de Occidente, al desarrollo de la bucólica hay que dedicarle un libro entero. La clave está en la Arcadia (1504) de Jacopo Sannazaro, que marcó la literatura y las artes visuales de la Europa del Quinientos. En Sannazaro, el haya es la primera especie en orden de aparición, y también en importancia; por ello, el poema final de Arcadia (Égloga XII) retorna al haya y dice que el nombre de Filis, la amada muerta, está escrito en su corteza. El motivo lo recoge, entre otros, Cervantes.

El paisaje de Arcadia es artificioso. Si partimos de esta premisa, no llamará la atención que, en la cumbre del monte Partenio, convivan especies que jamás compartirían hábitat en estado natural (prosa I). Sannazaro conoce bien las hayas, ya que en la Campania abundan; es más, los hayedos de Vico Equense, en la península de Sorrento, son napolitanos como él mismo y sus personajes. En ese sentido, nada disuena; en cambio, la pastoral española sitúa el haya en lugares insólitos. Por ejemplo, en el romance «Cuando entendí que tenía», Lope de Vega pone un haya en Aranjuez, en un bosque de ribera, a unos 400 metros de altitud y en una zona con veranos sofocantes:

Esto Celindo escribía
en el tronco de una haya,
do recibe el sacro Tajo
en los brazos a Jarama.

Como el poema carece de datos para datarlo con precisión, no sabemos si es anterior a La Galatea (1585) de Cervantes, en que Lenio recuerda a Elicio «los versos que el otro día en las hayas de aquel bosque escribiste». Cervantes volverá a la carga en el episodio de la pastora Marcela del Quijote I, cuando se hace referencia a «casi dos docenas de hayas con el nombre de Marcela escrito en sus cortezas». El problema es que el episodio de Marcela (c. XII-XIV), en que lo bucólico se une a lo hagiográfico, se desarrolla en La Mancha, donde jamás ha habido hayas.
Consecuente con su geografía, en el Quijote I ya no habrá hayas, como no debería haberlas en el Quijote II, camino a Zaragoza y Barcelona. Sin embargo, las hay porque así lo quiere Cervantes, con lo que adopta la función de demiurgo propia del escritor de relatos ficticios; de ese modo, en el c. XXVIII, los protagonistas entran «en una alameda, y don Quijote se acomodó al pie de un olmo y Sancho al de una haya». Más tarde, para charlar, Sancho y Ricote (c. LIV), «se sentaron al pie de una haya». También se dice que don Quijote pasó la noche (c. LXVIII) «arrimado a un tronco de una haya, o de un alcornoque (que Cide Hamete Benengeli no distingue el árbol que era)».

Como si abundase en la zona —cuando en ella faltan ejemplares de la especie, espontáneos o naturalizados—, Sancho descarga los golpes para desencantar a Dulcinea no sobre sus espaldas sino sobre unas hayas. En la primera ocasión, el escudero da (c. LXXI) «un desaforado azote en una haya»; en la segunda (ibíd.), «se retiró hasta veinte pasos de su amo entre unas hayas», para infligirles idéntico castigo. En fin, al despedirse don Álvaro Tarfe y don Quijote, aquel (c. LXXII) «siguió su camino, y don Quijote el suyo, que aquella noche la pasó entre otros árboles, por dar lugar a Sancho de cumplir su penitencia, que la cumplió del mismo modo que la pasada noche, a costa de las cortezas de las hayas».

Llama la atención que el realismo del Quijote, clave para la eclosión de la novela moderna, se venga abajo en ese detalle. Mayor es la sorpresa cuando comprobamos que, fuera del episodio de Marcela, el haya no aparece en las escenas bucólicas, sino que se integra en la rutina de un paisaje por el que Cervantes —todo hay que decirlo— muestra poco interés. Este hecho llama la atención en el Quijote, diseñado como está a modo de relato itinerante. Así las cosas, que Cervantes escoja un fresno para la estampa —de nuevo hagiográfica y bucólica— de Dorotea lavando sus pies en un arroyo (Quijote I, c.XXVIII) pone una nota realista donde menos se espera. En este punto, uno se pregunta qué sabía Cervantes acerca de las hayas y si vio algún hayedo en Italia o España.

Cervantes pudo leer lo poco que dice el Dioscórides romanceado (1555) por Andrés Laguna, que es fuente segura en otras ocasiones. Si en el Quijote I, c. XVIII, Sancho Panza cita la obra por su título, el Coloquio de los perros parte de Laguna al hablar del solano, uno de los ingredientes de la pomada de brujas. De consulta obligada era la Historia natural de Plinio el Viejo, que nuestro autor pudo manejar en el original latino y también en la versión romanceada y glosada por Francisco Hernández (ca. 1514/1517-1587). Aparte, no hay enciclopedia, poliantea o diccionario que silencie nuestro árbol, aunque la información sea pobre y reiterativa.

Es probable que Cervantes viese hayas en Italia y llegase a verlas en sus viajes por España. Dudo mucho, eso sí, de que tuviese la certeza de que el haya es especie imposible en la ruta del Quijote. Lo único que no admite duda es su pasión por la materia bucólica, que tiene la culpa de que el haya sea el árbol más frecuente en el Quijote de 1615. En ese detalle, se ve que, al escribir la primera novela moderna, Cervantes no solo hubo de vérselas con el roman courtois y los libros de caballerías españoles del s. XVI.

La querencia lleva a Cervantes, según el caso, a la novela sentimental, la hagiografía, los libros de aventuras peregrinas, la ficción morisca y, parodiando su modelo, a la novela picaresca. Por encima quedan la novela pastoril y el bucolismo en todas sus formulaciones, en sentido recto o de modo paródico. Eso mismo hace con los libros de caballerías, que aportan a Cervantes mucho más de lo que en principio estaba dispuesto a reconocer.

Al poner hayas donde nunca las hubo, Cervantes se aleja de lo que la ciencia establece y la verosimilitud permite. ¿Era consciente de ello? No lo sé de cierto: solo estoy seguro de que, en esas ocasiones, se dejó llevar por la bucólica clásica y renacentista.

 

Este artículo de Ángel Gómez Moreno es uno de los contenidos del número 3 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras, disponible en quioscos y librerías.
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