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06 Jun 2019
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Un toque de atención sobre desviaciones normativas, cambios lingüísticos, expresiones de moda y nuestra capacidad de acogida de palabras procedentes de otras lenguas.

Mª Ángeles Sastre

Profesora de Lengua Española en la Universidad de Valladolid. Me llama la atención cómo habla la gente, cómo escribe, cómo dice sin decir, cómo maquilla lo que dice, cómo transgrede con el lenguaje, cómo nos dejamos engañar por los políticos. Leo la letra pequeña en la publicidad y los periódicos de pe a pa. Y encuentro de todo.

La motivación de las expresiones fijas

En español hay expresiones fijas muy extendidas cuya procedencia ignoran los hablantes.

Pensemos, por ejemplo, en la expresión ser más feo que Picio: si queremos saber el significado de esta expresión, necesitaremos consultar un diccionario. La última edición del Diccionario de la lengua española, de la RAE (2014), bajo la entrada Picio, registra más feo que Picio («dicho de una persona: excesivamente fea»); en el Diccionario de uso del español de América y España (2003) se define Picio así: «personaje imaginario cuyo nombre se utiliza en la expresión ser más feo que Picio, que se emplea para exagerar la fealdad de una persona»; el Diccionario de uso del español actual, de la editorial SGEL, define Picio así: «nombre propio usado en la locución idiomática más feo que Picio, muy feo o desagradable»; casi lo mismo ocurre en la tercera edición del Diccionario de uso del español, de María Moliner, actualizada por la editorial Gredos, donde se registra la expresión más feo que Picio lematizada bajo la entrada Picio y se define como «muy feo»; finalmente, también el Diccionario del español actual, de M. Seco, O. Andrés y G. Ramos, registra esta expresión como dependiente del lema Picio y la define como «sumamente feo. Generalmente referido a personas».

Con independencia de que nos gusten más o menos las definiciones que ofrecen estos diccionarios o de que sean más o menos precisas, ninguno de ellos hace referencia alguna a quién era el tal Picio, si existió o no (solo uno menciona que era un personaje imaginario) ni a su motivación, es decir, a por qué la fealdad de una persona se compara con ese tal Picio. Tampoco se ofrece información sobre el origen de la expresión. Evidentemente este no es el cometido de los diccionarios de lengua, pero a muchos hablantes les gustará también saber, según recojo del libro El porqué de los dichos, de José María Iribarren (edición del año 2013), que Francisco Picio fue un zapatero, natural de Alhendín y que vivía en Granada, que fue condenado a muerte; hallándose en capilla recibió la noticia del indulto y recibió tal impresión que se quedó poco a poco sin pelo, cejas ni pestañas y con la cara tan deforme y llena de tumores, que pasó a ser citado como modelo de la fealdad más horrorosa. Iribarren toma la información de José María Sbarbi, autor de un Diccionario de refranes, adagios, proverbios, modismos, locuciones y frases proverbiales de la lengua española, publicado en 1922. Iribarren afirma que Sbarbi habló con personas que habían conocido a Picio, y añade que este se retiró a la villa de Lanjarón, de donde lo expulsaron porque jamás entró a la iglesia (por no quitarse el pañuelo con el que cubría su calva) y tuvo que volver a Granada, donde murió. 

La motivación del dicho, sea cierta o no, satisface la curiosidad del usuario. En este caso, Picio parece que tiene una filiación conocida, a juzgar por lo que le contaron a Sbarbi quienes lo conocieron, pero no es prototipo exclusivo de fealdad: comparten prototipo el sargento de Utrera (más feo que el sargento de Utrera) y Carracuca (más feo que Carracuca), aunque este último también es prototipo de ‘tonto’, de ‘perdido’ (así aparece en el diccionario académico: más perdido de Carracuca), etcétera y, en general, de cosas negativas. Del sargento de Utrera no se sabe si realmente existió, ni siquiera los de Utrera lo saben; de Carracuca algo se sabe: Alberto Buitrago, en su Diccionario de dichos y frases hechas (2012) apunta que podría ser el apodo de un mendigo, enano o bufón de corte del siglo XVII. Ciertamente no se sabe, pero sí que sus desdichas o el hecho de tener un nombre tan sonoro facilitaron su inclusión en expresiones. 

El rastreo de la filiación de los personajes de las comparaciones no siempre ha sido exitoso. Por eso cuando no se ha podido documentar su existencia o cuando se ignora su origen, se habla de personajes proverbiales: Abundio (más tonto que Abundio), Perico el de los palotes (más tonto que Perico el de los palotes), Pedro (como Pedro por su casa), Cardona (más listo que Cardona) o Lepe (más listo que Lepe). En otras expresiones el personaje de las comparaciones es conocido o al menos está documentado, como Matusalén (más viejo que Matusalén), Cagancho (quedar como Cagancho en Las Ventas), Job (tener más paciencia que el santo Job) o Cascorro (más viejo que Cascorro).