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17 Feb 2024
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Los mejores en castellano, seleccionados, comentados y recitados por el editor y director de Archiletras.

Arsenio Escolar

Periodista, filólogo, escritor y editor. Fundé Archiletras en 2018 tras darle vueltas al proyecto durante 35 años.

Gerardo Diego, tradición y vanguardia

Nos hemos asomado aquí varias veces a la Generación del 27. Al irrepetible conjunto de poetas que hace ahora una centuria llevaron nuestras letras a unas cumbres que no escalábamos desde los siglos de Oro: el XVI y el XVII. Hoy volvemos a esa generación para hablar de Gerardo Diego. Es uno de los grandes, y no siempre ha sido reconocido como tal. Ahora veréis por qué.

Diciembre de 1927. Ateneo de Sevilla. Un grupo de jóvenes poetas homenajea y reivindica a Luis de Góngora, en el tercer centenario de su muerte. Así nace a efectos de conocimiento público la luego llamada Generación del 27. La de Federico García Lorca, Luis Cernuda, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, Jorge Guillén, Pedro Salinas, Dámaso Alonso… Concha Méndez, Ernestina de Champourcín, Josefina de la Torre… Y Gerardo Diego.

Gerardo Diego era santanderino, nacido en 1896. Estudió Filosofía y letras en Deusto. Fue profesor toda su vida, catedrático de Lengua y Literatura en institutos de Soria, de Gijón, de su Santander natal, de Madrid… Hay un poema suyo que escribe precisamente cuando se va a trasladar lejos de casa como profesor. Se titula Brindis, lo dedica «a mis amigos de Santander que festejaron mi nombramiento profesional». 

Fijaos bien, está en versos muy diferentes de extensión, de muy cortos a muy largos. Todos ellos son de una gran musicalidad, se nota que el autor, además de poeta, es pianista y musicólogo. Además del ritmo, suena ahí, en todo el poema, una misma rima asonante que le da una gran viveza. Dice así Brindis:

Debiera ahora deciros: -«Amigos,
muchas gracias», y sentarme, pero sin ripios.
Permitidme que os lo diga en tono lírico,
en verso, sí, pero libre y de capricho.
Amigos:
dentro de unos días me veré rodeado de chicos,
de chicos torpes y listos,
y dóciles y ariscos,
a muchas leguas de este Santander mío,
en un pueblo antiguo,
tranquilo
y frío,
y les hablaré de versos y de hemistiquios,
y del Dante, y de Shakespeare, y de Moratín (hijo),
y de pluscuamperfectos y de participios,
y el uno bostezará y el otro me hará un guiño.
Y otro, seguramente el más listo,
me pondrá un alias definitivo.
Y así pasarán cursos monótonos y prolijos.
Pero un día tendré un discípulo,
un verdadero discípulo,
y moldearé su alma de niño
y le haré hacerse nuevo y distinto,
distinto de mí y de todos: él mismo.
Y me guardará respeto y cariño.
Y ahora os digo:
amigos,
brindemos por ese niño,
por ese predilecto discípulo,
por que mis dedos rígidos
acierten a moldear su espíritu,
y mi llama lírica prenda en su corazón virgíneo,
y por que siga su camino
intacto y limpio,
y porque este mi discípulo,
que inmortalice mi nombre y mi apellido,
… sea el hijo,
el hijo
de uno de vosotros, amigos. 

Como poeta, Gerardo Diego es muy versátil. Clásico y vanguardista, tradicional e hipermoderno. Hace romances, décimas o sonetos, y hasta liras y octavas reales, que recuerdan a las de los Siglos de Oro. Y hace también poemas que están en las antologías del creacionismo o del ultraísmo, dos de las principales vanguardias de su tiempo.

En el prólogo de una antología de sus versos publicada en 1941 escribe esto: «Yo no soy responsable de que me atraigan simultáneamente el campo y la ciudad, la tradición y el futuro; de que me encante el arte nuevo y me extasíe el antiguo; de que me vuelva loco la retórica hecha, y me torne más loco el capricho de volver a hacérmela —nueva— para mi uso personal e intransferible. Hay horas para explorar por esos mundos y horas para encerrarse a solas con sus recuerdos».

Vamos con un poema temprano y vanguardista de Gerardo Diego. Se titula Rosa mística, y está incluido en uno de sus primeros poemarios, Imagen, publicado en 1922. Dice así el poema:

Era ella,
y nadie lo sabía.
Pero cuando pasaba
los árboles se arrodillaban.
Anidaba en sus ojos
el ave maría.
Y en su cabellera
se trenzaban las letanías.
Era ella.  Era ella.
Me desmayé en sus manos
como una hoja muerta,
sus manos ojivales
que daban de comer a las estrellas.
Por el aire volaban
romanzas sin sonido…
Y en su almohada de pasos
me quedé dormido.

Imagen, que como os decía se publicó en 1922, es uno de los poemarios vanguardistas de Gerardo Diego. Como Manual de espumas, que es de 1924, o Fábula de Equis y Zeda, de 1932, o Biografía incompleta, que es de 1953. Del otro estilo, del tradicional, son los libros titulados Romancero de la novia, de 1920; Versos humanos, que es de 1925, o Alondra de verdad, que es de 1941. Fijaos en que no hay dos etapas separadas en la producción del poeta: hace a la vez poemas tradicionales y poemas vanguardistas, y publica poemarios de uno u otro estilo de modo alterno.

Hay un tipo de poesía al que Gerardo Diego apenas se asomó. La poesía social, tan extendida en la postguerra, tras la guerra civil. Quizás por esto que ahora os cuento.

Vamos a volver para ello a los jóvenes poetas que hace unos cien años, unos noventa años, están fraguando la luego llamada Generación del 27. Formaban un grupo muy cohesionado, la mayoría de ellos eran amigos entre sí. La guerra civil los dividió. Lorca murió asesinado por los golpistas en los primeros días de la guerra. Tras el conflicto, muchos de ellos se fueron al exilio, como republicanos vencidos. Y Gerardo Diego no sólo se quedó en España sino que apoyó el franquismo, lo que le granjeó muchas enemistades y condenas políticas y poéticas. 

Hay unos versos terribles de Pablo Neruda, en un poema titulado A Miguel Hernández, asesinado en los presidios de España y recogido en su Canto general. Hay una estrofa ahí que dice así: 

Que sepan los que te mataron que pagarán con sangre.
Que sepan los que te dieron tormento que me verán un día.
Que sepan los malditos que hoy incluyen tu nombre
en sus libros, los Dámasos, los Gerardos, los hijos
de perra, silenciosos cómplices del verdugo,
que no será borrado tu martirio, y tu muerte
caerá sobre toda su luna de cobardes.

Son unos versos muy duros, injustos. Miguel Hernández murió en la prisión de Alicante en 1942. Probablemente, poco podían hacer Dámaso Alonso y Gerardo Diego por él. Pero esos versos de Neruda y otras muchas opiniones críticas de intelectuales republicanos exiliados hicieron que Gerardo Diego fuera durante muchos años un apestado para la izquierda. La concesión en 1979 del Premio Cervantes, compartido ese año con Jorge Luis Borges, le devolvió de alguna manera a la primera fila de la poesía en español.

Volvemos a la obra del poeta santanderino. Ahora, a uno de sus más conocidos poemas clásicos. El Romance del Duero. Dice así:

Río Duero, río Duero,
nadie a acompañarte baja;
nadie se detiene a oír
tu eterna estrofa de agua.
Indiferente o cobarde,
la ciudad vuelve la espalda.
No quiere ver en tu espejo
su muralla desdentada.
Tú, viejo Duero, sonríes
entre tus barbas de plata,
moliendo con tus romances
las cosechas mal logradas.
Y entre los santos de piedra
y los álamos de magia
pasas llevando en tus ondas
palabras de amor, palabras.
Quién pudiera como tú,
a la vez quieto y en marcha,
cantar siempre el mismo verso
pero con distinta agua.
Río Duero, río Duero,
nadie a estar contigo baja,
ya nadie quiere atender
tu eterna estrofa olvidada,
sino los enamorados
que preguntan por sus almas
y siembran en tus espumas
palabras de amor, palabras.

De este célebre poema de aire tradicional nos vamos a otro aún más conocido y también en una estrofa tradicional. Me refiero al soneto titulado El ciprés de Silos. Es uno de los sonetos más célebres y ejemplares de la literatura en español. Ejemplar porque reúne todas las características esenciales de esa estrofa inventada por los poetas italianos del primer Renacimiento y luego tan nuestra durante ya más de cinco siglos: historia gradual y completa, perfección formal, razón y corazón.

Sabemos casi todo de este poema. Gerardo Diego llegó al monasterio burgalés de Santo Domingo de Silos el 3 de julio de 1924, en pocos meses hará cien años. Pernoctó allí, en la hospedería, y al día siguiente, el día 4, antes de seguir camino hacia Madrid, dejó escrito el poema en el libro de firmas del cenobio. Y allí se hubiera quedado el soneto si otro poeta de la Generación del 27, Pedro Salinas, no le hubiera convencido al autor para que lo incluyera en la obra Versos humanos, con la que Diego ganaría un año después, en 1925, el Premio Nacional de Literatura. Compartió el galardón con otro de los grandes poetas del 27, Rafael Alberti, éste por su poemario titulado Marinero en tierra

Os hago un inciso curioso: el gaditano Alberti también visitó Silos por entonces. Fue en 1925, en un largo viaje por el norte de España, y escribió y publicó un poemario, La amante, en el que tienen su poema muchos de los lugares por los que pasó: Guadarrama, Aranda de Duero, Sotillo de la Ribera, Roa, Peñaranda, Clunia, Salas de los Infantes, Covarrubias, Lerma… ¡y Silos!

El poema de Gerardo Diego es un compendio de reflexión y de emociones. Silos y su ciprés, en medio del claustro, son un bálsamo de paz y de espiritualidad para el «alma sin dueño» del poeta, que quiere «diluirse» y «ascender» casi hasta el cielo como el surtidor-lanza-chorro-mástil-flecha-saeta-torre… que ve en el árbol: «señero, dulce, firme». Atentos. Dice así: 

Enhiesto surtidor de sombra y sueño
que acongojas el cielo con tu lanza.
Chorro que a las estrellas casi alcanza
devanado a sí mismo en loco empeño.

Mástil de soledad, prodigio isleño;
flecha de fe, saeta de esperanza.
Hoy llegó a ti, riberas del Arlanza
peregrina al azar, mi alma sin dueño.

Cuando te vi señero, dulce, firme,
qué ansiedades sentí de diluirme
y ascender como tú, vuelto en cristales.

Como tú, negra torre de arduos filos,
ejemplo de delirios verticales,
mudo ciprés en el fervor de Silos.

Gerardo Diego fue un gran sonetista. Tiene docenas de sonetos bellísimos, y de una gran destreza técnica. Vamos a acabar este episodio con otro de ellos. Se titula Insomnio, y dice así:

Tú y tu desnudo sueño. No lo sabes.
Duermes. No. No lo sabes. Yo en desvelo,
y tú, inocente, duermes bajo el cielo.
Tú por tu sueño, y por el mar las naves.

En cárceles de espacio, aéreas llaves
te me encierran, recluyen, roban. Hielo,
cristal de aire en mil hojas. No. No hay vuelo
que alce hasta ti las alas de mis aves.

Saber que duermes tú, cierta, segura
-cauce fiel de abandono, línea pura-,
tan cerca de mis brazos maniatados.

Qué pavorosa esclavitud de isleño,
yo, insomne, loco, en los acantilados,
las naves por el mar, tú por tu sueño.