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Xosé Castro

28 Feb 2019
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Firmas

Yo soy quien te hace llorar

El viejo adagio italiano «traduttore, traditore» («traductor, traidor») le viene al pelo a esta profesión. No en vano, nosotros traducimos emociones, no palabras: si el espectador en la lengua original se ríe, quien ve la película en la lengua de destino también debe reírse; y lo mismo si llora, se sorprende o se asusta. El problema es que, a veces, lo que hace reír a los hablantes de una lengua no es gracioso para los de otra. A menudo, una situación hilarante hace referencia a situaciones o hechos desconocidos fuera del país donde se desarrolla la historia. Por eso, a veces, tenemos que traicionar el texto original con el fin de causar la misma emoción aquí que allá.

Ahora bien, a diferencia de otras especialidades, los guiones traducidos de películas y series terminan doblados o subtitulados, y eso nos impone unas limitaciones espacio-temporales. En español necesitamos casi 20% más de palabras para expresar lo mismo que en inglés, así que es fácil imaginar el arduo trabajo que supone concentrar todo lo que dicen los personajes para encajarlo en la boca de los actores originales.

Un ejemplo: en cierta película, un personaje gritaba «Call Intel!», es decir, «¡Llama al Servicio de Inteligencia!». Ni siquiera a quien ande flojo de aritmética le costará entender que el actor de doblaje no puede decir todo ese texto en la boca del personaje que se ve en la pantalla. La versión traducida podría ser «Llama a Smith» (porque así se llama el agente con el que hablará), aunque tampoco sería mala opción un conciso «Llámalo», que precisará de alguna explicación ulterior para que el espectador no se quede intrigado preguntándose: «¡A quién? ¡A quién?».

Como el lector ya habrá supuesto, la mayoría de los productos audiovisuales que consumimos doblados y subtitulados en nuestro país se ha traducido del inglés. Y, de nuevo, cuando se trata de subtitulado, nos encontramos con otras limitaciones, en este caso, de tiempo y espacio. Un subtítulo suele tener, como máximo, dos renglones que sumarán unas doce o trece palabras y que el espectador
tardará cuatro segundos en leer. Si los personajes de las películas hablaran pausadamente, bueno, ¡ni tan mal! Pero el problema es que se obstinan en hablar rápido y, además, en hablar con otras personas —incluso con varias a la vez—, así que no es tarea fácil.

En algunas de las películas que he subtitulado, me vi obligado a excluir 30% del texto original. Hablaban muy rápido; y hablaban muchos. La pericia —el arte, diría yo— consiste en lograrlo con la mínima pérdida de contenido. Por eso, cuando se inventó Twitter y nos enteramos de que solo dispondríamos de 140 caracteres, muchos subtituladores pensamos: «Bienvenidos a mi día a día».

¿Doblaje o subtitulación?

En muchas ciudades de España no hay cines que emitan películas subtituladas, al contrario de lo que pasa en Hispanoamérica, y hay quien encuentra en ese dato la razón de que haya más personas que dominan el inglés al otro lado del océano que aquí.

Somos un país con una sólida tradición de doblaje. Para la dictadura, este fue un poderoso instrumento; no obstante, no fue Franco —como piensan algunos— quien inventó la censura cinematográfica. Ya en 1912 se aprobó la primera normativa, que se aplicaría con rigor durante la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930). Más tarde, Franco creó la Junta Superior de Censura Cinematográfica, destinada a preservar los valores morales y tradicionales de España.

Si leyéramos ahora los informes de los censores de la época, pasaríamos de la estupefacción a la risa. La palma se la lleva la absurda manipulación que se hizo de la película Mogambo (1953), dirigida por John Ford. En ella, el matrimonio protagonista (encarnado por Grace Kelly y Donald Sinden) conocen a un apuesto cazador (Clark Gable). Grace Kelly se enamora de él y tontean. Para evitar esa inmoralidad, la junta decidió hacer que en la versión doblada la pareja protagonista fueran hermanos; unos hermanos que tenían una relación muy sensual, así que, buscando evitar un adulterio, lograron un incesto.

Aunque no se sabe la cifra exacta, en un Eurobarómetro del 2012 se indicaba que 76% de los españoles prefería ver las películas dobladas. En el otro extremo, 95%, en promedio, de los daneses, suecos, holandeses y finlandeses preferían la versión original subtitulada.
En cualquier caso, ese mismo año se aprobó la norma UNE 153010, que regula la práctica del subtitulado para sordos y que se ha implantado gradualmente en todas las cadenas de televisión. En paralelo a esa aplicación, el consumo de programas subtitulados también ha crecido con la proliferación de las plataformas de vídeo a demanda, como Netflix, HBO, Movistar, entre otras.

No, no pusimos título a la película

Es posible que esta sea la pregunta que más nos hacen: «¿Quién ha puesto ese título tan horrible a la película?». La respuesta es fácil: en casi ningún caso fue el traductor, sino algún responsable de marketing de la distribuidora, que buscaba un título comercial o con gancho.
En algunas ocasiones, la traducción es incorrecta e, incluso, muy desacertada, como pasó con la película Rosemary’s Baby (1968), que significa, literalmente «El hijo de Rosemary», pero que alguien decidió traducir como La semilla del diablo, creando así el título más spoiler de la historia.

Traductores ninja

Como ocurre con los guerreros japoneses, una de las características del traductor de cualquier especialidad es pasar inadvertido. El lector, espectador o consumidor de una traducción debe disfrutar de un producto en su lengua sin notar disrupción alguna en el mensaje.

Quizá por eso nos vemos en las páginas de los periódicos cuando alguno de nosotros mete la pata. Sin embargo, los medios no celebran con tanto bombo nuestros aciertos.

Borges decía que «el original es infiel a la traducción». Cuando una obra está traducida pasa a formar parte del acervo del pueblo que la lee, se hace un poco más nuestra y parece alejarse un poco de su cuna.

Si el lector se para a pensar en una docena de libros o de películas que le hayan cambiado la vida o que le afectaran profundamente, se encontrará con que algunos —si no la mayoría— son traducciones. Por eso, el traductor es ese inadvertido profesional que te acompaña en una oscura sala de cine y el que te llevas a la cama con esas páginas que lees antes de dormir. El que te hace llorar; el que te hace reír.

 

Este artículo de Xosé Castro es uno de los contenidos del número 2 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras, disponible en quioscos y librerías.
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