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Xosé Castro

16 Mar 2021
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Firmas

El dilema hispano del espacio-tiempo

Mi primer viaje a los Estados Unidos fue en 1991. Tenía que visitar las oficinas de Microsoft y me alojaron en un hotel que estaba a las afueras de Seattle, un poco en medio de la nada, en una ciudad llamada Juanita. Sí, Juanita.

Como era de noche y tenía hambre, me acerqué a la recepción para que me recomendaran un lugar cercano en el que cenar. La diligente recepcionista me dijo que había varios restaurantes «en la calle aledaña al hotel, a 15 minutos hacia el oeste».

Recuerdo aquello como mi primer choque con la cultura estadounidense en materia de dimensiones, espacios, tiempos y direcciones. Lo que ellos llamaban «ciudad» (town) no se parecía en nada a mi concepto de ciudad. Para mí, una ciudad o un pueblo es un lugar con un casco antiguo o una calle más o menos principal en torno a la cual fue creciendo el resto. En los Estados Unidos, la mayoría de las towns son, simple y llanamente, un barrio residencial. Nunca supe quién fue la tal Juanita en cuyo honor se nominó aquella.

Fue entonces cuando me percaté de que, para un estadounidense, dar indicaciones con puntos cardinales es algo muy normal, ya que en la mayoría de las ciudades —diseñadas a partir del siglo XVIII— se trazaron las avenidas de norte a sur, y las calles, de este a oeste.

En la vieja España, plagada de pueblos y ciudades con alcazabas, medinas, cascos viejos, callejuelas, recovecos laberínticos, intramuros y extramuros… siempre ha resultado poco práctico hablar de norte o de oeste. Con una salvedad: el altar de casi todas las iglesias antiguas se orientaba (de ahí el verbo) hacia Tierra Santa, igual que la alquibla de las mezquitas se alineaba con La Meca. No era algo que se hiciera con precisión matemática, pero digamos que uno puede ubicar los puntos cardinales en un pueblo español usando cualquier iglesia de piedra como brújula a escala.

Precisamente porque, desde siempre, nuestros pueblos y ciudades han sido más de andar a pie, en burro o caballo, para un españolito medio, las distancias se siguen expresando en «minutos a pie». Y esa fue la última parte de mi choque cultural aquella noche en Juanita. Cuando llevaba media hora caminando a oscuras por una calle que, a ratos, no tenía ni acera, un coche patrulla de la policía se detuvo a mi lado y el agente me preguntó:
—¿Se le ha estropeado el coche? Si quiere, lo acercamos a algún lado.
—No se preocupe, agente. Me dijeron que había un restaurante a 15 minutos de mi hotel, pero no sé si voy bien.
—Ah, sí, pero está como a media hora andando de aquí.

En efecto, la recepcionista supuso que yo tenía coche y me dio la distancia en… «minutos en coche». Y es que, en los Estados Unidos, casi todo el mundo tiene coche y todo se diseña pensando en que la gente se desplazará en un vehículo de motor. Máxime en Juanita.

Algo así pasa desde hace años en algunas ciudades grandes de España. La gente que vive en zonas residenciales no suele decir tanto «vivo a las afueras» como «vivo a 20 minutos del centro», aunque esto depende del apego que tenga a la ciudad o de lo integrada que quiera parecer en ella.

El tiempo es muy relativo

Desde aquella experiencia, siempre he sentido mucha curiosidad por la percepción y expresión del espacio y del tiempo, incluso el meteorológico, pero eso es harina de otro costal.

Un día, un amigo estadounidense recién mudado a España me preguntó:
—Xosé, cuando un español me propone que quedemos «tipo siete, siete y media», ¿a qué hora debo ir a la cita?

Hasta ese momento, nunca me había planteado la respuesta.
—Aquí –le dije–, la palabra clave es «tipo».

Si ese español le hubiera dicho «Quedamos de siete a siete y media» –que es otra forma muy española–, le habría sugerido un ni pa ti ni pa mí: «Ve a las 19.15».

Pero esa palabra («tipo») es un cajón de sastre, es una declaración de intenciones: esa persona tiene una percepción laxa del tiempo. Decir «Quedamos tipo siete…» o «Quedamos en plan siete…» se parece sutilmente a «Quedamos a las siete», pero no, y por eso mi respuesta brotó naturalmente, sin pensarla:
—No vayas nunca antes de las 19.30. Ese fulano no llegará antes ni de coña.

Y así me lo confirmó luego.

Solo a través de los ojos de un foráneo uno llega a comprender que, si un español responde «En un cuartito de hora», «En quince minutitos» o «Como en un cuarto de hora» a la pregunta «¿Cuándo lo tendrás listo?», eso jamás significa quince minutos de reloj. Por eso, proseguí instruyendo a mi querido guiri:

—Mira, el diminutivo, en español, suele ser más un lubricante que un indicador de tamaño. Por eso, un minutito puede tener más de 60 segundos –le expliqué.
—Yo creía que sabía español.
—Ya, y yo creía que hablaba inglés de la BBC.

Asimismo, el ahorita de algunos países americanos, tiene cuatro significados principales:
– dentro de un instante,
– dentro de un rato,
– quizá mañana,
– ¿quién es usted y por qué me grita?

La desnaturalización temporal del adverbio obliga a que, en algunos países, cuando quieren expresar realmente ‘ya mismo’, dicen «ahora ahora». Este recurso, aparentemente pleonástico, no es único: desde la frontera oriental con Francia hasta la frontera sur con Portugal, muchos dicen «ahora luego» y «ahora después». En esta expresión, además de indicarse un lapso, se intuye una intención, como que quien la dice no quiere dejar pasar mucho tiempo, pero tampoco puede concretarlo.

Otro apartado que dediqué a enseñarle a mi amigo fue el de los muy distintos usos del diminutivo. Cuando se aplica a divisas, significa una cosa o la contraria: ganga o latrocinio. Apréciese la diferencia con la misma cantidad:
—Me vendió tremenda moto por quinientos
euritos.
—Me metieron una multa de quinientos euritos.

Pero el diminutivo también tiene una función emocional, de acercamiento y cortesía. Cuando lo usamos en la frase «¿Me pondrías un cafecito?», ahí, galantemente acompañado de su verbo en condicional, sustituye al preceptivo «por favor». Esto sorprendió a mi angloamigo, para quien el please es casi preceptivo cuando se quiere ser cortés.

Cuándo se come aquí

Volvamos a las medidas del tiempo. España tiene algo que la distingue del resto de los países del mundo hispanohablante: el concepto mediodía.

En otros idiomas, culturas o países, el mediodía es algo que sucede exactamente a las 12.00, cuando la mañana da paso a la tarde. Y, además, suele ser la hora de comer, más o menos.

Pero jamás hallarás a un español que crea que la tarde empieza a las 12.01. ¿Estamos locos? En España, las 12.00 son la «media mañana», porque aquí la tarde empieza:
1) después de comer o
2) a una hora indeterminada entre las 15.30 y las 16.00, según a quién le preguntes.

Las doce es la hora del aperitivo o de algo mucho más llamativo: lo que en algunas regiones denominan almuerzo. Para un gallego expatriado en Madrid como yo, el almuerzo es la comida fuerte que se hace a mitad del día. Para muchos españoles e hispanoamericanos, en materia de manduca, el día se divide en desayuno, comida (o almuerzo) y cena.

Por eso, cuando fui aquella vez a dar un curso a Valencia y los alumnos me pidieron hacer «una pausa para el almuerzo» a eso de las 12.00, pensé para mis adentros: «Caray, qué europeos son estos valencianos, comiendo a las doce». Nótese que, en España, aun estando en la UE, exclamamos que algo es «europeo» cuando nos resulta más cívico o propio de los europeos del norte, que no de griegos o italianos, a quienes consideramos hermanos en lo tocante a la laxitud de costumbres. Algo así como cuando los británicos dicen que van a Europa si cruzan a otro país de la UE.

La cuestión es que yo, a las 12.00, hice la pausa como me pidieron, y me fui a una cafetería con mis alumnos. Y caray cómo comían: bocadillos del tamaño de bebés, aceitunas, embutidos como para pavimentar un garaje, tortillas de todos los sabores, zumos, cafés, cervezas y vinos. Cuando me sentí ahíto y embuchado como un pavo en Nochebuena, me pedí un cafecito y les comenté a mis alumnos mi sorpresa ante la «sana» —añadí yo, por alabar— costumbre de comer tan temprano.

Algunos lloraron el vinagre de los pepinillos con la risa.
—¡Pero qué dices «comer»! ¡Esto es el almuerzo!
—El esmorzaret de toda la vida –añadió otro.
—No nos digas que te sientes lleno, que a las dos hemos reservado para comer en un restaurante.
—¿Pero esto qué era, entonces? ¿Un simulacro por si surge una hambruna repentina? –comenté saliendo a duras penas de mi asombro.

Como se puede intuir, las horas y el compango tienen una relación bastante estrecha para el español medio. Por eso, mi amigo estadounidense saludó a su portero un día a las 12.30 con un…
—Buenas tardes, Manuel.
—¿Qué pasa? ¿Ya has comido? –le espetó.

Y luego vino a contármelo, porque no entendía si era broma o un choque cultural. Otro más, vamos.
—Choque, es un choque, querido –le aclaré.

De hecho, España es el único país del mundo –que yo sepa– en el que se dice, atención:
—Nos vemos tipo la una del mediodía.

¡La una del mediodía! ¡Hemos inventado el viaje en el tiempo! Y con «tipo», además.

También somos el único país donde la hora a la que empieza la noche es distinta. En los países hispanos de Norteamérica, el Caribe, Centroamérica y buena parte de Sudamérica, se pasa de las seis de la tarde a las siete de la noche, porque la puesta de sol no varía demasiado a lo largo del año.

Hacia el Cono Sur, ya es más normal oír que la noche empieza a las ocho, pero… ¿y en España?
En España, pasamos de las ocho de la tarde a las nueve de la noche. Y punto pelota. Quizá sea porque durante casi cinco meses, el sol se pone de las ocho en adelante.

Vamos a la cama

Los españoles pasamos más horas fuera de casa que la mayoría de los europeos. Nos gusta vivir en la calle, pero es que, además, tenemos unos horarios laborables inconcebibles que ojalá se racionalicen a medio plazo.

Quizá por eso tenemos el horario estelar de televisión más tardío de casi todo el mundo: hasta tres horas más tarde que otros países. Cuando empiezan los informativos de la noche en España, en muchos países cercanos ya están acostados.

Salimos tarde de trabajar, a una hora en la que casi todo está cerrado, retrasamos la cena (¿conoces muchos países donde cenen a las 22.00?) y, además, dormimos poco y mal (ahí, digiriendo la tortillita), porque nos vamos a la cama entre las 23.30 y la 1.00.

Hasta el 1 de enero de 1901, en La Coruña, mi ciudad natal, uno de los relojes del Obelisco (símbolo de la ciudad) marcaba la hora local, y otro, la de Madrid. Debido al aumento de los viajes en tren, nació la necesidad de aplicar un único huso horario a todo el país. Buena parte del lío con nuestros horarios y costumbres también se debe a que, a pesar de estar alineados con el meridiano de Greenwich, decidimos tener la misma hora que Alemania.

No sé a qué hora cenarían los tataratatarabuelos de Juanita —seguramente españoles—, pero nunca habrían imaginado que una ciudad llevaría el nombre de su descendiente. Allí, tan al norte, y un poquito hacia el oeste.

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