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César Javier Palacios

26 Nov 2020
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Unamuno, el feliz confinado de Fuerteventura

Si de algo sabía el escritor y filósofo Miguel de Unamuno (Bilbao, 1864-Salamanca, 1936) era de confinamientos. Sufrió dos: cuatro meses deportado en la isla de Fuerteventura en 1924 y dos meses y medio, los últimos de su vida, en Salamanca en 1936. El segundo fue muy triste. Expulsado de la Universidad por su polémico discurso en el paraninfo salmantino contra Millán-Astray, ese «vencer no es convencer» lo recluyó en su casa hasta la muerte.

En Fuerteventura todo fue mucho más placentero. Crítico por naturaleza «contra todo y contra todos», sus furibundos ataques a la dictadura de Miguel Primo de Rivera (1923-1930) provocaron en febrero de 1924 su destitución fulminante como vicerrector de la Universidad de Salamanca, castigo al que se sumó su destierro a la desértica isla canaria, entonces uno de los lugares más pobres, incomunicados y desolados de España.

Pero Fuerteventura no fue la dura cárcel de arena que pretendía el régimen dictatorial. Todo lo contrario. Como explica su principal biógrafa, Colette Rabaté, profesora de la Universidad de Tours, «fue como una pausa en su vida, casi como unas vacaciones. Y además sin la familia, que era como muchas veces más le gustaba viajar». El confinamiento majorero resultó inusitadamente relajado. La isla, poco acostumbrada a celebridades, lo acogió con admiración.

Llegó ligero de equipaje, con tan solo tres libros en la maleta: un Nuevo Testamento en original griego, junto a La Divina Comedia de Dante y los diez Cantos de Giacomo Leopardi, ambos en versión italiana. Enseguida hizo un grupo de buenos amigos con los escasos intelectuales que allí vivían, como el comerciante ilustrado y masón Ramón Castañeyra, propietario de una bien surtida biblioteca donde el vasco se reconciliará con la literatura de Benito Pérez Galdós al releer allí sus Episodios Nacionales, algunas de sus Novelas contemporáneas y Doña Perfecta, cuya lectura le devuelve a su edad juvenil. Consultará además un gran número de libros sobre prehistoria, historia y hasta ornitología de Canarias que le permitirán interpretar como pocos el paisaje majorero. También dedicará tiempo a libros propios, como Recuerdos de niñez y de mocedad (1908), que sin duda acentuaron su nostalgia.

De sus largas charlas con el párroco Víctor San Martín surgirá un personaje muy importanteen su obra, el cura ateo de San Manuel Bueno, mártir (1931) según asegura Jean-Claude Rabaté, catedrático y profesor de la Universidad Sorbonne Nouvelle.

Contagiado por la tranquilidad del lugar, su rutina de confinado no pudo ser más agradable, como él mismo explicará: «Baños de sol por la mañana, almorzar, siesta, partida de ajedrez, lectura, tertulia, cenar, paseo nocturno y de vez en cuando excursión». Esas excursiones por el campo, de las que desde muy joven fue fervoroso practicante, las hacía tanto en el barquillo de vela como por tierra a lomos de camello, con el que a pesar de sus malas trazas de jinete fue capaz de llegar a lugares tan retirados como Tindaya o Pájara. Los paseos solían llevarle por la costa a un promontorio cercano donde, confesará en un soneto, «descubrí la mar. Y eso que nací y me crié muy cerca de ella».

Influido por las teorías higienistas alemanas, gustaba de darse ‘baños de sol’ completamente desnudo. En una ocasión, el dueño de la pensión donde se alojaba le llamó la atención sobre las quejas recibidas por parte de los vecinos, que al salir a sus azoteas se encontraban con el espectáculo ‘indecente’ de ver al escritor totalmente en cueros. Unamuno, en una de esas salidas muy suyas, le espetó al compungido hospedero: «Yo no los miro. Que no me miren ellos a mí». De esa experiencia nudista en Fuerteventura quizá surgió en esos días un hermoso soneto suyo que comienza así: «Al sol de la verdad pongo desnuda mi alma».

Acosado por su fan más enamorada

Tertulias, paseos, excursiones, largas siestas y buenas comidas fueron para Unamuno un bálsamo de sosiego. Nada que ver con nuestro confinamiento actual por el coronavirus. Así lo expresará él mismo: «En mi vida he dormido mejor. ¡En mi vida he digerido mejor mis íntimas inquietudes! Estoy digiriendo el gofio de nuestra historia».

Pero la lejanía de la familia (tuvo nueve hijos) y del mundo real pudieron más y enseguida empezó a urdir un plan para poner fin a esas extrañas vacaciones forzosas. Todo estaba decidido para su fuga cuando recibió la más increíble e inesperada de las visitas. A ese lugar inhóspito llegó una acosadora epistolar, una fan platónicamente enamorada del catedrático llamada Delfina Molina, mediocre escritora argentina de 45 años, casada para más señas, quien acongojada por el confinamiento de su admirado viajó desde Buenos Aires a Fuerteventura con la intención de aliviar sus penas. Tal posibilidad debió espantar al escritor.

Justo cuando ella parta, el de Bilbao sufrirá otro contratiempo: la noticia de su amnistía. No hace falta por tanto que escape; puede volverse a Salamanca cuando quiera. Pero ya tenía previsto un plan de fuga y Unamuno hará como que no se entera. Ha decidido cambiar su posición de confinado por la de exiliado político. Se irá a París, en las antípodas culturales y urbanas de Fuerteventura. Y más tarde a Hendaya. No lo sabe, pero ese autodestierro durará seis largos años.

Cambiar Fuerteventura por París fue como saltar de la nada al todo. Y eso lo reflejó en uno de sus poemarios más intensos, un libro escrito a caballo entre ambos mundos radicalmente diferentes. El propio Unamuno subtitulará De Fuerteventura a París (1925) como «diario íntimo de confinamiento y destierro vertido en sonetos». Donde el abandono, la aridez y la soledad de la isla son las mismas que siente el poeta en su destierro, fiel reflejo de una angustia vital que tornará en experiencia mística, de ermitaño. También demostrará una capacidad impresionante para recoger canarismos poco habituales y verterlos en sus sonetos como las pellas de gofio (bolas de cereal tostado), conduto (aperitivo), maresía (humedad marina) o esa magua (pena) «que oprime el pecho de esta gente pobre; / agua, Señor, aunque sea salobre: / ¿para qué tierra, si les falta el agua?».

El libro se abre con una carta fechada ya en París y dirigida a su amigo Ramón Castañeyra. En ella le promete volver a la isla y escribir otro libro titulado Don Quijote en Fuerteventura. Donde, le adelanta, presentará al loco genial recorriendo aquella tierra «en camello a modo de Clavileño». Pero Unamuno nunca escribió ese libro ni regresó a la vieja Maxorata.

 

Este artículo de César Javier Palacios es uno de los contenidos del número 8 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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