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Pedro García Cuartango

07 May 2019
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Firmas

París era una fiesta

Los mejores norteamericanos mueren en París, dijo Oscar Wilde. Si no es verdad, podría serlo porque en el cementerio del Père-Lachaise están enterrados Isadora Duncan, Jim Morrison, Gertrude Stein y Alice B. Toklas, cerca de cuyas tumbas me gustaba pasear hace muchos años en las tardes ociosas.

Me paraba siempre en la discreta sepultura de Marcel Proust, de mármol negro, en la que siempre había un ramo de flores. Cuando me fui de la ciudad, arranqué un pequeño ramito como recuerdo, que estuvo en las páginas de mi edición de La Recherche algunos años hasta que se convirtió literalmente en polvo.

Vivía por aquel entonces en la rue Voltaire, esquina plaza de León Blum, y acostumbraba a subir por la rue de la Roquette al Père-Lachaise, cuyas grandes puertas —entonces pintadas de verde— se divisan desde el último tramo de esa calle en la que había una pequeña quesería de una señora de Bretaña, llamada Yvonne, con la que establecí una buena amistad.

Yo residía en el séptimo piso en una chambre de bonne, que era la antigua habitación donde se hospedaban las criadas. Disponía de una estufa de gas y un lavabo, pero había que utilizar un baño comunitario que tenía un ventanuco desde el que se divisaban la Tour Eiffel y los tejados de la ciudad. La casa estaba ubicada en el distrito XI, uno de los más literarios de París, no muy lejos de la sala Bataclán donde se cometieron los terribles atentados islamistas en noviembre de 2015. Mi hija Blanca, que vivía muy cerca, estaba en ese momento en un supermercado y tuvo que refugiarse en el piso de unos amigos porque los terroristas disparaban junto a su portal.

Vagar sin rumbo por el laberinto de los senderos del Père-Lachaise es hacer un recorrido por la historia de la literatura francesa porque allí están enterrados Apollinaire, La Fontaine, Nerval, Balzac, Camus, Colette, Molière, Michelet y Alphonse Daudet. También descansan en ese lugar los restos de Oscar Wilde, que acabó sus días en la capital francesa tras su estancia en la cárcel de Reading por sus relaciones homosexuales con Lord Alfred, un joven aristócrata inglés.

Por aquel entonces, hace más de 40 años, la rue de la Roquette estaba llena de establecimientos de inmigrantes árabes y olía a una mezcla de couscous y especias. La calle empieza en la plaza de la Bastilla, lugar de resonancias revolucionarias, evocadas por un impresionante monolito, y acaba en el cementerio.

Cuando yo vivía en la rue Voltaire, todavía no existía el gran teatro nacional construido por Mitterrand, una mole faraónica que refleja la grandeur de Francia. Pero muy cerca de la Bastilla se halla el canal de Saint Martin que inspiró a Georges Simenon una excelente novela cuyo escenario es una pequeña taberna en el muelle.

Simenon estuvo viviendo cerca de allí, en la bella plaza de Los Vosgos, donde me gustaba mucho leer sentado en un banco. El prolífico escritor situó la vivienda del inspector Maigret en el boulevard Richard Lenoir, no muy lejos de dicha plaza, donde acostumbraba a tomar un aguardiente casero de cereza que le servía su mujer.

No hay que más que leer a Simenon para recorrer París porque la acción del centenar de novelas que tienen a Maigret como protagonista transcurren en las calles de la capital y, especialmente en sus bares y bistrots porque el escritor belga (había nacido en Lieja) era un noctámbulo que frecuentaba todos los garitos donde se bebía y se jugaba. Es leyenda su breve relación amorosa con Josephine Baker, el mito erótico del París de los años 30, cuando era un joven periodista de sucesos.

Otro aficionado a los misterios de la noche era Charles Baudelaire, que habitaba un sórdido desván en la isla de Saint-Louis, hoy refugio de millonarios. El poeta, que había sido seminarista, sentía una mórbida atracción por los prostíbulos y la droga. Su malditismo impregna Las flores del mal, una obra que fue prohibida y considerada una ofensa a la moral y el buen gusto. Pero Baudelaire, que tuvo que pagar una multa de 300 francos, no se arredró y logró publicar sus excelsos poemas. Repudiado por la sociedad burguesa, tuvo que exiliarse a Bruselas para ganarse la vida en los años finales. Murió en 1867 y está enterrado en el cementerio de Montparnasse, donde le hacen compañía a unos pocos metros Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir.

Hubo unos meses, a finales de 1975, en los que yo vivía en una residencia de estudiantes en la rue Vaugirard, muy cerca de la rue Bonaparte. Dormía con otros diez compañeros en una habitación de enorme altura y grandes ventanales que daban a un patio interior.
Solía salir a dar una vuelta por las noches después de cenar un bocadillo de salchichón y un trozo de Camembert. Recuerdo que hacía un frío espantoso y que el agua de la fuente de la plaza de Saint Sulpice estaba helada con chuzos que colgaban de las estatuas. En uno de esos paseos nocturnos, me encontré a Sartre y Beauvoir casi al final de la rue Bonaparte, muy cerca de una sala de cine. Iban cogidos del brazo, andando muy despacio, protegidos por sus gruesos abrigos. Me los quedé mirando durante varios segundos y ellos se dieron cuenta, pero no dijeron nada. No me atreví a saludarles para no importunarles, pero el recuerdo se me ha quedado grabado para siempre.

Sartre y Beauvoir atienden a la prensa a la salida de una comisaría parisina, en 1970, tras ser detenidos por distribuir en las calles ejemplares de la revista maoísta ‘La Causa del Pueblo’.

 

Cuando vivía en aquella residencia, solía cruzar la calle y deambular por los Jardines de Luxemburgo. Si hacía buen tiempo, me sentaba en las sillas que había alrededor de la fuente donde los niños jugaban con barquitos en una escena que me recordaba los cuadros de Renoir. Pero casi siempre salía por la puerta cercana a la rue d’Assas para detenerme a contemplar la estatua de Paul Verlaine mientras evocaba sus versos: «Les sanglots longs des violons de l´automne blessent mon coeur d´une langueur monotone».

Verlaine siempre me ha gustado más que Rimbaud, con el que compartió tantas cosas. Reconozco, sin embargo, que la fuerza de los poemas de su joven amigo es impresionante, con momentos sublimes en su Bateau ivre, escrito a los 17 años en su casa de Charleville y que envió a su adorado Verlaine para obtener su aprobación.

Rimbaud se fue a África y allí se hizo esclavista, mientras que Verlaine pasó los últimos años de su vida en París, donde murió de neumonía a los 51 años, prematuramente envejecido. Se cuenta que, al día siguiente de su entierro en 1896, la estatua que representa la poesía en la plaza de la Opera perdió su brazo.

Muy cerca de los Jardines de Luxemburgo, vivía también la escritora y mecenas estadounidense Gertrude Stein. Era una casa de dos pisos con un patio, situada en el número 27 de la rue Fleurus. La edificación fue demolida después de la Segunda Guerra Mundial, pero en el lugar hay una placa que la recuerda. Allí permaneció junto a su pareja Alice B. Toklas durante casi tres décadas. Siempre que pasaba por allí, me detenía a evocarlas durante unos instantes.

La autora de Three Lives no solo tenía un gran talento para la literatura, era una avispada coleccionista de pintura. Tuvo la intuición de descubrir el talento de Picasso, Matisse, Braque, Juan Gris, Derain y otros, que eran habituales en las cenas sabatinas que organizaba. Ella compraba sus cuadros y los exponía en un taller que se hallaba en el patio.

Stein llegó a ser amiga íntima de Picasso, que pintó su famoso retrato. Cuando ella lo vio por primera vez, le dijo al artista malagueño: «No me parezco en nada». A lo cual respondió Picasso: «Ya te parecerás». Así fue. La relación entre ambos se estrechó y duró hasta la muerte de Stein en 1946, aunque pasó por algunos altibajos.

Stein era amiga de otros escritores como Ezra Pound, Scott Fitzgerald, Thornton Wilder, Sinclair Lewis y Ernest Hemingway, que acudían a visitarla en sus estancias en París. Hemingway le pareció a Stein un fanfarrón, pero acabó cogiéndole aprecio. El autor de Adiós a las armas se mudó a la capital francesa en los años 20 junto a su esposa Hadley.

Vivían en un modesto apartamento de la plaza de la Contrescarpe, situada no muy lejos del Panteón y de la rue d’Ulm, donde luego estuvo situada la Cinemateca de Henri Langlois. El escritor americano contó su experiencia en París era una fiesta, un libro indispensable para los nostálgicos amantes de la ciudad del Sena.

Hemingway era uno de los clientes de la librería Shakespeare and Company, un establecimiento fundado por Sylvia Beach en la rue de l’Odeon en 1919 y que luego fue trasladado a la rue de la Bucherie, junto al Sena y muy cerca de Nôtre Dame. Cuando yo lo conocí, George Whitman, un americano alto y amable, había sucedido a Beach, que había muerto en 1962.

Whitman utilizaba un altillo para acoger a los estudiantes que buscaban refugio en París a cambio de unas horas despachando libros, expuestos en un calculado desorden. Lo más llamativo de la librería, con su fachada pintada de verde bajo un llamativo cartel amarillo, era que disponía de tres o cuatro expositores en la calle, lo que facilitaba que los transeúntes se pararan a hojear los textos.

Pero no solo Hemingway acostumbraba a pasar un rato en la librería de Beach, donde también era habitual ver a Pound, Joyce, Stein y Scott Fitzgerald. Era imposible vivir en París sin sentirse tentado por el glamour de este lugar, en cuyo interior había unos versos del Paraíso Perdido de Milton que no logró recordar.

Supongo, aunque no hay constancia, que André Gide entraría alguna vez en la Shakespeare and Company, situada en el distrito V, a unos cientos de metros del número 1 bis de la rue Vaneau, donde vivió el gran escritor antes de trasladarse a la rue Madame, que fue su última morada. Su confidente y amiga Maria van Rysselberghe, la llamada Petite Dame, narró en unas memorias los años en ese piso de la rue Vaneau en los que ella residía en un apartamento contiguo y mantenía un contacto diario con Gide, entonces el pope de las letras francesas.

La casa de Gide era un lugar de encuentro de intelectuales y escritores parisinos como Roger Martin du Gard, Jouhandeau, Claudel, Mauriac y otros. Entre ellos, estaba el joven Albert Camus, que trabajaba en un despacho de la editorial Gallimard, situada en un magnífico edificio de la rue de Sebastian Botin, cerca de la Sorbona.

Cuando Camus murió el 4 de enero de 1960 al estrellar su coche contra un árbol en Villeblin, quien iba conduciendo era su amigo Michel Gallimard, que sufrió algunas heridas y contusiones, pero no murió, por lo que pudo continuar al frente del negocio familiar.

Camus era un amante de la noche parisina y, cuando era director de Combat, disfrutaba de una estrecha amistad con Sartre y Beauvoir, no exenta de tensas discusiones y breves distanciamientos. Su ruptura definitiva se produjo por la guerra de Argelia, en la que Camus intentó mantener una posición equidistante que Sartre jamás entendió.

El narrador, periodista, dramaturgo y filósofo nacido en la Argelia francesa vivía junto a Francine, su mujer, y sus dos hijas en el número 16 de la rue Ravignan, situada en Montmartre. Allí los periodistas, agolpados en el portal, informaron de su inesperada muerte a su esposa cuando volvía a su domicilio de hacer unas compras.

Camus siempre fue la conciencia crítica de Francia y lo mejor que se puede decir de él es que nunca escribió nada de lo que tuviera que arrepentirse. Era una persona generosa y desapegada del dinero y el poder. Prefirió dejar la dirección de Combat antes que pedir dinero prestado a nuevos inversores, algo que el creía que significaba perder su independencia.

Por el contrario, el gran Honoré de Balzac se encerraba en su chabuco para escribir frenéticamente toda la noche tras ingerir más de un litro de café porque tenía la necesidad de producir de forma incesante para hacer frente a sus considerables y permanentes deudas, al igual que le sucedió a Dickens.

Al final de sus días, Balzac era rico, por lo que pudo permitirse comprar un palacio, que hoy es un hotel en los Campos Elíseos, para Madame Hanska, el amor de su vida. Era una condesa polaca viuda con la que se casó muy poco antes de su muerte. Balzac era famoso por la velocidad con la que dilapidaba, debido a su afición al lujo, el dinero amasado por sus éxitos literarios.

Nadie como él ha descrito el París de la primera mitad del siglo XIX con sus personajes, sus calles, sus recovecos y sus edificios. Tenía una asombrosa capacidad de penetración de la psicología humana, por lo que creó tipos inmortales como Eugènie Grandet, el padre Goriot, Rastignac, Birotteau, la prima Bette, Nucingen, Michu, Pons y otros muchos que le han sobrevivido.

Todavía es posible recorrer las calles del Barrio Latino o las que circundan el Palais Royal mediante las detalladas descripciones que hace Balzac en su inconmensurable Comedia Humana, que Karl Marx alabó porque, según sus palabras, sus páginas eran el mejor espejo de la sociedad francesa.

Si Balzac es el gran cronista de la Francia del final de los Borbones y la época de Luis Felipe de Orleans, podríamos decir que, por el contrario, Marcel Proust prefirió encerrarse en una habitación acolchada del número 102 del boulevard Haussmann para escribir su voluminosa Recherche, un verdadero monumento al tiempo perdido y recobrado.

Proust sufría una grave enfermedad pulmonar y vivía acompañado por Celeste Albaret, su ama de llaves. Tras una existencia ociosa y dedicada a los placeres terrenales, dedicó los últimos años de su vida a redimirse mediante la escritura de esta grandiosa autobiografía enmascarada por personajes que reflejan sus contradicciones.

En el primer tomo de La recherche, titulado Por el camino de Swann, evoca su infancia cuando jugaba en los jardines de las Tullerías con Gilberte, la hija de Swann y Odette, que luego se casa con su amigo Saint Loup. Era el París de finales del siglo XIX, una época en la que la sociedad aristocrática intentaba mantener sus privilegios frente a un mundo que había cambiado y en el cual emergían fuerzas que Proust jamás intentó comprender.

En la glorieta de Rond Point, justo al lado donde correteaban el narrador de La Recherche y Gilberte, residía Guillaume Apollinaire, que murió el 9 de noviembre de 1918, el día en el que acabó la Primera Guerra Mundial, en la que había luchado bravamente y había sido herido como soldado.

En esa jornada una turba de cientos de radicales se juntó bajo la ventana donde yacía el cadáver para insultarle y llamarle traidor porque Apollinaire había estrenado una obra de teatro, llamada Las tetas de Tiresias, en la que hacía una parodia del militarismo. Apollinaire, poeta surrealista e íntimo amigo de Picasso, era un espíritu bohemio que brillaba por su ingenio y su bonhomía en todos los actos sociales.

No es exagerado decir que su muerte puso fin a una época. Nadie mejor que este gigante bonachón simboliza ese París literario que desapareció para jamás volver porque, como él mismo escribió, «pasan los días, pasan y pasan las semanas, y ni vuelven los tiempos que se fueron ni los amores perdidos».

 

Este artículo de Pedro Cuartango es uno de los contenidos del número 3 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras, disponible en quioscos y librerías.
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