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Ignacio Bosque

01 Feb 2021
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Firmas

Las palabras como prismas

Un río es, como explica el diccionario académico, una «corriente de agua continua y más o menos caudalosa que va a desembocar en otra, en un lago o en el mar». Como vemos, la definición contiene una gran cantidad de información. Voy a construir ahora cuatro frases sencillas con el sustantivo río: cruzar el río, desviar el río, oír el río, bañarse en el río. ¿En qué medida podemos decir que estos cuatro contextos nos hablan exactamente de la misma realidad?

Por un lado, no podemos negar que hablamos de la misma cosa; pero, por otro, cada contexto sintáctico nos permite focalizar un componente de ella. En cruzar el río, el sustantivo río comparte con carretera, ciudad, desierto u océano el hecho de designar un espacio en el que cabe suponer márgenes u otros límites laterales, lo que explica que se pueda cruzar. En desviar el río se alude, por el contrario, a cierta corriente o a cierto conducto sujeto a un curso. En cambio, en oír el río se habla del sonido del agua, aunque esta no se mencione. Nótese que también contienen agua los vasos o las piscinas, y nadie diría que «los oye», al menos en ese mismo sentido. En realidad, la expresión oír el río contiene una metonimia, como sucede en oír un piano u oír una moto, ya que el sustantivo designa en estos casos el sonido que produce aquello a lo que se hace referencia. Finalmente, uno puede bañarse en un río porque río se agrupa ahora con mar, lago, piscina y bañera al designar cierto espacio cóncavo ocupado por un líquido, típicamente el agua.

Siempre me ha parecido extraordinario que una de las mejores caracterizaciones que se han hecho de las palabras provenga de un escritor, no de un lingüista. Cuando Borges decía que las palabras son «recuerdos de experiencias» daba a entender que cada una nos trae a la mente un conjunto de situaciones o de escenas, y sobre todo que cada imagen saca a la luz un aspecto diferente de la misma realidad. Algunas de esas imágenes son evocadas por la memoria, mientras que otras son construidas de forma libre y creativa. Aun así, pocas veces caemos en la cuenta de que estas situaciones son el resultado de otorgar un determinado complemento a un verbo, o cierto modificador a un sustantivo. Pasamos por alto que tales «escenas» no son sino pequeños mundos armados con palabras. Estamos tan acostumbrados a pensar en la sintaxis como un ejercicio escolar de etiquetado rutinario que nos cuesta verla como el andamiaje de nuestra imaginación.

Cada palabra es un prisma formado por varias caras, una especie de poliedro del que se nos muestra una sola superficie cada vez que lo miramos. La sintaxis nos proporciona el conjunto de focos necesarios para iluminar cada una de esas caras. Deberíamos aprovechar las clases de lengua para presentar a los estudiantes las diversas caras de esos prismas, e incluso para pedirles que ellos mismos los vayan girando y aprendan a detenerse en sus diversas superficies. En uno de esos ejercicios podrían comprobar tal vez que leer es un «verbo de lengua» porque admite complementos como en voz alta, de carrerilla o atropelladamente. Pero leer es también (segunda cara del prisma) un «verbo de percepción», ya que lo combinamos con expresiones como de refilón, entre líneas, por encima o de cerca. Si intentamos un nuevo giro, veremos que leer se comporta incluso como un «verbo de consumición», ya que admite expresiones adverbiales como vorazmente, compulsivamente o con fruición. El verbo leer es, por tanto, las tres cosas a la vez, aun cuando cada contexto nos lo muestre en una sola de sus facetas.

Casi todos los diccionarios otorgan una acepción a leer como verbo de lengua y otra diferente como verbo de percepción, pero ninguno —si no estoy equivocado— le asigna una acepción como verbo de consumición. No me pregunten por qué no lo hacen. Como no soy lexicógrafo, no sabría decir si se trata de una omisión indebida de los diccionarios o bien se quiere dar a entender con tal ausencia que este uso no se considera propiamente «una acepción». Si fuera así, se trataría quizá de «una cara del prisma», como sucedía con las frases que he construido antes a partir de una misma acepción de la palabra río.

El mirar las palabras como prismas consiste, fundamentalmente, en escrutarlas a través de los recovecos de nuestra experiencia. Esa tarea, que tiene algo de borgiana, no ha de coincidir necesariamente con la de los lexicógrafos, pero es evidente que guarda relación con ella. De hecho, los contextos sintácticos de las palabras no son informaciones complementarias que el lexicógrafo puede añadir potestativamente a sus descripciones léxicas, sino más bien herramientas o instrumentos que puede usar para hurgar en la delimitación misma de los significados.

Lo cierto es que los gramáticos y los lexicógrafos han trabajado de espaldas durante siglos. Los primeros censuraban la atomización que parece percibirse en el trabajo de los segundos. Estos, a su vez, siempre fueron reticentes ante la considerable especulación que conlleva el quehacer de los primeros. Afortunadamente, las cosas están cambiando, como ponen de manifiesto los proyectos de investigación más recientes sobre el léxico. Ojalá cambie también, de forma paralela, la actitud de los profesores de lengua, y consigan en sus clases que sus alumnos aprendan a sumergirse en los mundos que las palabras crean. Si lo logran, los estudiantes se acostumbrarán a imaginarlas en muy distintos contextos, a percibir la sutileza de los matices que encierran y a preguntarse cómo es posible que nos resulten tan cotidianas como sorprendentes, y tan camaleónicas como misteriosas.

 

Este artículo de Ignacio Bosque es uno de los contenidos del número 9 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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