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Gonzalo Martínez-Fresneda

15 Oct 2019
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Firmas

La delación cambia de nombre

Los franceses, expertos en poner nombres nuevos a fenómenos de siempre, han acuñado el de lanceurs d’alerte (lanzadores de alerta) para referirse a los miembros de una organización pública o privada que delatan actividades ilegales dentro de ella. Es un nombre digno para una figura, la del delator, que ha recibido en la historia todos los calificativos peyorativos que para el ser humano, sociable y confiado por naturaleza, merece la traición.

En nuestros días, la consolidación de estructuras delictivas muy herméticas (mafia, terrorismo, corrupción) está dando protagonismo a quienes abandonan la lealtad a esas estructuras para colaborar con las fuerzas del orden.

El Parlamento Europeo aprobó el pasado 16 de abril una propuesta de directiva «relativa a la protección de personas que informen sobre infracciones del Derecho de la Unión», para reforzar la protección de quienes delaten actuaciones ilícitas desde diferentes ámbitos de la actividad económica y administrativa. La protección se resume en ocultar la identidad del denunciante, otorgarle impunidad por vulnerar secretos o privacidad y darle incluso «apoyo financiero». Pero, ante todo, la protección se proyecta en la dignificación de su nombre. En este documento legislativo, los delatores son simplemente «denunciantes» o «informantes» o incluso «facilitadores».

El repertorio de nombres coloquiales y epítetos varios con que todas las lenguas se han referido al personaje del delator da la medida de los sentimientos de desprecio que ha provocado históricamente. En español son tantos que darían para una tesis doctoral. El DLE recoge varios: cizañero, chivato, chota, judas, malsín, soplón… Muchos de ellos ya estaban en el Covarrubias (1611). María Moliner añade otros: acusón, cañuto, fuelle, sindicador. Juan Villarín, en su Diccionario de argot (1979), recoge hasta trece nombres para este villano. La ambigüedad en que se mueve el delator, con frecuencia mitad delincuente mitad agente del orden, se transmite de sus mil caras a sus mil nombres. Aunque entre ellos también ha habido otros más asépticos, desde el eufemismo: colaborador, confidente, fuente, infiltrado, informante…

Lo cierto es que Roma siempre ha pagado a traidores, pese a lo que dijera el historiador orgulloso. En España además la figura adquirió raigambre procesal por la Inquisición, donde el delator secreto promovía los procesos y la tortura los agilizaba. Esto dio lugar, según comenta Voltaire en su Diccionario filosófico (voz Inquisición) a que «cualquiera fuera a prisión bajo la simple denuncia de las personas más infames» y a que «uno no fuera nunca confrontado con sus acusadores».

El delator, en la tensión entre la fidelidad y el servicio a la ley, es un personaje dramático que atraviesa la historia de la literatura porque está presente en la historia de la humanidad. Y por ello, es también un personaje clásico del cine, que ha dado lugar a filmes memorables que denostaban la delación, como El delator (The Informer, 1935) de John Ford, o mostraban el heroísmo del que calla, como Yo confieso (I Confess, 1953) de Hitchcock, o al contrario criticaban los pactos de silencio entre delincuentes como La ley del silencio (On the Waterfront, 1954) de Elia Kazan, siendo por cierto este director uno de los que había colaborado con la caza de brujas del macarthismo.

En Cannes se acaba de presentar la película de Marco Bellocchio Il Traditore, inspirada en el personaje real de Tommaso Buscetta, uno de los más famosos «pentiti» que ayudaron a la Justicia italiana en la lucha contra la Mafia durante los años ochenta del siglo pasado. Bellocchio titula «El traidor», pero presenta al precursor de los héroes modernos, cuya primera victoria fue lavar el nombre de delator con el de arrepentido. Así empezaron a llamarse en toda Europa los integrantes de bandas armadas que colaboraban con las fuerzas de seguridad para la captura de sus compañeros, a cambio de sustanciales rebajas de pena. Este tipo de premios al «arrepentido» se extendieron luego a otras formas delictivas, como el tráfico de drogas o la evasión de impuestos. Entronizado así en los códigos penales el premio a la traición como perdón al arrepentido («perdonar» y «arrepentirse» como actitudes nobles que dignifican tanto la razón de Estado como la traición), la delación adquirió un honesto nombre, aunque la motivación de estos delatores premiados estuviera muy lejos del sincero pesar por haber obrado mal. Y el DLE recogió la nueva acepción: Arrepentido, da «2. Dicho de un delincuente: Que colabora con la justicia, generalmente mediante delación, a cambio de beneficios penales». Se normaliza así una práctica repudiada por los criminólogos desde la codificación de las leyes penales. El gran penalista español Luis Jiménez de Asúa criticó «la intención corruptora de la ley» que supone ese «abominable premio a la delación».

El tema no es sencillo. En su famoso discurso de Versalles, el 3 de julio de 2017, el presidente Macron defendía «una sociedad de confianza» frente a «la sociedad de la delación y la sospecha generalizadas, que ha sido la consecuencia de la impunidad de algunos poderosos». Y alertaba sobre «esa búsqueda incesante del escándalo, con la violación permanente de la presunción de inocencia, con esta caza al hombre donde a veces las reputaciones son destruidas».

Pero la resolución legislativa que acaba de adoptar el Parlamento Europeo estima que «cada vez es mayor el reconocimiento, a escala tanto europea como internacional, de la importancia de garantizar una protección equilibrada y efectiva a los informantes», en especial a aquellos que «suelen encontrarse en una posición privilegiada para revelar la existencia de infracciones». Para ellos se introducen «cauces de denuncia efectivos, confidenciales y seguros».

Con suaves palabras, entre el aplauso general de prensa y público, Europa rompe así con una norma moral que venía desde la Ilustración. En 1764, Cesare Beccaria, en su obra clásica Tratado de los delitos y las penas, había condenado en términos muy duros «que la nación autorice la traición, detestable incluso entre criminales». Este enfoque habría sido calificado hoy despectivamente de «buenismo», término que desde 2017 acoge también el DLE: «Actitud de quien ante los conflictos rebaja su gravedad, cede con benevolencia o actúa con excesiva tolerancia».

 

Este artículo de Gonzalo Martínez-Fresneda es uno de los contenidos del número 4 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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