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Zanya Escolar

07 Dic 2018
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Intención y azar ponen nombre a la música

Tener un nombre propio es diferenciarse, distinguirse. Pero no siempre los compositores ponen título a sus creaciones. ¿Se recuerdan más y mejor aquellas obras musicales que sí tienen nombre? ¿Y su nombre es «programado», mero azar o puro marketing?

A menudo los evocadores títulos de célebres obras clásicas son fruto de la ocurrencia de un editor o de un crítico que sabe aprovechar el valor de la palabra —desoyendo incluso la voluntad del propio compositor— para captar el interés del público. Y sin duda lo consiguen. Recordamos sin esfuerzo la Sonata Claro de Luna o la Sonata Appassionata de Ludwig van Beethoven porque (sin ánimo de restarles valor artístico) los títulos logran crear un vínculo entre la obra en sí y lo que despierta en el oyente.

Muchos compositores se tirarían de los pelos si vieran los nombres con los que sus obras han pasado a la historia. O no; quizá deberían agradecerles su poder propagandístico. Seamos honestos: es más fácil recordar Claro de Luna que Sonata Nº 14 en Do sostenido menor «Quasi una fantasia», Op. 27, Nº 2. Los sistemas de catalogación resultan sencillos para el músico, pero tremendamente engorrosos para el público.

No todos los títulos son ajenos al autor, ni mucho menos. La tradición occidental diferencia la música absoluta —la que existe por sí misma, no describe ni referencia nada ajeno a la propia música— de la programática —que expresa una idea extramusical de carácter narrativo, emocional o gráfico.

El término «programático» se lo debemos a Franz Liszt, quien definió el «programa» como un prefacio que dirige la atención del oyente hacia una idea poética concreta. Mucho antes de Liszt, hubo ya compositores que titularon sus obras de forma sugerente. Todos pensamos inmediatamente en Las cuatro estaciones, de Antonio Vivaldi. Beethoven llamó Pastoral a su Sinfonía Nº 6 (subtitulada Recuerdos de la vida campestre, por si quedaba alguna duda de sus intenciones) para trasladar al público a una determinada atmósfera.

En el Romanticismo, la composición programática alcanzó un éxito imparable. Desde entonces son muchos los compositores que recrean una emoción, una historia, un cuento, un lugar, un cuadro. En la obertura Las Hébridas —también conocida como La gruta del Fingal—, Felix Mendelssohn nos induce a viajar a un lugar real en la costa de Escocia. Hector Berlioz narra una historia de amor en su Sinfonía Fantástica: Episodio de la vida de un artista. Modest Músorgski escribió sus Cuadros de una exposición inspirándose en pinturas y dibujos de una galería.

Con el auge programático, muchos otros compositores que no comulgaban con estas ideas sufrían igualmente la inventiva de los editores. Algunos títulos han pasado a la historia incluso con traducciones erróneas. El archiconocido Vals del Minuto (Minute Waltz, Op. 64, Nº 1) es, en la cabeza de muchos, una obra pensada para ser interpretada justo en un minuto. Ni el nombre es original de Fryderyk Chopin ni esa es su verdadera naturaleza. «Minute» ha sido traducido como «minuto», cuando en realidad el editor que le dio nombre se refería a un vals pequeño, diminuto. Las polonesas Op. 53, Heroica, y Op. 40 Nº 1, Militar, son otros ejemplos de cómo el editor buscaba ilustrar lo que para él resumía el carácter de las obras.

En el Andante spianato y Gran polonesa brillante, Op. 22, los calificativos escogidos por Chopin concuerdan con el espíritu de la obra. El patriotismo y la tensión política del momento, en los albores del Levantamiento de Noviembre contra el dominio ruso, inspiraron al joven compositor. Comenzó la Gran polonesa brillante al final del verano de 1830, aún residiendo en Polonia, y la terminó en Viena sufriendo en la distancia la lucha de su pueblo. Nunca más volvió a su tierra.

Años después, en el invierno entre 1834 y 1835, escribió una introducción mucho más introspectiva, madura y expresiva —el Andante spianato— que contrasta tremendamente con el virtuosismo desbocado de la polonesa. El nombre ya lo advierte: «spianato», suave, llano, liso. No es un término propio del piano sino de la música vocal; un canto sin florituras, coloraturas u ornamentos.

Más curiosa es la historia del Preludio Nº 15 en Re bemol mayor, Op. 28, conocido como La gota de agua, La gota de lluvia o Raindrop Prelude. Este sagaz apelativo se lo debemos al compositor Hans von Bülow, probablemente inspirado por una romántica escena descrita por George Sand —pseudónimo de la escritora Aurore Dupin, pareja de Chopin.

En el invierno de 1838, Sand y Chopin se hospedaron en la Cartuja de Valldemosa, de Mallorca, en busca de un clima que mejorara la salud del compositor. Según desvela Sand en su autobiografía, Histoire de ma vie, al regresar de Palma, en medio de una terrible tormenta, encontró a Chopin muy alterado.

Había soñado con un lago en el que la muerte le llegaba por ahogo, gélidas gotas de agua golpeando su pecho. «Su composición de aquella noche sin duda estaba llena de gotas de lluvia, que resonaban claramente en los azulejos de la Cartuja, pero se habían transformado en su imaginación y en su canción en lágrimas cayendo sobre su corazón desde el cielo». Hablamos de un Chopin angustiado, deteriorado por la fiebre, en un invierno mallorquín que no había hecho más que empeorar su afección respiratoria.

Hay quien pone en duda la veracidad de la anécdota. Algunos sostienen que Chopin ya había esbozado el Preludio Nº 15 en un primer borrador de la colección anterior a su viaje a Mallorca. De ser así, el preludio que George Sand recuerda haber escuchado aquella noche no sería ese, sino otro de los veinticuatro de su Op. 28. El Nº 4, en Mi menor, y el Nº 6, en Si menor, también están repletos de notas repetidas en las que podría percibirse el repicar de la lluvia. Sí es cierto, no obstante, que el Nº 15 refleja a la perfección el carácter tenebroso que irradia la pesadilla de Chopin y el funesto ambiente de la tormenta, especialmente en la enérgica parte central.

Sea o no este el preludio descrito por Sand, es fascinante que el origen de una música tan inspiradora sea una invernal noche balear en la que por momentos se teme la llegada de la muerte.

Difícil imaginar un reclamo publicitario con más garra.

 

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