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Carolina Bescansa

19 Nov 2019
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En defensa de otra (política y otra) retórica de la persuasión

La proporción de personas que identifica a los políticos y los partidos como el principal problema del país sigue creciendo. En recientes barómetros del CIS, si sumásemos categorías de respuesta que aparecen desagregadas como «los políticos», «el Gobierno y los políticos» y «la corrupción y el fraude» veríamos que la sociedad española se ha expresado en varias ocasiones más preocupada por ellos que por el paro, la situación económica o la sanidad. Estoy segura de que el bloqueo del sistema y la consecuente incapacidad para desplegar políticas públicas de calado es la principal causa de este fracaso. Pero estoy igualmente convencida de que las derivas en los usos de las herramientas de la retórica de la persuasión por parte de los líderes de los grandes partidos españoles también explican al menos una parte de este descrédito.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Empezaré por lo que considero el principio. La crisis del régimen del 78, consecuencia directa de la crisis financiera de 2008, sucedió a la mayor crisis económica de los últimos 80 años en nuestro país. Después, en el bienio 2014/2015, quebró el sistema de partidos y con él los usos de la retórica política propios del bipartidismo. Seguramente, el hundimiento de las retóricas de la persuasión característica del turnismo PP-PSOE sea lo más banal de la crisis del régimen, pero sus consecuencias pueden no serlo tanto.

Echemos una ojeada a la orografía de la retórica política del sistema desde el 78. En las postrimerías de la transición, el régimen construye la base de su relato sobre la épica de la democratización definitiva de España mediante la «europeización» del país. Las citas que utilizan los líderes políticos buscan recurrentemente a Machado, Miguel Hernández u Ortega. La época está plagada de autorretratos épicos y recursos a la verosimilitud poética. Por ser fiel a su esencia, situaré el final de esta etapa en el instante en el que los trabajadores de RTVE cortaron la señal de televisión para todo el país aquel 14D y España entera se quedó sin televisión durante unas horas y sin épica política durante varias décadas.

¿Qué pasó entonces? El discurso del poder político en España, atenazado entre el final de la reconversión industrial y los escándalos de corrupción (Luís Roldán, Juan Guerra, Filesa, etc.), no podía seguir buscando las bases de su credibilidad en la épica o en la poética, y transitó dolorosamente hacia los relatos tecnocráticos, mientras las bases más resistentes se aferraban regresivamente a la lírica de los cantautores y la dogmática de la verdad histórica. De forma abrupta, la retórica del poder político en los noventa se construyó a partir de la verosimilitud técnica —subsumida en cientifismo— mediante el recurso permanente a los números exactos y las grandes fuentes de autoridad económica. Para unos gobiernos tan desgastados en sus contradicciones como los de 1989 y 1993, los únicos mecanismos factibles para la construcción de veracidad fueron las transferencias de autoridad al propio discurso, por utilizar la terminología de P. Bourdieu, a través de las citas constantes a las autoridades económicas y políticas europeas o mundiales («el tratado de Maastricht», «los datos de la OCDE», «la Comisión Europea», «la OTAN», «Mr. Pesc», etc.). Terreno abonado para el despliegue de todos los postulados del neoliberalismo económico, empezando por el desprestigio de todas las empresas públicas (Telefónica, Campsa, Iberia, Renfe) para inmediatamente después privatizarlas y colocar al frente de sus consejos de administración a los compañeros de pupitre del Colegio del Pilar con el imprescindible respaldo de CiU. España enfermó de cinismo y especulación. Los curritos se convirtieron en clases medias y los autónomos en empresarios. La liquidez patológicamente inyectada a la economía española y a otras economías vecinas pudrió el sistema bancario. Los circos como espacios de contestación burlesca al orden hegemónico murieron para siempre y el fútbol de palcos vip petrificó su primer lugar en el pódium del ocio de las masas.

En cierto sentido, las décadas sucesivas han reproducido de manera matizada esta confrontación de verosimilitudes. Del tecnocrático «España va bien» al épico «regreso al corazón de Europa». Del país del mundo en el que era más fácil hacerse rico rápidamente de C. Solchaga a los «nuevos derechos sociales de nuestra avanzada democracia» de R. Zapatero. Variaciones de desgastada veracidad, en unos casos como consecuencia del cinismo revelado a través de las puertas giratorias y en otros como resultado del fracaso que supuso la crisis financiera de 2008 sobre los derechos económicos y la justicia social. Nada volvió a ser igual.

Más de diez años después, seguimos muy lejos de la reconstrucción de un marco discursivo capaz de generar niveles de verosimilitud propios de una democracia decente. En 2011, el descrédito del sistema y sus retóricas llegó a tal nivel que las grandes mayorías sociales españolas decidieron construir un punto de inflexión en la historia del país con el ideologema «que no nos representan» homologable al «que se vayan todos» y otras fórmulas destituyentes características de los grandes cataclismos. Tuvieron que pasar tres años para que se generase una nueva retórica de la persuasión, esta vez basada en la épica impugnatoria de la gente frente a la casta, el asalto frente al consenso. Pero la capacidad de esta estrategia para generar efecto verdad apenas duró lo que el sistema de partidos tardó en griparse y permitir la reedición de un nuevo gobierno del agónico M. Rajoy.

Desde 2016, los estilos retóricos del espacio político español han dejado atrás cualquier resquicio de épica, poética o tecnocracia para dar paso, casi en exclusiva, a los actos de nominación; a saber, locuciones y fórmulas expresivas cuyo único objetivo es bautizar aquello que nombran y saciar la pulsión histérica de los medios por poner en circulación contenidos, cuanto más histriónicos mejor, capaces de atraer muchas visitas (independientemente de su relevancia). «El felón, la banda, los independentistas y los terroristas, el cuponazo, los populistas bolivarianos, el cuñado, el del Falcon», etc. etc. Ni siquiera en un espacio comunicativo tan lleno de barro como el actual esta estrategia puede funcionar. En un sistema mediático dominado por la ansiedad y la banalización de todos los contenidos (políticos, deportivos, culturales, etc.), la apuesta por los actos de nominación como principal herramienta para la persuasión solo puede conducir a una nueva crisis destituyente, aún más ideológica o ideologizada que la anterior. El fracaso está garantizado. ¿Por qué? Pues no solo porque quienes aspiran a bautizar la realidad no están investidos de la autoridad necesaria para que la nominación surta efecto, que también. El fracaso está garantizado porque la escenificación misma de la lucha por la nominación resulta tan extemporánea como desconcertante para las grandes mayorías sociales que, atónitas, contemplan la retransmisión intensiva de los combates de epítetos desde una materialidad concreta inmutada en su precariedad laboral, sus problemas de vivienda, su sanidad y su educación pública en continuo deterioro, etc. etc. Cuanto más extenso e intenso es el espectáculo, más inverosímil resulta.

De manera nada sorprendente —pero sí muy preocupante—, los únicos supervivientes a la debacle han sido aquellos que han hecho de la autodevaluación de sus propios productos expresivos marca propia. Personajes como José Bono o Miguel Angel Revilla construyeron su verosimilitud sobre el único recurso que la crisis no logró demoler: la devaluación de su propio estilo expresivo a través del uso de elementos típicos de los ideolectos más populares, ya fonéticos (el tan famoso /ej’que/ de José Bono), ya remisiones a campos semáticos muy locales (la mención de las anchoas hasta el aburrimiento por parte del autodenominado presidente Revilluca, etc.). Siguiendo con la terminología de P. Bourdieu, estrategias de condescendencia repetidas hasta la saciedad con el objetivo de generar el efecto verdad a través de la negación de todas las distancias (educativas, económicas, de clase) existentes entre el que habla y los que escuchan. Merezco ser creído/obedecido porque hablo como tú, sobre los mismos temas, con la misma fonética. Que de todas las retóricas de la persuasión desplegadas por el régimen durante 40 años solo haya sobrevivido la que se construye desde la autodevaluación de los propios productos expresivos es, a mi juicio, un buen indicador de hasta qué punto el régimen ha entrado en descomposición no reversible.

Necesitamos y creo que merecemos otra política. Paradójicamente, estoy convencida de que esa otra política solo puede emerger a través de otra retórica de la persuasión. Una retórica más modesta, más consciente de sí misma, menos neurótica, más lenta y situada social e históricamente. Entiendo los riesgos, claro; y la resistencia de algunos directores de informativos, programas y periodistas. Pero también intuyo que antes o después llegarán personas valientes para aportar cabeza y corazón, calma y respeto, sabedoras de que desde el público siempre vemos más que lo que nos muestran, entendemos más que lo que nos dicen y sabemos más que lo que nos cuentan.

 

Este artículo de Carolina Bescansa es uno de los contenidos del número 5 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras, disponible en kioscos y librerías.
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