PATROCINADORES
INSTITUCIONES
Junta castilla
jcm

Archiletras

Carolina Bescansa

03 Feb 2022
Compartir
Firmas

Cuando las imágenes suplantan a las palabras

¿Cuánto tiempo hace que no vas a la biblioteca? ¿Tus hijos sabrían hacer un trabajo de clase sin youtube? Si quisieras preparar unas almejas a la marinera, ¿dónde consultarías cómo hacerlo? Hoy, las preguntas laborales, escolares, periodísticas, amorosas, comerciales, académicas o domésticas buscan su respuesta en un único lugar: Google. Para los nativos digitales es algo obvio. Y cuando hablas con ellos piensas: «Estos chavales saben un montón. Mi desconfianza en las pantallas solo expresa mis prejuicios». Vuelves al metro y está lleno de personas mirando el móvil. No queda ni rastro de todos los libros que se leían allí mismo años atrás. Mientras sacas el teléfono y se desbloquea la pantalla, reaparece la sospecha: algo importante se está perdiendo, pero ¿qué es?

Voy a seguir la estela de E. H. Gombrich para responder a esta pregunta. Hace mucho tiempo, en el siglo VI d. C., el papa Gregorio Magno escribió que la pintura ofrece al analfabeto lo que la escritura a quien sabe leer. Esta afirmación homologaba las imágenes pictóricas y escultóricas y los signos convencionales con notable ingenuidad, como si fuera posible contar el mismo relato a través de cualquier lenguaje. Hoy, mil quinientos años después, de forma algo desconcertante, sigue formando parte del sentido común de nuestra época creer que existe una suerte de sinestesia natural entre la palabra y la imagen. Afirmar que un enunciado no puede ser traducido a imágenes despierta siempre incredulidad. Y lo mismo ocurre si defendemos la imposibilidad de traducir una imagen en enunciado. Pero lo cierto es que ninguna de esas operaciones es posible y entender esa imposibilidad constituye la clave para comprender lo que nos está pasando, lo que estamos perdiendo al sustituir las novelas de papel por las series de Filmin.

«La lengua es el sistema semiótico primordial, básico y más importante; la lengua es el fundamento de la cultura», escribía
R. Jakobson en la década de los 60. Asumir esta premisa implica aceptar que la lengua es más importante que la pintura, la música, el audiovisual o la moda. No deberíamos sentir ningún temor al afirmar esto y sin embargo lo sentimos. Seguramente porque intuimos que las palabras hacen algunas cosas mejor que Youtube, pero también sentimos que ciertas imágenes hacen algunas otras cosas mucho mejor que las palabras. En realidad, cada cual hace su parte.

En 1933, K. Bühler acotó en tres las funciones del lenguaje: 1) la función descriptiva, para enunciar, clasificar, ordenar, etc.; 2) la función expresiva, para hacernos saber el estado de ánimo de quien habla; y 3) la función activadora, que permite a quien habla modificar las ideas o la conducta de quien escucha. Treinta años después, R. Jakobson las amplió hasta seis, añadiendo 4) la función poética, consistente en evocar sentidos connotados; 5) la función metalingüística, que permite al lenguaje reflexionar sobre sí mismo; y 6) la función fáctica, destinada a comprobar el estado del canal de comunicación.

Si tomamos como marco las funciones que cumple el lenguaje, enseguida nos damos cuenta de que la palabra y la imagen no son capaces de hacer las mismas cosas. La lengua posee una capacidad infinita para describir y enunciar, expresar el estado de ánimo de quien habla, reflexionar sobre la lengua misma o comprobar qué canal de comunicación funciona bien. Justo lo contrario de lo que ocurre a las imágenes, que carecen de capacidad por sí mismas para elaborar clasificaciones exhaustivas, son menos eficientes a la hora de transmitir el estado de ánimo de quien habla, se muestran incapaces de reflexionar sobre sí mismas y no tienen forma de verificar el estado del canal de comunicación sin echar mano de la palabra. Pero las capacidades se subvierten cuando llegamos a las funciones conativa y estética. La capacidad de las imágenes para desplegar nuestras emociones ha sido destacada desde épocas remotas. Nos dice Gombrich citando a Horacio: «El oído despierta la mente con más lentitud que el ojo». Las imágenes son muy poderosas evocando estados de ánimo y emociones y poseen una capacidad enorme para modificar las ideas y los comportamientos de quienes las contemplan. La fuerza conativa o estética de las imágenes es inmensa, como demuestran la historia de las artes plásticas o el telediario.

A partir de la clasificación de Bühler, podríamos decir que la lengua aporta una capacidad prácticamente infinita para desplegar símbolos (descriptivos) y síntomas (expresivos), mientras que las imágenes revelan todas sus capacidades activando emociones o cambios ideológicos y de conducta.

¿Qué ocurre cuando sustituimos la lengua por el sistema semiótico de las imágenes? Básicamente que renunciamos a las descripciones exhaustivas, a las clasificaciones y a la ordenación de lo que nos rodea. Quizá sentimos que las imágenes nos evocan emociones profundas con mayor facilidad que la poética o que nos producen, sin esfuerzo, gran placer estético, pero se mire por donde se mire, el sistema semiótico de la imagen no está capacitado para asumir la función descriptiva y referencial del lenguaje. Las imágenes no nombran ni clasifican ni ordenan ni acotan. No pueden hacerlo.

Ocurre que revisando estas diferentes capacidades, nos damos cuenta de que las imágenes cumplen en menor medida que las palabras lo que J. Piaget llamaba función simbólica. La función simbólica para Piaget es ese recurso mediante el cual los seres humanos aprendemos a diferenciar entre significantes y significados al adquirir la lengua, en el tránsito de bebés a niños. La función simbólica es la base del pensamiento. Y es evidente que las palabras tienen mayor capacidad que las imágenes para diferenciar significante y significado. En la imagen el significante (genérico) y el significado (inespecífico) están amalgamados, mientras que en la palabra —más aún si está escrita— significante y significado están diferenciados de forma tajante (salvo las onomatopeyas, claro). Leer nos obliga a (re)conectar significantes y significados; ver la tele no. Más bien nos devuelve a un estadio cuasi pre-lingüístico que nos exime del arduo trabajo de reconectar uno por uno los significantes con los significados, en definitiva, de escuchar. Para leer hay que reconectar, es decir, hay que pensar. Para mirar, solo hay que dejarse llevar.

Algo importante se está perdiendo, quizá el hábito de pensar. ¿Algo más? Quizá, porque ¿qué otras consecuencias tiene la hegemonía de un lenguaje visual comprensible para todos pero que solo una exigua minoría puede hablar? Huele a siglo VI a la vuelta de la esquina.

 

Este artículo de Carolina Bescansa es uno de los contenidos del número 12 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
Si desea suscribirse o adquirir números sueltos de la revista, puede hacerlo aquí https://suscripciones. archiletras.com/

+ DE ESTE AUTOR

Cuando las imágenes suplantan a las palabras

Carolina Bescansa

Leer >