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Isaías Lafuente

02 Dic 2020
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Firmas

Desescalando hacia la nueva normalidad

Toda peripecia humana requiere de un relato, desde el primer éxodo judío recogido en la Biblia hasta, salvando las distancias, el procés catalán. Ese relato sirve igual para armar epopeyas, tragedias o comedias, sin que el resultado definitivo de la narración tenga que coincidir necesariamente con los hechos relatados. Para ello, la lengua ha ido creando, desde sus inicios y a través de los tiempos, herramientas que permitieran no solo la descripción precisa de los hechos sino también su embellecimiento engañoso. Y las crisis son situaciones en las que esa infinita capacidad creativa se pone a prueba. Asesores y gabinetes de comunicación reúnen la información precisa, determinan qué parte de ella debe ser transmitida a la ciudadanía y acumulan metáforas y eufemismos que permitan en su caso contarla de la manera menos dolorosa posible. Sorprende, eso sí, que el afán de los prestidigitadores de la palabra en el siglo XXI se mueva con criterios de tiempos anteriores, en los que una población analfabeta y desinformada tragaba con todo al carecer de capacidad para descodificar mensajes.

La última crisis económica nos dejó el concepto estrella de la desaceleración, un término que fue sufriendo mutaciones graduales conforme la realidad iba dinamitando los sucesivos intentos blanqueadores: ralentización, desaceleración transitoria, desaceleración transitoria intensa, desaceleración a secas, y grave desaceleración económica. Fueron tantos los eufemismos acumulados que cuando el presidente del Gobierno pronunció finalmente el concepto eludido, su declaración adquirió tintes de acontecimiento y mereció titulares destacados: «Zapatero menciona por primera vez la palabra crisis», leímos en la portada de El País en julio de 2008.

Y como la crisis se prolongó, el nuevo Gobierno de Rajoy también se esforzó en fabricar eufemismos para hacer más llevaderas las duras medidas económicas que adoptó para contrarrestar la herencia recibida. Así, la economía experimentó un crecimiento negativo, los recortes pasaron a ser reformas estructurales, los crecientes impuestos fueron bautizados como cambios en la ponderación fiscal o poéticos recargos temporales de solidaridad y la amnistía fiscal se convirtió en medidas excepcionales para incentivar la tributación de rentas no declaradas.

Fue tal la carrera eufemística que la entonces princesa Letizia, en unas jornadas sobre lengua y periodismo celebradas en 2013, denunció públicamente «el uso torticero que desde los ámbitos de la economía y la política se hace de la lengua para maquillar y blanquear situaciones dramáticas». Una crítica que pareció revolucionaria viniendo de una institución que unos años antes, en noviembre de 2007, para hacer pública la separación de la infanta Elena se sacó de la manga el concepto de «cese temporal de la convivencia», que alimentó chascarrillos de todo tipo por todo el reino.

La explicación de la pandemia de la covid-19 también ha acumulado un número notable de neologismos, metáforas y eufemismos que darían para elaborar un nutrido covidiccionario. Y creo que el más destacado no ha sido precisamente lingüístico. Ha consistido en la utilización de gráficos y curvas para explicar la evolución de la pandemia, una estrategia que acaba atemperando la tragedia. Porque si el uso de las cifras ya esconde el monumental drama personal, su expresión gráfica termina maquillando definitivamente la realidad. De la misma manera que la evolución económica de una pequeña empresa y de una gran corporación multinacional pueden dibujarse con perfiles semejantes, la evolución de la pandemia de dos países puede presentar idénticas imágenes siendo la tragedia bien distinta.

La explicación de esos gráficos por parte de nuestros representantes públicos también ha alumbrado conceptos aspiracionales chocantes, como el de alcanzar el famoso pico de la curva o el de lograr aplanarla, sin que sea sencillo explicar desde la lógica en qué punto las curvas tienen picos ni en qué momento preciso del aplanamiento la curva pierde su condición natural. Como difícil de explicar es cuándo una uve asimétrica, concepto usado por la vicepresidenta Calviño para ilustrar la previsible evolución de nuestra recuperación económica, deja de ser uve.

Para suavizar el brutal parón económico, los hacedores de discursos tomaron la vía de la prosopopeya y se sacaron de la manga el término hibernación, que nos remite a un proceso de natural y plácido letargo tras el cual se reanudará la vida interrumpida. Nada más lejos de la realidad. Por eso tuvieron que acuñar el concepto de la nueva normalidad, un eufemismo de manual en el que se suman dos conceptos aparentemente positivos, lo nuevo y lo normal, sin que necesariamente lo sean. Se trata además de una suerte de oxímoron porque lo nuevo requiere de tiempo para llegar a ser normal, y cuando esto sucede, lo normal ha dejado de ser nuevo. Pero lo más curioso del concepto, uno de los más repetidos en las últimas semanas, es su oquedad, porque ninguno de los casi cincuenta millones de españoles podría aventurar hoy a qué nos referimos con esa nueva normalidad, ni siquiera quienes acuñaron el concepto.

La nueva normalidad ha competido con los antónimos escalada y desescalada, dos conceptos que han suscitado también intensos debates lingüísticos públicos y muchas de los cien millones de consultas que la RAE ha recibido en el último mes. Muchos han impugnado la palabra desescalada porque no está en el DLE (ahora presente en la última actualización), olvidando que nuestro diccionario es un puzle que, además de registrar palabras concretas, incluye también las piezas necesarias para construir otras nuevas. Otros afirman que son palabras innecesarias por ser importadas. Hasta la propia RAE, en principio, consideró inadecuados ambos términos por considerarlos hijos del inglés to escalate. Y es muy curiosa esta prevención porque la palabra escalada ya entró en el Diccionario de Autoridades hace tres siglos para definir la acción de quienes asaltaban castillos o plazas fuertes trepando por sus murallas. Más tarde, en 1925, para referirse también a la actividad de trepar por una gran altura. Y hace cuatro décadas, en 1984, incluyó una nueva acepción para nombrar cualquier proceso de «aumento rápido y por lo general alarmante de algo», ya sean precios, delitos o, en este caso concreto, contagios y muertes por una enfermedad, sin que se señale su condición de anglicismo. No falta también quien rechaza el concepto desescalada porque existen otros en nuestro idioma. Y como argumento de autoridad esgrimen que los alpinistas nunca desescalan, sino que bajan o descienden montañas, olvidando, insistimos, que estos términos no devengan derechos de autor a la Federación de Deportes de Montaña.

El diccionario de la pandemia nos ha traído además legítimos intentos de verbalizar el sustantivo cuarentena, y el genio del idioma anda dudando entre cuarentenar o cuarentenear (incluidos los dos en la última actualización); o dudosos adjetivos como social para nombrar la distancia preventiva para evitar un contagio. También hemos presenciado chocantes casos de acumulación de metáforas, como la que se produjo en una de las comparecencias del presidente Sánchez en la que, en apenas un minuto, nos conminó a mantener la «distancia social» y a «ir de la mano, codo con codo, arrimando el hombro», para superar la crisis.

Se han producido además creaciones muy interesantes como la palabra infodemia, para bautizar la pandemia paralela de falsas noticias que ha acompañado a la crisis sanitaria. O palabras muy precisas, en el fondo y la forma, como conviviente que, sin embargo, al carecer de alma difícilmente encontrarán vida fuera del BOE. Por el contrario, sí que parece que los hablantes hemos optado por las videollamadas frente a las videoconferencias, que es la palabra que decidieron registrar en su día los académicos en el DLE. Y, por fortuna, hemos evitado tener que lidiar con las arcas de Noé, un eufemismo metafórico que, al margen de obviar palabras que ya tenemos como lazareto, malatería o, sencillamente, sanatorio, es un concepto que solo se puede aceptar desde la pereza intelectual.

El tiempo dirá cuántos de estos nuevos conceptos y palabras sobrevivirán en el tiempo y servirán para construir el relato de una nueva pandemia, o cuántos prolongarán su vida y nos servirán para nombrar incluso nuevas realidades, o cuántos se desvanecerán con el paso de los días en el momento en que, aplanada la curva y superado su pico, culminemos la desescalada hacia la nueva normalidad. Incluso lingüística.

 

Este artículo de Isaías Lafuente es uno de los contenidos del número 8 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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