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21 Abr 2020
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Diario de un escritor en cuarentena (Día 40)

Hace años, cuando aún vivía solo en mi pequeña buhardilla con vistas al aeropuerto, y ganaba más dinero del que podía gastar, y bebía bastante y no tenía hijos (reconocidos), escribía con una fluidez apabullante.

No sabría decir si escribía mejor o peor que ahora, pero al menos escribía sin filtros. Me sentía inmortal y mi único miedo (la soledad; el ostracismo) lo suplía con un buen puñado de fieles lectores, charlas con usuarios de mi taxi (y camareros) y sexo sin compromiso de vez en cuando. Hoy, sin embargo, con mujer e hija y una casa con piscina y cervezas en parques de bolas cada sábado (antes del confinamiento, se entiende), me cuesta un horror darle a la tecla. Sigo escribiendo (puede que incluso más que antes; también leo más), pero el resultado es raquítico en comparación con aquello. Ahora repaso mil veces cada texto, noto en mi pescuezo el aliento de la responsabilidad y sopeso los pros y los contras de «todo». No quisiera echarle la culpa a mi estilo de vida actual: supongo que no hay culpables. Supongo que son las circunstancias que yo he elegido.

También es cierto que antes no existían brigadas de ofendidos por doquier, y que era más fácil transgredir sin consecuencias. No había temas tabú; ahora tal vez sí, o al menos las consecuencias de lo que escribes pueden resultar incómodas. Y aunque sólo sea por esto, es inevitable pensártelo dos veces antes de pisar algunos charcos.

¿Estoy intentando justificarme? Obviamente, sí. ¿Trato de decir que antes todo era más fácil? Obviamente, también.

Sin embargo, al lector, lógicamente, no le importa en absoluto nada de esto. El lector valora lo que lee con independencia de las dificultades del autor durante proceso de escritura. Al lector le importa poco si la novela que tiene entre las manos ha costado cinco años de tortuoso trabajo o dos meses tecleando en bares. Le gusta o no le gusta. Le atrapa o no le atrapa. Y punto. ¿Es justo? No importa. La literatura no trata de justicia, ni de horas cotizadas, ni de nada comparable a eso que llaman «cultura del esfuerzo». Sólo importa el resultado.

Afortunadamente.

(A pesar de lo dicho llevo ya 49.800 palabras escritas. En otros tiempos y en el mismo intervalo, seguramente habría rozado las 100.000, o ya tendría la novela escrita, pero al igual que antes escribía sin miedo, ahora escribo sin prisa).