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28 Abr 2023
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Solo hay dos formas de decir «te quiero»

Detrás de cada pareja sentimental hubo una historia inicial, un chispazo, una eclosión nacida de un primero encuentro más o menos fortuito.

Se conocieron en una de esas apps para buscar pareja, o eran compañeros de curro, o amigos del amigo de otro amigo, o en plena misa, en la fila de la hostia, o en una disco, o en la sala de espera del dentista (esto es más improbable), o chocaron un coche contra el otro, o él le echó valor y se acercó a ella en un vagón de metro, o el padre de ella se casó con la madre de él y acabaron de hermanastros que derivó en algo más, o él era paciente de ella (traumatóloga, anestesista o, joder, psiquiatra; nunca forense), o abogado y clienta, o camarera y cliente, o empresaria y mozo de almacén (empezó con breves encuentros tórridos en el cuarto de las luces), o en un club de lectura, o en un grupo de aficionados al senderismo, o compartiendo papelina en el baño de un pub (o después, en la terapia grupal de desintoxicación), o periodista y entrevistado, o usuaria y taxista.

Esto último, pardiez, pudo haberse dado en varias ocasiones, pero no seré yo quien lo cuente (tal vez ellas: tienen mi permiso). En cualquiera de los casos hubo atracción, a veces inmediata y otras veces lenta porque no era el momento o quizás ella, o él, aún se encontraba en, digamos, una situación complicada como para plantearse pisar otro jardín. Y en cualquiera de los casos hubo un lenguaje corporal previo al lenguaje verbal (miradas hambrientas, ojitos, hoyuelos, risas flojas, baile de cejas). Porque han de sucederse muchos pasos antes de soltar la bicha del primer «te quiero». Porque normalmente el «te quiero» se dice cuando sabes que el otro también comparte el mismo exacto sentimiento. Nadie en su sano juicio soltaría un «te quiero» si esperara un «yo a ti no». Nadie en su sano juicio querría querer para no ser querido. Nadie excepto aquella usuaria de mi taxi, que fue a decirlo justo en el peor momento, cuando yo detuve el coche frente al portal de él, el chico se despidió de ella con dos besos y en estas abrió su puerta trasera para apearse. Y fue entonces, como digo, cuando ella soltó apenas un «Te quie-» que quedó mutilado cuando se cerró la puerta, como si el querer de ella hacia él, ese hilo invisible, se quedara pillado en el marco. O un cordón umbilical pinzado de repente entre los dos, ahogándole sólo a ella. Quiero pensar que no fue su primer «te quiero» hacia él, aunque aquellos dos besos castos en las mejillas intuyeran lo contrario. No eran familia, quiero decir (en cuyo caso habría parecido lógico el suceso). No suena igual el «te quiero» de una hermana hacia su hermano de sangre que aquel otro «te quiero» que ella finalmente soltó (un ˜te quiero» atropellado; sin poder evitarlo; como si no hubiera filtros entre la boca y el corazón). De hecho, se le atragantó el «-ro» final. Un «ro» que tuvo que tragarse y tal vez le saciara el hambre aquella noche, y el resto de las noches.