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04 May 2023
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

El increíble poder del lenguaje gestual

Niño de unos siete u ocho años incorporándose en el asiento trasero de mi taxi. Fugazmente me mira y frunce el ceño. Le miro y frunzo el ceño.

A su izquierda, toma asiento la madre.

—¿Nos lleva a plaza del Ayuntamiento, por favor?

—Por supuesto —digo.

Cuando acciono el taxímetro e inicio la marcha, la mujer saca del bolso su teléfono móvil y comienza a ojear la pantalla. En estas yo muevo el espejo retrovisor hasta que consigo visualizar por completo el rostro del niño, de modo que él también me puede visualizar a mí. El niño continúa con el ceño fruncido, tal vez debido a su enfado con su madre. Yo exagero mi gesto también de enfado, contrayendo la boca y entornando los ojos. El niño me mira a través del espejo y exagera aún más su mueca.

Muevo la cabeza lentamente a izquierda y derecha. Él también la mueve. En este punto descubro que tengo al niño donde yo quería, jugando en silencio a la imitación gestual. Arrugo la nariz. Él también la arruga. Enseño los dientes. Él enseña los suyos (le faltan dos piezas). Saco la lengua. El niño sonríe en silencio. Le saco la lengua de nuevo. Él me imita.

Paro en un semáforo y le guiño el ojo izquierdo. El niño trata de guiñarlo también, pero cierra sin querer los dos ojos. Para que entienda que no pretendo frustrarle, opto por taparme el otro ojo con la mano. Él se ríe y me imita. Me tiro de una oreja. Él también. Etcétera.

En una de estas comienza a reírse a carcajadas. La madre le dice:

—¿Ya no estás enfadado? No hay quien te entienda, Gabriel… —y vuelve a su teléfono móvil.

Pero yo le entiendo. O al menos intento que él lo crea. Por eso, aprovechando que la madre está nuevamente ausente, continúo jugando con él al reflejo gestual. Aunque ahora, para subir de nivel, finjo centrarme en el tráfico y pasar de él mientras le observo a ráfagas con el rabillo del ojo. El caso es que ahora Gabriel parece contrariado. Está buscando seguir con el juego, pero aún no tiene la suficiente confianza conmigo para decírmelo abiertamente. Entonces es él quien cambia de estrategia y comienza a hacerme nuevos gestos. Arruga la nariz y ahora soy yo el que le imita. Hincha los carrillos. Yo también. Ahora, el niño siente el poder de decidir sobre mí. Se siente, digamos, adulto a su manera.

Llegamos a su destino. La madre me paga, abre la puerta y le dice a Gabriel:

—Venga, vamos.

—No —suelta el niño, tajante.

—¿Quieres quedarte aquí con el señor taxista?

—Sí.

—¿En serio? Mira que me voy…

El ultimátum de su madre no parece surtir el efecto deseado.

—Pues yo me quedo —dice el niño.

—No es posible, amigo. Tengo que seguir trabajando —le digo al niño. Pero no se inmuta.

Al final, la mujer opta por tirar de su brazo y acaba saliendo casi a rastras del taxi.

Mientras me alejo pienso en lo horrible de esto. Gabriel sólo quería que le prestaran atención. Y con tal de llenar esa exacta carencia, habría podido incluso renunciar a su madre.