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24 Mar 2023
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

La vida después de un silencio incómodo

Forzar silencios incómodos a veces empuja al otro a saltarse un par de capas del decoro y confesarse. Atentos.

Dato importante: Aquel trayecto en mi taxi era largo. De haber sido corto o muy corto, le hubiera merecido la pena mantenerse en incómodo silencio durante un par de calles. Me refiero a él. Al tipo de unos cuarenta años, informático o similar, y de calvicie incipiente y prematura. Yo, por el contrario, disfruto de esos silencios. Porque son oro literario.

—Terminaron las fallas… —rompió él.

—Por fin… —dije yo.

—Mucho follón, ¿verdad?

—Sí, muchísima gente. Demasiada.

—Hizo muy buen tiempo, y claro…

—Claro… Se nota que la gente tiene ganas de salir. Y después de la pandemia, más aún.

—Ya lo creo.

—Fue dura, la pandemia.

—Uf, sí.

(Alternar respuestas cortas con otras más largas denotaba predisposición a la charla por mi parte, pero recurrir a frases hechas y lugares comunes denotaba, además, no querer ahondar en nada ni derivar el diálogo en ninguna dirección).

(Pero si, de repente, introduces una frase que genera sorpresa, la charla corre el delicioso riesgo de desbarrar).

—Aunque, si le digo la verdad, a mí el confinamiento me fue bien. Quiero decir, que aprendí a estar solo y a llevarme bien conmigo mismo. Conseguí dejar de fumar, por ejemplo. Y dejar de beber. Y el juego. Estaba enganchadísimo a las puñeteras tragaperras y, gracias al confinamiento, conseguí dejarlo todo de raíz —mentí, pero con intención de tirarle de la lengua.

—¿En serio?

Tardé unos segundos en decirle:

—Sí.

Y volvió a hacerse el silencio. Un silencio que el tipo interpretó que me incomodaba a mí más que a él. Y fue por eso que se vio en la obligación de mejorar mi confesión.

—Yo tengo una muñeca —me dijo al fin.

—¿Perdón?

—Bueno, en realidad es de mi hija, pero antes de la pandemia me separé de mi mujer, ella se marchó de casa y se quedó con la custodia de mi hija y pasé la pandemia solo. La muñeca es de la niña, porque aún conservo su habitación intacta, y sus cosas, ya sabes.

—(Silencio).

—El caso es que me dio por cuidar de la muñeca. Al principio, sólo la peinaba y la dejaba de nuevo sobre la cama de mi hija. Pero con el paso de los días me dio por hablar con ella, no sé… le contaba mis cosas… y fingía escuchar las suyas.

—(Silencio).

—Luego la sentaba en la mesa para no comer solo.

—¿Cómo de grande es la muñeca?

—No muy grande, tal que así —me dijo con las manos abiertas (en torno a 40 centímetros)

—Entiendo.

—Te parecerá una tontería, pero aquella muñeca me ayudó mucho.

—Silencio.

—Y me sigue ayudando. De hecho, me acompaña a todas partes.

—¿Literalmente?

—Sí.

El hombre abrió su mochila y asomó la cabeza de una muñeca de trapo y pelo rubio de algodón.

—¿Tiene nombre? —le pregunté.

—Sandy.

—Hola, Sandy.

—Se lo puse por la protagonista de la Grease.

—Ah, Olivia Newton-John. Sabe que murió el año pasado, ¿no?

—¿EN SERIO?

—Me temo que sí.

—¿ESTÁS DE PUTA BROMA?

—Míralo en Google.

El tipo guardó nervioso la muñeca, sacó su móvil para comprobar el dato, y el resto del trayecto lo pasó en silencio. Un silencio, esta vez, no tanto incómodo como de duelo. Triste. Afligido. Derrotado.