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10 Dic 2021
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Análisis sintáctico de las apps de contactos

Llevo cosa de un mes enfrascado en una novela romántica que firmaré bajo pseudónimo y, para documentarme y tomar ideas, decidí apuntarme a un par de apps de contactos carnales. Y estoy fascinado.

No tengo intención de quedar con nadie, soy hombre casado, sólo hablar y seducir y dejarme cortejar en la distancia y envolver mi corazón en papel film, por si las dudas. De hecho, en una de las apps me hice pasar por hombre y en la otra por mujer; ambos treintañeros, ambos despechados, ambos «convencionales» (saqué sus rostros de un banco de fotos, tuneándolas lo justo para darles un aspecto de lo más convencional).

Es curioso lo bien que funciona el ligoteo cuando no pretendes nada: centrarte en la charla reconforta, comprendes cuán sola está la gente, las chicas, los chicos. Algunos apenas buscan soltar lastre, igual que sucedía en mi taxi pero con el morbo adicional de conocer sus pretensiones, que son las mismas que las tuyas. Otros, directamente, quieren sexo casual. Les basta esa foto mía y unas cuantas frases bien conjugadas para lanzarse a pedirte día, hora y lugar. «Nada de cafés ni vainas», me soltó uno: «Vente a mi casa. No están mis padres». Treinta y tres años tenía el chaval. Me hizo sentir pubescente.

Otra chica, Clara se llamaba (o se hacía llamar), buscaba algo serio, mucho: formar una familia con tres hijos y a ser posible pronto, YA. Estaba pendiente de cobrar una herencia cuantiosísima, o eso decía tal vez para engancharme, o puede que fuera un fraude, una estafa. En cualquiera de los casos me hizo gracia que usara como reclamo querer tener tres hijos, nada menos. Por muy cuantiosa que fuera la herencia yo, que tengo una hija, a veces me entran ganas de arrancarme el pelo. Imagínate tres. Le dije que yo, antes de dar semejante paso, quería enamorarme, y que no sería capaz de emprender tamaña empresa sin esa chispa, a lo cual me contestó: «Tengo una talla 100 de pecho, si te sirve».

A falta de argumentos, decidí salir del chat y buscar nuevos amores. Por norma general, ellas escriben mejor que ellos, o al menos cometen menos faltas de ortografía, aunque ambos tiendan a emplear emoticonos con la misma ligereza. Carita ruborizada, guiño, beso (sin corazón), pulgar en alto. Los ojos como platos resultan sumamente efectivos cuando quieres ahondar en sus discursos. Es ponerlos y al instante escriben más, y más. Con Lucas se me escapó una berenjena y se puso tan plasta que tuve que bloquearle. Martina, por su parte, usaba mucho el emoji del listillo (con gafas) porque efectivamente era listísima, y rápida escribiendo. Me contó a grandes rasgos la historia de su vida y aquello me dejó impresionado. Llevamos tres noches chateando. Es adictiva. Consigue que siempre apetezca saber más; querer leer más. Hace uso de la buena literatura, de esa que engancha, pero en un chat. Tal vez os hable de ella en otra ocasión. Me apetece.