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20 Abr 2021
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

El virus de la incertidumbre

Mandó parar mi taxi muy nerviosa, con el móvil en la mano. Una vez dentro, me indicó una dirección y añadió atropellada: «lo más rápido posible». Llevaba mascarilla, pero sus ojos de terror hablaban por su boca.

—Mi madre no contesta. Llevo toda la mañana llamándola y nada. Tiene 87 años, vive sola y está delicada de salud. Y encima me quedé sin batería.

Me hice cargo y le cedí un cargador y también mi móvil, para que pudiera seguir llamando.

—Muchas gracias —me dijo. En esto, cuando consiguió marcar el número de su madre, el tono de llamada comenzó a sonar por los altavoces del taxi. No había reparado en que mi móvil seguía vinculado al bluetooch del coche.

—Perdón —dije —. Lo desvinculo ahora mismo.

Busqué la opción deprisa en la pantalla del salpicadero mientras el tono seguía sonando. Un tono, dos tonos, tres tonos, que no daban respuesta.

Conseguí desvinculando en plena M-30, mientras sorteaba coches. La prisa es el único arma para acallar la incertidumbre, pensé entonces. Una incertidumbre que se hacía insoportable en la cabeza de aquella mujer (y subsidiariamente también en la mía). Cuando nos tememos lo peor pero aún no hay certeza, las voces de dentro son un lastre indomable, una tortura.

Estuvimos en silencio, pero era un silencio denso. No había palabras capaces de amortiguar aquello. Seguramente ella no podía evitar recrear el inminente instante de abrir la puerta de la casa de su madre con el corazón en un puño. Pensando en encontrarse un cuerpo inerte en el suelo, con la taza del desayuno ahí tirada o ese mismo cuerpo en la cama, de aspecto calmo aunque sin vida.

Aunque pudiera ser también que la línea telefónica estuviera temporalmente averiada, o que su madre hubiera salido un momento, qué se yo, a comprar cualquier cosa y olvidara la llave de casa y no pudiera entrar. La mujer me había dicho que llevaba dos horas intentando contactar con ella, y que siempre hablaban a las ocho en punto de la mañana, antes de irse ella a trabajar, y que ya eran las diez y que dios mío: qué le habría pasado.

—No quiero pensar en lo peor —me dijo (o tal vez se dijo a sí misma en voz alta).

—Tranquila —le dije—, pronto saldrá de dudas.

Llegamos a su destino, me pagó y salió corriendo.

De inmediato toqué el claxon y bajé la ventanilla:

—¡Su móvil! —dije desconectándolo del cargador.

—Ay, perdone, ¡gracias!

Y no supe más de aquello.

Y el caso es que aún tengo el número de su madre en mi móvil. Latente.