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21 Jul 2020
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Expendedor de insultos (gratis)

Un conductor desconocido acaba de resumir mis 42 años de existencia en una sola palabra (en realidad fueron tres aunque, por su forma de enlazarlas, comprimirlas y omitir los espacios, sonaron como una): «Tontolculo».

Sucedió por una maniobra que apenas duró tres segundos. La usuaria que viajaba en mi taxi y a mi espalda, soltó de repente un sonoro «¡A la derecha!» y mi respuesta fue girar casi al instante y de improvisto. En ciertas ocasiones el usuario maneja en su cabeza una ruta diferente al itinerario improvisado por el taxista, máxime si el trayecto es difícil (a veces con razón y otras no tanto). El caso es que la usuaria quería girar por ahí, y aunque circulábamos por el carril central comprobé, espejo mediante, que era posible hacerlo: el coche que circulaba a mi derecha aún estaba a prudencial distancia; le obligaría a frenar, pero la maniobra no supondría un riesgo para nadie. Sin embargo, al tipo del Golf verde le molestó mi cambio repentino de criterio. De hecho, le dio tiempo a frenar sin detenerse del todo, bajar la ventanilla hasta abajo, asomar la cabeza y soltar bien fuerte y bien nítido aquel «¡tontolculo!», como si girar sin previo aviso fuera cualidad inherente a la rama «tontolculo» del ser humano.

Desconozco, eso sí, cuál es la duración efectiva del calificativo en cuestión. Si ser considerado «tontolculo» me daría carta blanca para continuar girando indebidamente durante un tiempo determinado (¿uno es tontolculo todo el día, sólo en ese giro exacto, o durante el resto de su vida?). Aunque también fantaseé con la idea de cruzarme después con ese hombre en un contexto diferente. Que aquel hacedor de insultos resultara ser el pasante del seguro de mi taxi y yo acudiera precisamente a él a tramitar un parte y él tuviera que atenderme solícito y amable so pena de cambiarme a otra compañía (y a riesgo de perder, por lo tanto, su comisión).  O que él fuera médico, cirujano de urgencias, y yo sufriera un accidente (no de tráfico; pongamos, un infarto), y en la mesa de operaciones él reconociera al tontolculo de mí y a pesar de ello me operara con éxito (estoy convencido que su código deontológico primaría por encima de sus prejuicios).

Aunque reconozco que también imaginé la posibilidad de portar el sambenito de tontolculo oficial expedido por aquel hombre, y que dicho calificativo me influyera de ahí en adelante, empujándome a actuar como un perfecto tontolculo en todos los aspectos de la vida: de cara a mi mujer (que, obviamente, acabaría divorciándose de mí), con mis amigos (que renunciaría a su amistad) o cocinando en casa y quemando el estofado o cortándome un dedo mientras pico cebolla. Mi excusa para todos mis errores sería perfecta: Alguien, una vez, me tachó de tontolculo.

De hecho, no descarto usarlo algún día, cada vez que me vengan mal dadas: «Hice mal, lo reconozco. Pero en cierta ocasión alguien me llamó tontolculo y desde entonces no levanto cabeza».