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24 Jul 2020
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Sobre libertades y el lenguaje digital

Las redes sociales han conseguido que viremos el punto de vista hacia nuestro ombligo. Resulta que ahora todos tenemos algo importante que decir. Ahora todos somos «alguien»: una unidad independiente más o menos hinchada a pulmón según el número de followers. Nos hemos convertido en eso: en aire.

El ser o la nada. Una usuaria de mi taxi poniendo morritos delante de su móvil. Los nacidos el siglo pasado nos diferenciamos del nativo digital en que a éste no le da reparo que alguien pudiera observarle mientras se hace un selfie. Nacieron con un router bajo el brazo: va en su configuración inicial por defecto. El resto hemos tenido que aprender a no sentir vergüenza (propia y ajena) cuando hemos de soltar lo que somos para ser «alguien» ante una masa informe de desconocidos.

En los últimos años he asumido que el nativo digital prefiere hacer uso de su móvil para pedir un taxi que levantar la mano. Aunque circulen decenas de taxis libres por delante de sus gónadas o el millenial en cuestión se encuentre a dos pasos de una parada. Me ha sucedido muchas veces, muchas, encontrarme el primero en una parada de taxis y que un chico o una chica sacara su móvil delante de mis narices, me saltara su petición en mi propio móvil y tuviera yo que avanzar apenas metro y medio o incluso menos para recogerle. Un trayecto cuyo importe habría sido el mismo de haber tomado el taxi en la parada de taxis sin mediación de una app. Pero entiendo que existe una explicación a todo esto: el nativo digital se ha acostumbrado a tener el control de todos los aspectos de su vida a través de ese nuevo apéndice asido al cordón umbilical que es el teléfono móvil. Desde solicitar un taxi hasta pedir comida a domicilio o cualquier otra cosa (cualquiera, sin límites). El nativo digital ha perdido la perspectiva de las consecuencias de sus actos, o tal vez nunca llegó a pensar en ello. Que le llegue el paquetito a casa implica no sólo la muerte lenta del comercio físico, sino que una furgoneta se desplace hasta allí y aparque en doble fila en la puerta de su casa, de todas las casas (más furgonetas circulando o en doble fila, más tráfico, ergo más contaminación) o que un rider mal pagado se vea forzado a pedalear su bicicleta bajo un sol de justicia, o en medio de una fuerte lluvia, o que la app intermediadora se quede con una buena parte de los ingresos del taxista. Pero el nativo te dirá que no es su problema (o, dicho en lenguaje viejuno: que cada palo aguante su vela). Te dirá que quiere sus fetuccini al pesto y que los quiere ya. Y si el pedido llega frío o mal emplatado, valorará negativamente el servicio (es decir, al rider precario, y le traerá consecuencias). Todo, repito, desde su dispositivo móvil. Tumbado en el sofá.

Son las nuevas formas del lenguaje que nos tocó vivir. Un lenguaje digitalizado que dota al emisor de una sensación de poder de decisión realmente atractiva, al tiempo que enriquece no tanto al receptor o al prestador del servicio, sino al nuevo intermediario. Entiendo que existe un trasfondo ideológico en todo esto. Quizás el triunfo del egoísmo inherente al capitalismo de inversores y rentistas frente a cualquier otro sistema conocido. Crear de continuo nuevas y apetentes necesidades en el consumidor y que éste emplee su «libertad» (o mejor: «libertades», en plural) para elegir unas u otras indistintamente. Porque sí, como lo oyes, el consumidor se siente libre. De hecho, se siente más libre que nunca. Con más opciones que nunca. Un sueño hecho realidad: Como un niño encerrado solo, de noche, en un gran centro comercial y a temperatura uterina.