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16 Mar 2020
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Diario de un escritor en cuarentena (Día 1)

Aparqué mi taxi en el garaje hasta nuevo aviso. La cuarentena es voluntaria: quiero aislarme del coronamundo y dedicar mi encierro indefinido a la escritura de una nueva novela. ¿Seré capaz?

Comenzar un nuevo proyecto literario no es tarea fácil. No me refiero a la trama, la tengo, al esquema previo, lo tengo, al tono, lo tengo también, al punto de vista, lo mismo, al tiempo verbal, ídem, sino al estado de ánimo que habré de mantener ingrávido a lo largo de todo el proceso. Curiosamente, es un tema del que nunca se habla en los manuales de escritura creativa. No lo encontrarás en «Mientras Escribo» (imprescindible libro de Stephen King para todo escritor en ciernes que se precie), ni en los múltiples manuales de escritura que he leído, ni en los sacrosantos talleres literarios (hace años, de hecho, asistí presencial a un taller de novela de la prestigiosa Fuentetaja y el tema de cómo adquirir cierta constancia anímica, o de qué modo abstraerte del mundo en general o de tus problemas personales para centrarte de lleno en la escritura, no se mentó siquiera).

Y aún digo más (en sorpresiva pose): hoy, aquellos escritores que se acercan al lector publicando en las redes sus rutinas de escritura, más que creadores de contenido creativo, parecen auténticos robots. Se marcan plazos demostrando que lo suyo está más cerca de la fórmula matemática que de ese ente abstracto (y en cierto modo, sensible y frágil también) que es la creación literaria: a 2000 palabras diarias, sesenta días exactos de escritura (siete horas por jornada, librando fines de semana, igual que un cajero de Bankia), total, 120.000 palabras. Grosor más que óptimo para una novela de tamaño estándar. Dos semanas más de reescritura, y en apenas tres meses, la novela estaría lista para que la editorial tome al fin el testigo, se haga cargo del resto del proceso (corrección de estilo, impresión, diseño de portada, galeradas, promoción y distribución) y la rueda gire. En el caso de los escritores bestsellers, los plazos de entrega suelen estar sustentados en acuerdos con su respectiva editorial (atenta, como es lógico, a las mejores fechas para lanzar sus novedades más rentables).

Visto así parece una maquinaria perfectamente engrasada, igual que el proceso de elaboración del pan de molde en una fábrica de producción en cadena (ojo, no es una crítica; es cochina envidia por mi parte). Sin embargo, y dada mi condición de escritor de a diario y desde hace muchos años aunque ciertamente visceral, me cuesta entender que el proceso de elaboración de una novela no se vea afectada por los altibajos emocionales del dueño y señor de la misma. La escritura es un proceso fuertemente ligado al mundo interior. Y la introspección (necesaria para dar rienda suelta a una novela) ha de fluir sin trabas. Es difícil, casi titánico, abstraerse ahora de un entorno cuasi apocalíptico en un país en estado de shock, o que mi principal fuente de ingresos (soy autónomo) se encuentre aparcada en un garaje sine díe.  Aunque, dándole la vuelta, las consecuencias del coronavirus es un tema tremendamente literario y si fuera posible canalizar tamaño cúmulo de sensaciones, saldría un novelón de cuidado.

Con todo y con esto, con mi mujer teletrabajando en casa y mi hija de 5 años construyendo castillos en el aire del salón, en mi primer día de escritura he conseguido alcanzar la friolera de 836 palabras (a sumar a las 622 de este post). No son 2000, lo sé, pero tienen la fuerza de mil ñus. Y el mérito de haberlas sacado adelante, con la que está cayendo ahí fuera y las redes, la tele y el mundo echando humo, bien merece esta cerveza con olivas. ¡Salud!

(Seguiremos informando).