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31 Ene 2020
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

El problema es el mensaje

He llevado en mi taxi a mujeres con burka, a judíos con kipá, a norteamericanos con gorras de béisbol, o a orientales con mascarillas anticontaminación.

Todos ellos responden a parámetros culturales (las mascarillas, en cierto modo, también; los japoneses ya las usaban de forma recurrente mucho antes del coronavirus chino). Aquí en España el equivalente cultural sería llevar zapatillas caras de colorines con los tobillos al aire (incluso en invierno) y pantalones apretaos.

La gente se tatúa el cuerpo para lanzar al mundo en derredor mensajes de sí mismos (incluso el peinado o el color de la ropa dicen «cosas»), los niños acuden a la escuela uniformados y hay algo llamado «fachaleco» capaz de dotar de ideología política al portador de un abrigo acolchado sin mangas. Un varón mayor de edad con unos enormes auriculares en sendas orejas y gorro grueso de lana tendría en otros tiempos la consideración de «tonto del pueblo»: hoy es, simplemente, moderno. También es verdad que antes éramos más crueles y faltones y ahora tendemos más al lenguaje inclusivo y tolerante en general.

Quiero decir que el atuendo ya es un lenguaje en sí mismo que a su vez sirve de carta de presentación del individuo ante cualquier desconocido. El detalle está bien, supone un atajo. Pero al mismo tiempo incluye una trampa ciertamente peligrosa: los prejuicios siempre subjetivos que el contrario pudiera tener de la indumentaria en cuestión. ¿De qué nos sirve que un musulmán o un hindú o un escocés quieran dar a entender lo que son sin decirlo, si quien recibe ese dato visual maneja una información viciada de aquello que pretenden representar? El problema, por tanto, no está en el emisor ni en el receptor, ni siquiera en el canal (la vestimenta), sino en el mensaje previamente percibido. Un mensaje que a menudo causa estragos y genera incluso odios que derivan en guerras. Poca broma con esto.

Curiosamente, el único complemento en común de todos ellos, sin excepción, es el teléfono móvil. El japonés, cuando monta en mi taxi, lleva su teléfono en la mano, y el marroquí, y el filipino, y el mexicano. Curiosamente, como digo, falla el mensaje justo ahora que vivimos más pegados que nunca al hacedor y receptor universal de ese mensaje. Tremendo asunto.