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17 Sep 2019
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

El lenguaje impresionista

Me obnubila esa gente capaz de manejarse con soltura haciendo uso de un limitadísimo número de palabras.

Obvio que en su diccionario mental no aparece la palabra «obnubila» (tampoco «obvio»), ni falta que les hace. Tiendo a llamarles gente Mp3 (formato de compresión de audio y video que suprime los picos más agudos, los más graves o el número de píxeles para reducir el espacio de almacenamiento). Es decir, que se entiende perfectamente lo que quieren expresar a través del mínimo número de palabras posible. No esperes de ellos, por ejemplo, un surtido abanico de sinónimos, o descripciones precisas, o un zoom exagerado de su psique.

Hablan, digamos, a brochazos. Son impresionistas del lenguaje.

Y con ellos me pregunto si el proceso mental que manejan es, también, correlativo. ¿Acaso emplean un lenguaje simple porque sus ideas son igualmente limitadas?, ¿es posible demostrar una mente compleja haciendo uso de muy pocas palabras? ¿Se frustran, tal vez, cuando no encuentran la palabra precisa capaz de expresar sus pensamientos o, por el contrario, se amoldaron sin traumas al «formato» y no le piden más a la vida? ¿Un lenguaje rico te permite ahondar más en ti y «comprenderte» mejor o es, precisamente, comprenderse mejor lo que esa gente evita?

Pienso en esto y más (mi cabeza es el CERN ahora mismo) mientras conduzco mi taxi libre por el lateral de la Castellana. En esto, me levanta la mano un hombre y freno a su altura. Abre la puerta, toma asiento, y me dice:

—A Callao.

Nada más. «A Callao». Le entendí perfectamente, estoy pensando. ¿Para qué más? ¿A qué se debe ese afán por complicarme la vida? (Súmenle a esta varias preguntas mentales más mientras el usuario viaja a mis espaldas, despreocupado, mirándose las uñas).

Llegamos a Callao. Reparo en el taxímetro: olvidé accionarlo. Otra vez.

—¿Qué le debo? —me pregunta la usuaria.

—Y yo qué sé. Olvidé poner en marcha el taxímetro.

—¿Y entonces?

—Déjelo. Hoy es su día de suerte. Le tocó un díscolo.

—¿Un qué?

—Nada. Olvídelo.

—Bueno, pues… ¡Gracias! Chao.

(¿Moraleja? Céntrate, tío).