PATROCINADORES
INSTITUCIONES
Junta castilla
jcm

Archiletras

03 Sep 2019
Compartir

Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Leerte por dentro

Ayer un usuario de mi taxi se interesó por el libro que llevaba en el salpicadero. Alzó la cabeza para leer el título y me dijo:

—¡Anda, Goodbye Columbus de Phillip Roth! Lo empecé, pero no pude acabarlo.

—Pues a mí me está gustando. Roth no decepciona—le dije.

—No lo dudo, pero es que no puedo. No consigo engancharme a ningún libro. Y lo intento, no se crea. Lo intento constantemente, pero es que cuando empiezo a leer siempre hay algo, algún detalle, un personaje, una palabra o qué se yo, que me lleva a pensar en otras cosas. A menudo son recuerdos o anécdotas mías que voy encadenando, se me va el santo al cielo y claro, pierdo el hilo de la lectura y luego me es difícil reengancharme. Estoy, por decirlo de algún modo, demasiado pegado a mi realidad.

—¿Le sucede también con las películas? —le pregunté intrigado.

—No. Qué va. Sólo cuando leo. El cine es mucho más fácil de digerir, ¿no cree? El problema lo tengo con la palabra escrita. Leer me supone un esfuerzo extra. Y cada palabra tiene un significado diferente según quién la lea. Evoca cosas distintas, usted ya me entiende. Si lees, por ejemplo, la palabra «desapego», primero entra en tus ojos, letra a letra, y luego el cerebro hace el resto. Va uniendo las letras, formando sílabas, des-a-pe-go, compone después la palabra al completo y, a partir de ese código, extrae su significado. Pero claro, en ese laberinto neuronal siempre hay palabras más, digamos, sensibles que otras. Y eso es algo íntimo de cada uno. Cuando leo «Desapego», por seguir con el ejemplo, no puedo evitar pensar en la muerte de mi padre. Es leerla y saltarme una alarma, por así decirlo.

—De modo que leer le ayuda a conocerse mejor… —le dije.

—No entiendo…

—Quiero decir que, a medida que lee, su mente le va descubriendo todas esas palabras sensibles para usted. Palabras que, si no leyera, tal vez sería incapaz de detectarlas.

—Supongo, sí.

—¿Y qué hay de malo en eso?

—Que no consigo acabar ningún libro.

—Pero consigue leerse por dentro.

—Quince euros me costó el último.

—Poco me parece.