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06 Sep 2019
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Los espejos cóncavos (o convexos) del lenguaje

«Siga a ese coche rojo», me dijo un hombre nada más tomar mi taxi. Pero no había ningún coche rojo. El único coche a la vista era verde oliva.

—Querrá decir verde… —le dije.

—Rojo, verde, qué más da.

Aquel comentario suyo me gustó muchísimo. Dijo un color, pero le daban igual los colores. En un principio pensé que podría ser daltónico, aunque bien es cierto que los daltónicos suelen tratar de ocultarlo: en tal caso, me habría dicho «Siga a ese coche», o «Siga a ese Polo» (era el modelo). O, tal vez, podría tratarse de una especie de dislexia, o algún tipo de trastorno cognitivo.

De hecho, al rato comprendí que aquel hombre ni siquiera tenía intención de seguir a ese coche. Se cerró el semáforo entre medias, y el Polo verde oliva giró por una calle adyacente y lo perdimos de vista.

—Vaya, lo hemos perdido. Iba demasiado rápido —le dije.

—Bah, da igual. Siga recto entonces.

—¿A qué calle vamos? —le pregunté intrigado.

—A un parque. Con árboles.

—¿Árboles verdes? —le dije, reconozco que con cierta sorna.

—Árboles rojos. «Fagus sylvatica», «acer palmatum» o «pronus cerasifera», los que pillen más a mano.

—El jardín botánico no queda lejos —le dije.

—De acuerdo. Arranque pues.

—El semáforo está en rojo.

—Qué va. Está verde.

Giré de nuevo la cabeza hacia el semáforo y, en efecto, había cambiado a verde. Y en esto, reanudamos la marcha en silencio, el tipo mirándose las uñas y yo ciertamente contrariado. Digamos que, en el canal de comunicación entre ambos, había un cable suelto. Lo más sensato habría sido pensar que aquel hombre estaba fatal de la cabeza, pero es posible que ese hombre se creyera cuerdo y pensara que el loco era yo. Y aquella dualidad me resultó frustrante: no pude evitar compararla con todas esas discusiones políticas entre ideologías diferentes, cuando piensas que el contrario argumenta como víctima de una realidad distorsionada que no es la tuya (al tiempo que él, seguramente, piensa lo mismo de ti), y no hay ni habrá jamás entendimiento mutuo.

Pero al llegar, el hombre me tendió un billete de 10 euros, le di dos euros con cincuenta de vuelta, y esa simple transacción consiguió reconciliarme otra vez con el mundo. Al menos, en lo tocante al dinero, nos entendimos perfectamente. En fin… terca vida.