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15 Dic 2018
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Reportajes

De Marqués de Riscal… a Pato Mareado

Paco Berciano y Albert Martínez López-Amor

Desde el Meroneo, del que hablaba Homero, la historia del vino es también la historia de sus nombres propios. Las marcas llamativas, a veces puro marketing, son ahora la moda dominante en España, años después de serlo en Argentina o en Chile

Una de las historias perdidas en la niebla de la Antigüedad es la de la primera vez que alguien, en algún rincón del Mediterráneo, llamó al vino por un nombre propio. En la Odisea, Homero habla del Meroneo, famoso vino de la costa de Tracia, «tan generoso y enérgico como indomable», cuya extraordinaria fuerza solo podía rebajarse mezclando una parte con veinte de agua de mar, en este caso del Egeo. Quinientos años más tarde y unos cuantos miles de kilómetros hacia Occidente, los vinos de las riberas de Hispania, de Tarraco y de Lauron —la actual Llíria, en Valencia— eran, según Plinio el Viejo, reconocidos por sus cualidades brillantes. Y los de las Baleares se comparaban con los primeros vinos de Italia. En las tabernas de Roma, Pompeya, Massilia o Tipasa, los parroquianos reconocían todos esos vinos por el nombre de su lugar de procedencia, y así era como los pedían. Hoy también lo hacemos, aunque esta es solo una de las muchas formas de denominar el jugo de la vid. Hace más de 25 siglos que en Europa comerciamos con el vino. Eso significa que hace más de 25 siglos que necesitamos diferenciar y destacar los vinos que vendemos. Es lo que ocurre con todo producto comercial, que requiere un significado, un conjunto de connotaciones, un imaginario e incluso un vínculo emocional con su destinatario.

El primer factor diferenciador del vino fue, como vemos, la procedencia. Enseguida apareció otro: el nombre propio de la persona que lo elaboraba o que lo distribuía. En Badalona se han hallado ánforas del siglo I d. C. con el epígrafe M. PORCI. ¿Alude al viñador, al negociante, al transportista, al patricio protector? Sea como fuere, no cuesta imaginar una conversación entre romanos: «Te traigo el vino de Marcus Porcius que me pediste».

Pero Roma y su imperio se hundieron, y con la inestabilidad y el desplome de las comunicaciones en toda Europa, el comercio se desvaneció casi por completo. El vino se recluyó en los círculos monásticos y cortesanos. Entre el pueblo, volvió a convertirse en lo que fuera en los albores del tiempo: un subproducto de autoconsumo. Todo atisbo de marca desapareció. Así fue durante siglos, hasta que los barcos ingleses se adueñaron del estuario del Garona, en la costa atlántica francesa.

Gracias a la rivalidad con Francia y al desarrollo de su navegación, los ingleses volvieron a generar interés por la vid y el vino. En la Baja Edad Media nace el Burdeos vitivinícola moderno, que pronto alumbra una burguesía dedicada al comercio de vino. El capital que amasa es invertido en propiedades y viñedos y, más aún, en nuevas operaciones comerciales que aceleran el desarrollo del sector. Desde el norte surcan mercantes hacia los puertos del Mediterráneo, hacia las Canarias y Madeira, hacia Oporto y el golfo de Cádiz, consolidando nuevas fuentes de aprovisionamiento de vino. A partir del siglo XVI, la aventura de América espolea aún más el negocio. En todas las regiones productoras crece la extensión de la viña y la competencia se acelera. Se imponen los vinos fortificados y generosos, capaces de resistir las travesías marítimas. En este contexto, las marcas irrumpen de nuevo.

El renacimiento de las marcas

Dice Hugh Johnson, el más emérito y vitalista de los historiadores británicos del vino, que una de las marcas de vino más antiguas del mundo sería la jerezana C. Z. Estas letras aluden a las iniciales de Diego Cabeza de Aranda y Zarco, fundador de la vieja bodega Rivero, creada nada menos que en 1650 y desde 1998 revivida como Bodegas Tradición. El caso de C. Z. ilustra a la perfección la génesis principal de las marcas de vino en Jerez: la familia propietaria de la bodega —o del negocio complementario de exportación— da nombre al producto. En el Marco de Jerez y en Montilla-Moriles tenemos muchos ejemplos: Alvear, Osborne, Ximénez Spínola, Domecq, Barbadillo

El de Jerez no es un caso único, pues en otras zonas que conocieron un gran dinamismo a partir de los siglos XVII y XVIII, los nombres familiares bautizaron el vino. Ahí encontramos las primeras marcas históricas de Champaña, con los Delamotte, Ruinart, Clicquot, etc.; o las marcas de Oporto como Croft, Graham, Taylor, Sandeman o Niepoort, todas ellas nombres de los exportadores extranjeros que crearon el concepto del vino de Oporto.

Los vinos de Burdeos adoptaron también el apellido de sus elaboradores. Esos nombres propios (Lafite, Ducru, Léoville, Estournel, Barton…) casi siempre han ido precedidos por el característico château, que más que de castillo tiene el significado de dominio vitícola, de finca de donde proceden las uvas. Pero algunas bodegas empezaron a trascender el nombre de persona y exploraron marcas ligadas al lugar y a los usos de la tierra. Château Pavie hace referencia a un huerto plantado de melocotoneros, Château Margaux lleva el nombre del pueblo donde su ubica la bodega, Château Latour recuerda una torre fuerte construida en el lugar durante la Guerra de los Cien Años…

De un salto cruzamos Francia, hasta la otra región de mayor prestigio, Borgoña, donde la toponimia, con toda su carga de fisicidad, ha tenido siempre una relevancia fundamental a la hora de nombrar los vinos. Los grandes vinos borgoñones llevan desde siempre el nombre de su paraje de procedencia como marca principal y el nombre del viticultor-elaborador como enseña secundaria. Es crucial destacar que la legislación ha tenido en cuenta ese uso tan asentado: a lo largo del siglo XIX protegió como denominaciones de origen los parajes o climats más especiales, que pueden llegar a ser muy pequeños. Algunos conocidos ejemplos son Montrachet, el monte «calvo», sin vegetación; La Riotte, «callejuela»; Les Échezeaux, plural de chazal, esto es, chamizo en medio del campo; y La Romanée, que remite al trozo de tierra que se daba en pago a los mercenarios galorromanos. Todos estos significados tienen un poso agrícola ancestral, decididamente lejos de la cara más cosmopolita de Burdeos o de Jerez.

Rioja, años 1860

El gran punto de inflexión de la historia vitivinícola española se debe a tres personas de procedencia dispar, aliadas en el objetivo de mejorar el vino producido en Rioja. Por un lado, dos marqueses, Guillermo Hurtado de Amézaga, Marqués de Riscal, y Luciano de Murrieta, Marqués del mismo nombre; por otro, el enólogo Jean Pineau, originario de Burdeos, figura clave en la mejora de la viticultura y la elaboración riojanas.

Tras trabajar inicialmente como técnico de la Diputación de Álava, Pineau fue contratado en 1868 por la bodega del marqués de Riscal, en el pueblo de Elciego. Su aportación, junto a los avances que Murrieta ya había ensayado en la cercana ciudad de Logroño, sentó las bases del actual vino de Rioja. Además contribuyó directamente a la creación de una de las primeras marcas formales de vino español que aparecieron más allá del ámbito de Jerez: Médoc Alavés. Este apelativo unía su origen personal con su destino profesional para bautizar así uno de los primeros vinos españoles homologables al estándar bordelés de calidad.

A partir de ahí el desarrollo de Rioja se aceleró, marcado por la llegada de comerciantes franceses, la mejora de las comunicaciones, la inversión de empresarios vizcaínos, la apertura de nuevos mercados y, en fin, la aparición a partir de la década de 1870, de bodegas como López de Heredia, Compañía Vinícola del Norte de España —cuyo anagrama, CVNE, se pronuncia en España y desde siempre «cune»—, Cosme Palacio, Celestino Navajas —futura Montecillo—, Bodegas Bilbaínas, Bodegas Riojanas, AGE, Paternina, Carlos Serres, Palacio, Bodegas Franco-Españolas

Afectados en Burdeos por las plagas del oídio y la filoxera, los négociants franceses acudieron a comprar el vino riojano hecho al nuevo estilo, que trasladaban a su país por ferrocarril, dentro de enormes cubas. Sobre la madera de las cubas pintaban con grandes letras el nombre del viñedo de donde procedía el contenido: Viña Ardanza, Viña Pomal, Viña Tondonia, Viña Albina, Viña Real… Nacen así las primeras marcas riojanas, cuyos nombres conservan un estrecho vínculo con el terruño de origen. Lo bueno venía de Francia, pero también lo malo: la filoxera no tardó en llegar a Rioja y a toda España, diezmando el viñedo tradicional. En su trabajosa recuperación, el sector del vino aprovechó para modernizarse a todos los niveles. Rioja volvió a abrir camino. Reconocida oficialmente como denominación de origen en 1925 —la primera del país—, esta región fue abarcando segmentos de producción masiva, que empezarían a generar cada vez más marcas comerciales. Surgen así nuevas enseñas, como Muga y Ramón Bilbao, y también se empieza a extender esa moda tan española de las marcas nobiliarias. Ya sea de genuina raíz aristocrática o una mera simulación en pos del reconocimiento comercial, la historia de nuestros vinos del siglo XX está llena de títulos y blasones. Desde Barón de Ley hasta Marqués de Cáceres pasando por Conde de los Andes, Barón de Chirel, Marqués de Arienzo, Marqués de la Concordia —bonito nombre, por cierto—, Conde de Haro, Conde de Caralt, Duque de Medina, Duque de Nardos… De igual forma, se han mimetizado hasta el límite las marcas que empiezan por Castillo, Dominio o Pago. En este punto hay que mencionar una fórmula muy gallega que usa el vocablo Pazo, equivalente al castellano palacio. Los vinos Pazo de lo que sea suelen identificarse con la zona atlántica de las Rías Baixas, trufada de grandes casonas llamadas pazos.

Cien por cien español

Volvamos por un momento al recorrido cronológico, ya que vale la pena observar la situación de España tras la Guerra Civil. En los años 40, las extremas dificultades económicas y el régimen de autarquía inhibieron una demanda de vino de calidad. Para sobrevivir, provincias e incluso regiones diferentes unieron sus producciones y asumieron formas industriales. Ahí surgió la actual estructura de denominaciones de origen, que hasta hoy ha sido el máximo parámetro de calidad del vino español. Todo ello aseguró la viabilidad económica de muchas regiones a costa de homogeneizar la que había sido una rica y diversa cultura vitícola. El desarrollismo de los años 60 propulsó un consumismo ramplón que impidió segmentar por lo alto. Las marcas de vino no se reconocían como en otros países de nuestro entorno. Internacionalmente, el vino de España era un perfecto desconocido, salvo las excepciones que enseguida vienen a la mente: Freixenet (una marca que proviene de un antiguo apodo familiar), Vega Sicilia —con su aire al Siglo de Oro— o Sangre de Toro, una enseña de tono cien por cien español.

A principios de los 80 todo cambia, también en el vino. Nuevos hábitos, nuevos consumidores con nuevas visiones y la creación de nuevas denominaciones, encabezadas por el liderazgo de la Ribera del Duero. En las marcas también se introducen aspectos paradójicamente novedosos, como los nombres de los pueblos: algunas bodegas ribereñas empezaron a lanzar etiquetas como Pesquera, Pedrosa, Valbuena, Pagos de Peñafiel, Dominio de Atauta y más, todas dedicadas a su municipio de origen. Es una opción que en Rioja ha estado prohibida por la normativa oficial hasta fecha reciente; finalmente, la voluntad de recuperar los nombres ancestrales y la fijación en el modelo borgoñón, de fuerte raigambre toponímica, están abriendo el horizonte a los nombres de pueblo y de paraje.

La Ribera del Duero también fue pionera en la introducción de marcas de inspiración latina. Uno de los bodegueros que inauguraron esta vía fue Alejandro Fernández, de Pesquera, con su vino Janus. Le siguieron en este camino nombres como Malleolus, Pesus, Terreus, Pingus, Tarsus, Regina Vides… Esta moda tuvo, sigue teniendo, un notable éxito comercial, y pronto se propagó a otras zonas: Clos Erasmus (Priorat); Alabaster, Taurus, Numanthia, Termanthia (Toro); Svmma Varietalis (Toledo); Ignios (Canarias); Regina Viarum (Ribeira Sacra); Nivarius (La Rioja); Rupestris (Penedès); Stratvs (Lanzarote); Pinna Fidelis (Ribera del Duero); Tilenus (Bierzo).

¿Qué ha pasado mientras tanto en las regiones vitícolas de la América de habla hispana? En Argentina, por ejemplo, conviven grandes nombres familiares, de gran solidez, con proyectos rompedores. Las iniciativas de los hermanos Michelini están entre ellos. Llevan años lanzando al mercado marcas desacomplejadas, con nombres como Ji Ji Ji y Esperando a los Bárbaros o SuperUco, esta última en referencia a la zona elaboradora del Valle de Uco. ¿Alguien imagina en España un vino llamado SuperRueda o SuperLaMancha? Improbable y, además, prohibísimo por las normativas de los consejos reguladores.

Chile es otro contexto que mezcla nombres clásicos con marcas que llevan el riesgo y la creatividad por bandera. Caballo Loco, por ejemplo, es una marca que pertenece a una bodega tan tradicional como Valdivieso, fundada en 1879. En 1994, cuando se crea Caballo Loco, casi ninguna marca española había explorado un territorio onomástico tan atrevido. En el presente muchos productores chilenos, entre los que destacan los encuadrados en MOVI (Movimiento de Vinateros Independientes), siguen esa línea, con nombres de vino como Tres Monos; el trío de Laurent Wines Clandestino, Inocente y Corrupto; Trapi del Bueno, y De Garaje, que recoge a la chilena la idea de vin de garage, acuñado por Jean-Luc Thunevin en Saint Emilion (Burdeos); se trata de aquellos vinos y bodegas que nacen en un garaje o espacio similar y que, por tanto, pueden alardear de unos modos artesanos y un espíritu libre.

Animales, lugares, chascarrillos, pecados…

De libertad tenemos que hablar cuando contemplamos el actual panorama de las marcas vinícolas en nuestro entorno. O, para ser más precisos, en el segmento más comercial. Aquí es donde convive una enorme y creciente variedad de conceptos, nombres y lenguajes visuales. Algunos con mucho atractivo, otros con poco que aportar más que un fogonazo efímero. De todo hay en la viña, y encontramos desde marcas de inspiración zoonímica (la mallorquina Gallinas y Focas, la navarra Viña Zorzal, la aragonesa La Calandria, la catalana Cap de Ruc —es decir, cabeza de burro—, la salmantina La Zorra, la gallega La Trucha, la riojana Peña El Gato, la chilena Gato Negro, la argentina Cocodrilo), hasta nombres que reproducen expresiones o rememoran pasajes de la cultura popular española: La Marimorena, Ostras Pedrín, La Tarara, La Movida, La Bruja Avería.

La lista de marcas llamativas es pródiga: 4 Kilos, Amorro, Barco del Corneta, Bienbebido, La Bienquerida, Canicas, Con un Par, Corazón Loco, Cuatro Monos, Château Paquita, Habla del Silencio, Kadabra, Ladrón de Lunas, Loco, Machoman, Madremía, Malas Piedras, La Maldita, La Multa, Naranjas Azules, Mirando al Sur, Patas Arriba, Pato Mareado, Pies Negros, Qué Bonito Cacareaba, Sapo de Otro Pozo, Sin Blanca, La Terrenal, Tío Uco, El Transistor, el combo algo machista de El Novio Perfecto y La Novia Ideal. En el lado más extremo se sitúan marcas como Gordo Bastardo, Gran Cerdo o Cojón de Gato (este último en línea con el vino neozelandés Cat’s Pee on a Gooseberry Bush, es decir, «pis de gato en un arbusto de grosella»). En los ultimos años ha proliferado una terminología que alude a aspectos morales o quiere transmitir valores: Alegría, Castigo, La Culpa, La Gula, Ira, Lujuria, Paciencia, El Pecado, Seducción

Con todo ello contrastan muchas marcas tradicionales del Marco de Jerez, que siguen enorgulleciéndose de nombres de un casticismo y originalidad insuperables: Pochola, La Goya, Papirusa, Kika, Cuco o Tío Pepe. En un nivel cualitativo alto, vemos cómo se consolida con fuerza el anclaje territorial. Muchas marcas, tengan una larga trayectoria o sean recién nacidas, apuestan por la toponimia antigua, por nombres procedentes de la geología, por inspiraciones geográficas y paisajísticas. La Montesa, La Vicalanda, Sierra de Toloño, Sierra Cantabria, Pissarres («pizarras»), Las Quebradas, Sílice, La Poulosa, Cámbrico, As Sortes, Pirita… En Argentina, Chile o las Islas Canarias, resaltan las marcas que reflejan nombres indígenas: los vinos Táganan y Benje, de Tenerife; los chilenos Cauquenina, Alcohuaz y Pehuén; y los argentinos Amancaya y Tupungato, entre otros.

Este tipo de marcas toponímicas dominan claramente en el segmento más elevado del mercado. Su diseño gráfico es por lo general más sobrio y contenido que el de los vinos de la franja más comercial. Pensemos en vinos icónicos como los riojanos Las Beatas, Quiñón de Valmira, El Pisón y El Carretil, Tabuérniga; los gallegos O Soro y Pombeiras; el berciano El Rapolao; el catalán L’Ermita; el toresano Teso La Monja; el tinerfeño El Ciruelo y, por supuesto, la ya mencionada Vega Sicilia. Todos ellos representan cotas altas de prestigio y precio; todos ellos, a la vez, son nombres de lugares muy concretos, y por supuesto, especiales. Uno de los abanderados de esta tendencia es el elaborador Álvaro Palacios, quien aboga por respetar plenamente los topónimos tradicionales para bautizar un vino de alta calidad: «Se trata de llamar al vino por su nombre, por el lugar del que procede. Además de una responsabilidad con el territorio, es una cuestión de credibilidad y seriedad ante los mercados». Ciertamente, los vinos con mayor cotización en el mercado internacional, los de Borgoña, juegan, y muy bien, esa carta de identificarse con sus lugares de procedencia.

Pero eso es la cúspide de la pirámide. Por debajo, una enorme base de vinos de todo tipo pelean por hacerse un hueco, por llamar nuestra atención, por conseguir ser comprados y bebidos. No existe en el mundo otro producto con tantas opciones diferentes para elegir. Por eso es tan importante —¡y tan difícil!— hallar un buen nombre, que sepa conectar con su público destinatario. La marca del vino es crítica. Y es así desde los tiempos de Homero.


Cuatro formas de llamar al vino…

  1.  Con un topónimo
    Muchas marcas apuestan por la toponimia antigua, por nombres procedentes de la geología, por inspiraciones geográficas, vegetales, paisajísticas… Es el caso de Vega Sicilia, L’Ermita, Tabuérniga, Rapolao, Viña Bonita, Clos des Fous Cauquenina, Viña Tondonia.
  2.  Con inspiración zoonímica
    Marcas como la mallorquina Gallinas y Focas, la navarra Viña Zorzal, el chileno Gato Negro, la argentina El Cocodrilo, la salmantina La Zorra, la catalana Cap de Ruc (cabeza de burro) o la gallega La Trucha.
  3.  Con juicios morales
    Marcas que aluden a aspectos morales, que juega con nombres de virtudes y pecados o que quiere transmitir valores: El Pecado, La P enitencia, Envidia, Lujuria, L’Alegría, Corrupto o
    Inocente.
  4. Para singularizarse
    Cojón de Gato, Gran Cerdo, Merluzo, Cuatro Monos, Esperando a los Bárbaros, Naranjas Azules, Pato Mareado… Nombres para llamar la atención.

 

Este reportaje sobre la historia del vino y de sus nombres propios es uno de los contenidos del número 1 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras, disponible en quioscos y librerías.
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