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18 Feb 2020
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Suspendido en el silencio

Poco se habla de ese otro esqueleto, el que nos mantiene realmente erguidos, el de las palabras que habitan dentro del cuerpo, cada cual las suyas.

Me obsesiona, lo reconozco, los motivos que llevan a cada individuo de este mundo a mantenerse en pie (algunas veces, incluso, contra viento y marea). Es lo primero que pienso cuando alguien sube en mi taxi y me indica un destino. El destino es un buen motivo, quiero decir. Siempre parto de esa idea: «No puede encorvarse, tiene que ir a la delegación de Hacienda». «Ha de mantenerse vivo, al menos, hasta después de su cita con la tal Asunción».  De modo que poco a poco vamos conformando consistente nuestro cuerpo a base de palabras (Asunción, Hacienda, abuela, series, ortodoncia, Satisfyer, rencor). Son nuestros pilares, la estructura que mantiene cada espalda en posición vertical.

Quiero pensar que las palabras realmente fluyen a través de la espina dorsal, y que a veces provocan latigazos en el cuello, o quitan el hambre, o estimulan los lacrimales (o la zona inguinal), o se clavan en la garganta, o aceleran el crecimiento de las uñas. Nombres propios, tal vez, o letras de canciones que evocan recuerdos, o parafilias, fobias, rechinar de dientes, odio visceral… Yo tengo las mías, mis palabras, esas que abren mis párpados cada mañana y los mantienen bien abiertos hasta caer rendido. Salto de una a otra igual que Tarzán: sólo suelto la anterior cuando ya me siento firme amarrado a la siguiente.

Lo hago así porque tengo miedo de quedarme suspendido en el silencio.